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la niña con cierta precipitación cómica.

      —Pero ¿qué es lo que no quieres?

      —No quiero salir.

      —¡Ah! no quieres salir... Pues mira, el cura no va á casarnos con tanta madera por el medio...

      Hubo unos momentos de silencio. El hijo del brigadier arrimó la boca á la cerradura y dijo suavizando la voz:

      —¿Por qué no quieres abrir, tonta?... ¿Te da vergüenza?

      —Sí—articuló desde dentro la niña.

      —No tengas cuidado; tu tía no está aquí.

      Al cabo de un rato y después de bastantes ruegos, se decidió á abrir. Aún estaba ruborizada hasta las orejas. Miguel se apoderó de sus manos, y le dijo reprendiéndola con mimo:

      —Anda, pícara, que no me has esperado al balcón... Yo, mira que te mira hasta sacarme los ojos; pero de Maximina ¡ni rastro!

      La chica bajó los ojos diciendo:

      —Sí, sí.

      —¿Qué quiere decir sí, sí? ¿Me has esperado?

      —Desde que comimos no me he separado del balcón. Le he visto entrar en el bote; le he visto hablar con Úrsula y reirse, después saltar en tierra, y por fin le vi desde el otro balcón llegar á la plazuela...

      —Eso último ya lo sé... Pero vamos á ver, ¿cuándo piensas apearme el tratamiento? ¿Vas á tratarme de usted después de casados?

      —¡Oh, no!

      Bajaron á la sala. Estaban en ella D. Valentín, Adolfo y las niñas, que saludaron al viajero con efusión. La efusión del ex capitán era, por supuesto, la que correspondía á un cetáceo no muy comunicativo; pero se traslucía bien que estaba satisfecho. Al instante llegó D.ª Rosalía, quien al ver á Maximina no pudo reprimir la risa, con lo cual, tanto se corrió la niña, que salió como un huracán por la puerta y subió á brincos otra vez la escalera. Miguel logró alcanzarla antes de llegar á su cuarto. Mientras procuraba hacerle volver á la sala por medio de súplicas, D.ª Rosalía, irritada por aquella huída, gritaba desde abajo:

      —Déjela usted, D. Miguel; deje usted á esa tontuela mimosa... ¡No sé cómo hay quien la quiera! ¡Uf, qué mentecata!

      Es inútil decir que con estos insultos Maximina se echó á llorar; pero estaba allí Miguel para consolarla, y nadie en el mundo lo podría hacer con tan buen éxito. Al poco rato bajaron los prometidos y se formó en la sala una tertulia con los vecinos que fueron llegando á felicitarles. D.ª Rosalía no pareció en mucho rato desabrida sin duda con su sobrina por el grave delito de tener pudor.

      Lo que formaba el núcleo de la tertulia era una docena de jóvenes anhelantes por ver los regalos del novio; el cual, sin fijarse en este deseo que apenas comprendía, las hizo pasar una hora lo menos de tortura; hasta que la misma D.ª Rosalía le llamó aparte y le expresó la conveniencia de exhibirlos. Hízolo así nuestro joven arrastrando el baúl y una maletita de mano, donde traía algunas joyas, hasta el medio de la sala. Sacó los dos únicos vestidos que traía para su novia; uno, el que debía vestir en el acto de la ceremonia nupcial; otro, el que debía llevar en el viaje. Ambos fueron muy celebrados por lindos y elegantes. Lo mismo el rico aderezo de brillantes y perlas. No se hartaban las lugareñas de manosear aquellos objetos y loarlos, mostrando con sus hiperbólicas exclamaciones que estimaban como suprema felicidad en este mundo el poseer cosas parecidas. Maximina, detrás de todos, miraba con más estupor que curiosidad, abriendo mucho los ojos. Sus amigas le dirigían de vez en cuando miradas tan vivas como equívocas, á las cuales contestaba con una leve y forzada sonrisa, sin perder la expresión de susto que se pintaba en su rostro. Creció este susto cuando vió sacar del baúl el traje de boda, que era blanco y de seda y adornado con azahar. Se puso fuertemente colorada, y desde entonces no le abandonó el rubor y la inquietud en toda la noche.

      Pasáronla alegremente cantando y bailando al son de la guitarra. D. Valentín ¡oh caso portentoso! bailó con una buena moza que, á fuerza de instancias, le llegó á calentar los cascos; mas hubo de retirarse al instante desesperado porque un vivo dolor reumático le paralizó la pierna derecha. Su dulce esposa le consoló diciendo:

      —¡Bien empleado te está!... ¡Por fachenda!

      Miguel también bailó, eligiendo con mucha frecuencia á Maximina por pareja. En los momentos de descanso se sentaban juntos allá por algún rincón de la sala y cambiaban pocas palabras, pero infinitas miradas. El hijo del brigadier, viendo sofocada á su novia, tomó un abanico y se puso á darla aire. Maximina, observando que los miraban y alguien sonreía, le detuvo suavemente diciendo:

      —No necesito aire, muchas gracias. Usted está más acalorado que yo...

      —¿Cómo usted? ¿Estamos en esas?

      —Bien, pues... estás más acalorado que yo... Abanícate.

      Á las diez se retiraron todos, despidiéndose de los novios con sonrisillas más ó menos maliciosas.

      —Hasta mañana, Maximina... Que duermas bien.

      —La última noche de soltera, querida. Hazte cargo bien de ello, ¡la última noche!—dijo una anciana matrona que había tenido once hijos y seis malos partos.

      Maximina sonrió, acortada.

      —Adiós, adiós... ¡Qué pena nos va á dar cuando te marches!

      Y algunas jóvenes la besaron repetidas veces con grandes extremos de cariño.

      —Niña, no olvides que es la última noche de soltera. Piénsalo bien, que el asunto es grave—dijo otra vez la matrona.

      Maximina volvió á sonreir.

      Entonces la vieja frunció la frente y dijo por lo bajo á la que estaba á su lado:

      —¡Esta chica se figura que va á una romería! ¡Ay, Dios! Se necesita no tener pizca de sentido. El matrimonio es cosa muy seria... muy seria.

      Y acerca de la seriedad de este vínculo fué disertando larga y eruditamente hasta su casa.

      Nuestros novios se quedaron con D.ª Rosalía y don Valentín. Los niños ya se habían ido á acostar; el último, Adolfo, á quien su madre había tenido que llevar medio á rastras á la cama y con promesa de despertarle al día siguiente para asistir á la ceremonia. D. Valentín también les dió las buenas noches en seguida. Miguel y Maximina se sentaron en dos sillas bajas y se pusieron á cuchichear, mientras D.ª Rosalía, malhumorada aún, se decidió á coger la calceta reservándose el derecho de levantar la sesión antes de pocos minutos.

      Miguel observó que su novia estaba distraída y algo inquieta.

      —¿Qué tienes?... Te encuentro un nosequé en el semblante... ¿No estás contenta de ser mi mujer?

      —¡Oh, sí! No tengo nada.

      —Entonces, ¿por qué esa distracción?

      Bajó la cabeza sin contestar. Miguel insistió.

      —Vamos, díme, ¿qué te pasa?

      —Tengo que pedirle un favor...—apuntó tímidamente.

      —¿Nada más que uno? Quisiera que me pidieras cincuenta y que yo pudiese concedértelos.

      —Este sí puede... Que me deje casarme con un vestido mío...

      El joven quedó un instante suspenso. Después preguntó con tristeza:

      —¿No quieres casarte con el que yo te he traído?

      —¡Me da mucha vergüenza!

      —Pues es costumbre casarse con traje blanco; sobre todo, las niñas como tú.

      —Aquí no es costumbre... Me moriría de vergüenza.

      Miguel

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