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Miguel, por vengarse alegremente de la molestia que ocasionaban á su esposa, comenzó á su vez á hablarles con gran familiaridad, lo cual no dejó de sorprenderlas al principio; pero se acostumbraron pronto de buen grado. No contento con esto, al poco rato sacudió rudamente por el brazo al señor de los bigotes blancos:

      —Oyes, chico, no duermas tanto... ¿Quieres un poco de ginebra?

      D. Nazario, que así se llamaba, abrió los ojos muy espantado, se echó al coleto la copa que le ofrecían, y volvió á quedar inmediatamente dormido.

      Ya era hora de hacer todos lo mismo. Miguel corrió la cortinilla del farol, y «para que les molestase menos la luz», metió todavía un periódico doblado entre ambos. El coche quedó casi en tinieblas. Sólo por las ventanas entraba el pálido resplandor de las estrellas. Era una noche de Enero serena y fría como sólo se ven en las llanuras de Castilla. Acomodóse cada cual lo mejor que pudo en un rincón rebujándose en los abrigos y mantas. Rivera dijo á su esposa:

      —Reclina la cabeza sobre mí. Yo no puedo dormir en el tren.

      La niña obedeció á su pesar: creía molestarle.

      Todo quedó en silencio. Miguel tenía cogida una de sus manos y la acariciaba suavemente. Al cabo de un rato, inclinando la cabeza y rozando con los labios la frente de su mujer, le dijo muy quedo al oído:

      —Maximina, te adoro—y con más emoción volvió á repetir:—¡Te adoro, te adoro!

      La niña no contestó, fingiéndose dormida. Miguel le preguntó con voz insinuante:

      —¿Me quieres tú? ¿me quieres?

      La misma inmovilidad.

      —¿Me quieres, dí? ¿me quieres?

      Entonces Maximina, sin abrir los ojos, hizo un leve signo de afirmación, y dijo después:

      —Tengo mucho sueño.

      Miguel sonrió advirtiendo el temblor de su mano, y repuso:

      —Pues duerme, hermosa.

      Y ya no se oyeron en el coche más que los ronquidos de D. Nazario, el cual era especialista en el ramo. Comenzaba generalmente á roncar de un modo acompasado, solemne, en períodos firmes y llenos. Poco á poco se iba precipitando, haciéndolos más concisos y enérgicos, y al mismo tiempo acentuando la nota gutural, que en un principio apenas se advertía. Desde las fosas nasales bajaba la voz á la garganta, volvía á subir, tornaba á bajar, y así por largo tiempo. Pero á lo mejor, dentro de aquel ritmo al parecer invariable, se dejaba oir un silbido agudo y penetrante como anuncio de tempestad. Y en efecto, al silbido contestaba prontamente un gruñido profundo y amenazador, y después otro más alto, y después otro... Repetíase de nuevo el silbido aún más estridente, y al momento era ahogado por un confuso rumor de chiflidos discordantes que infundían pavura en el alma. Y este rumor iba creciendo, creciendo hasta que, sin saber por qué, se trasformaba súbito en tos asmática y perruna. Don Nazario daba un gran suspiro, descansaba breves momentos y cogía de nuevo el hilo de su oración en tono mesurado y digno.

      Miguel soñaba con los ojos abiertos. Á su imaginación acudían en tropel ideas risueñas, mil presagios de ventura. La vida se le presentaba con un aspecto suave y amable que hasta entonces no había descubierto. Se había divertido, había gozado de los placeres mundanales; mas siempre detrás de ellos, y á veces enmedio, percibía un dejo amargo, la estela de tedio y de dolor que el demonio va trazando en la vida de sus adoradores. ¡Qué diferencia ahora! Su corazón le decía: «Has hecho bien, serás feliz». Y su entendimiento, pesando escrupulosamente y comparando el valor de lo que abandonaba con lo que recogía, también le daba el pláceme. Por largo rato estuvo así despierto, sintiendo en el hombro el peso de la cabeza de su mujer. De vez en cuando la miraba de reojo, y aunque parecía tener los ojos cerrados, dudaba que durmiese. Al cabo prendióle á él el sueño. Cuando abrió los ojos entraba ya en el coche la claridad de la aurora. Miró á su esposa, y observó que estaba despierta.

      —Maximina—le dijo con voz de falsete para no turbar á los demás.—¿Hace mucho que estás despierta?

      —No; un poco—respondió la niña incorporándose.

      —¿Y por qué no te has levantado?

      —Porque temía quitarte el sueño al moverme.

      —¡Pues qué más hubiera querido yo! ¿No sabes que tenía ya muchos deseos de hablar contigo?

      Y los jóvenes entablaron un diálogo en voz tan apagada, que más se adivinaban que se oían; mientras las señoritas de Cuervo, su hermano y Juana dormían en varia y original postura. ¿De qué hablaron en aquellos momentos? Ni ellos mismos lo sabían. Las palabras tenían un valor convencional, y todas ellas, sin exceptuar una, expresaban lo mismo. Miguel, huyendo de hablar de sí mismos porque advertía que á Maximina le causaba vergüenza, encauzaba la conversación hacia algún asunto alegre, y procuraba hacerla reir á fin de que desapareciese su natural embarazo. No obstante, se aventuró á decir una vez, mirándola fijamente:

      —¿Estás contenta?

      —Sí.

      —¿No te pesa de ser mía?

      —¡Oh, no! ¡Si supieras!

      —¿Qué?

      —Nada, nada.

      —Sí, algo ibas á decir; habla.

      —Era una tontería.

      —Pues dímela; tengo derecho ya á saber hasta lo más insignificante que cruce por tu imaginación.

      Necesitó instarla mucho y muy cariñosamente para lograr saberlo.

      —Vamos, dímelo bajito.

      Y la atrajo suavemente. Maximina depositó en su oído:

      —Ayer he pasado muy mala noche.

      —¿Por qué?

      —Desde que me dijiste que tenías tiempo aún á dejarme, no pude pensar en otra cosa... Se me figuró que me lo habías dicho con cierto retintín... Toda me volvía dar vueltas en la cama... ¡Ay, madre mía, qué pena!... Me levanté antes que nadie en la casa y fuí descalza hasta tu cuarto; puse el oído á la cerradura á ver si escuchaba tu respiración; pero nada. ¡Me dió una congoja! Cuando la criada se levantó, le pregunté como quien no quiere la cosa si te había llamado. Me dijo que sí, y respiré. Pero aún no las tenía todas conmigo. Tenía miedo que al preguntarte el cura si me querías dijeses que no... Cuando te oí decir sí, ¡me entró una alegría! y dije para mí: ¡Ya estás cogido!

      —¡Y bien que lo estoy!—exclamó el joven besándola en la frente.

      El tren corría ya por los campos vecinos á Madrid. Las señoritas de Cuervo despertaron. La luz natural no favoreció gran cosa sus naturales gracias; pero se apresuraron á venir en su ayuda con una serie de minuciosos trabajos que dejaban bien probadas sus inclinaciones artísticas. De un magno estuche de piel de Rusia sacaron peines, cepillos, pomada, horquillas, polvos de arroz y un frasquito de colorete. Y unas á otras se fueron aliñando y retocando escrupulosamente en medio de mil frases cariñosas y carocas infantiles.

      —Vamos, chica, estáte quieta... Mira que te voy á pinchar... ¡Jesús, qué niña tan mala!

      —Estoy nerviosa, Lola, estoy nerviosa.

      —Ya se conoce que vas á ver pronto á quien tú sabes y yo me callo.

      —¡Qué tonta! Calla. Rivera se lo va á creer.

      Maximina contemplaba sorprendida, con los ojos muy abiertos, aquel repentino tocado. Las de Cuervo la invitaron á hacer lo mismo, y entonces salió de su estupor dando confusamente las gracias.

      En la estación aguardaban á nuestros viajeros la brigadiera Ángela y Julia. Ésta abrazó y besó repetidas veces á su cuñada. Aquélla le dió la mano y también la besó en la

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