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Después le contó, con verdadera elocuencia, que no tenía una peseta, y se morían de hambre él y sus hijos, concluyendo por pedirle una plaza de redactor en La Independencia.

      —Yo no soy propietario del periódico, querido Marroquín. Lo único que puedo hacer por usted es darle una carta para el general conde de Ríos.

      En efecto, le dió la carta, y Marroquín se presentó con ella en casa del general; pero tuvo la mala fortuna de llegar en la peor sazón, cuando aquél, hecho un energúmeno por los pasillos de su casa, recordaba el repertorio de juramentos en que tanto se había distinguido el sargento Ríos. La razón era que uno de sus pequeños se había bebido un frasco de tinta persuadido de que era Valdepeñas. Si tienen ó no los juramentos é interjecciones de los carreteros influencia decisiva en los envenenamientos, no lo sabemos; pero el general los empleaba con la misma fe que si se tratase de un antídoto poderoso. El paciente inclinaba su cabecita pálida contra la pared derramando copioso llanto.

      —¿Qué trae usted?—le preguntó el conde clavándole una mirada iracunda.

      —Una carta—contestó el pobre Marroquín presentándosela con mano trémula.

      —¡Vomita!—gritó el general con los ojos llameantes.

      —¿Cómo?—preguntó tímidamente el profesor.

      —Vomita, niño, vomita, ¡ó te estrello!—rugió el ilustre caudillo de Torrelodones sacudiendo á su hijo por el cuello.—¿Y qué dice la carta?

      —Es del Sr. Rivera, pidiéndole una plaza de redactor en La Independencia para un servidor de V. E...

      —¿No puedes? ¡Métete los dedos en la boca!... Ya sabe el Sr. Rivera sobradamente que no hay plaza, que todas están ocupadas, y que ya me duelen las orejas... ¡A ver si te metes los dedos, chiquillo, ó te los meto yo!

      Marroquín obró prudentemente levantando el pestillo de la puerta y saliéndose con disimulo. Más adelante, Miguel habló al general en momento más propicio, y pudo conseguir que se le admitiese en la redacción con un sueldo mensual de veinticinco duros.

      En La Independencia, escribía, además de aquel redactor de fondos que ya conocemos, un cura apóstata y liberal que se había dejado crecer la barba hasta el pecho y contaba á sus compañeros los secretos de la confesión cuando venía un poco ó un mucho beodo. Era íntimo de Marroquín. Ambos tenían la misma ojeriza á la Divinidad, y ambos trabajaban con afán por libertar á la humanidad de su yugo. Sin embargo, un día estuvo á punto de enfadarse seriamente con el hirsuto profesor porque hizo chacota de la Eucaristía, lo cual confirmó á éste en su opinión de que «el cura siempre tira al monte». Se llamaba D. Cayetano. Otro de los redactores era un joven rubio, bello y tímido, que se sentaba en uno de los rincones de la sala y sólo levantaba la cabeza al escuchar alguna frase brillante, por las cuales sentía pasión loca. Sus artículos eran siempre un empedrado de palabritas sonoras, fluidas, titilantes (adjetivos que representaban gran papel en el repertorio de Gómez de la Floresta). Jugaba con ellas lo mismo que un saltimbanqui. El que quisiera verle contento no tenía más que decir alguna metáfora ó inventar algún adjetivo armonioso. Rivera, que conocía este flaco, solía darle por el gusto.

      —Esta tarde, señores, he visto una mujer cuya mirada brillaba como la hoja de un puñal damasquino.

      Gómez de la Floresta levantaba, rojo de placer, la cabeza y le dirigía una sonrisa de felicitación.

      —Eso es, una mirada fría y siniestra.

      —Tenía el cutis terso y ardiente con surcos marmóreos. Los cabellos caían como una cascada de oro sobre su cuello de cisne aprisionado por un collar de brillantes que parecían gotas de luz....

      —¡Gotas de luz! ¡Qué bonito es eso, Rivera! ¡Qué bonito!

      —Era una mujer á propósito para hacer un poco de tiempo vida oriental.

      —¡Eso es! Refugiados en un minarete, aspirando los perfumes de la Persia, dejando que sus manos de nácar acaricien nuestros cabellos, libando en su boca de rosa el néctar de la voluptuosidad.

      —Veo con regocijo, Sr. de la Floresta, que está usted en lo firme. Hagamos punto, sin embargo. Se le han subido á usted las frases á la cabeza y preveo un desenlace fatal.

      El redactor sonreía avergonzado y continuaba su tarea.

      Un joven delgado, de pómulos salientes, ojos oblicuos y andar desgarbado entró haciendo mucho ruido y tarareando algunos compases de vals. Se acercó á la mesa donde escribía Miguel, y dándole una palmadita en el hombro, dijo con alegre entonación:

      —Hola, amigo Rivera.

      Este, sin levantar la cabeza, respondió muy gravemente:

      —Despacio, despacio, Sr. Merelo; despacio, que no somos todos iguales.

      Los redactores rieron.

      Merelo, un poco acortado, exclamó:

      —¡Este Rivera siempre está de broma!... Pues señor—siguió, arrojando el sombrero sobre la mesa,—en este momento llego de la reunión arancelaria del Teatro del Circo...

      —¿Quién habló? ¿quién habló?—preguntaron varios.

      —Pues hablaron D. Gabriel Rodríguez, Moret y Prendergast, Figuerola y nuestro director; pero el que mejor habló fué D. Félix Bona.

      —¡Hombre! ¿Y qué ha dicho?

      —Pues empezó diciendo que él... el más humilde de todos los que allí estaban...

      —¿Y usted, Sr. Merelo, no ha protestado contra esa afirmación?—preguntó Miguel desde su mesa.

      Merelo le miró sin comprender; mas sintiendo al cabo el alfilerazo, hizo una mueca de disgusto y siguió, aparentando desprecio:

      —Que él venía á hablar allí en nombre del comercio al por menor...

      —No, pero usted, amigo Merelo—interrumpió el ex cura, que gustaba mucho de embromar al noticiero,—debió haber protestado contra aquello de la humildad.

      Merelo transigía, hasta cierto punto, con las bromas de Rivera, en quien reconocía superioridad; pero las del cura le crispaban los nervios. Así que, lleno de ira, juntó las manos como hacen los sacerdotes en misa y cantó:

      —¡Dóminus vobiscum!

      Carcajada general de los redactores. El cura se puso colorado hasta las orejas; y fuertemente desabrido quiso continuar la broma, aguzándola cada vez más; pero el noticiero, que no tenía mucho ingenio, contestaba siempre:

      —¡Dóminus vobiscum!

      Con entonación tan cómica y clerical, que los periodistas se desternillaban de risa.

      El cura se puso al fin amoscado. En vez de bromas, lo que dirigía á Merelo eran verdaderos insultos. Uno de ellos fué tan vivo y desvergonzado, que aquél se vió en la necesidad de alzar la mano y soltarle una soberana bofetada. Momentos de confusión y tumulto en la redacción. Varios individuos sujetan, á duras penas, á D. Cayetano, que con las tijeras de cortar sueltos en la mano declara en alta voz su propósito de sacar las tripas á Merelo. Éste, á quien no complace poco ni mucho tal declaración, ruega á sus compañeros que le suelten, «que él no tolera imposiciones de nadie»; pero sus amigos comprenden que es pura retórica, y le sujetan cada vez con más cuidado. Al fin se logró calmar á los irritados contendientes, y vino un cuarto de hora de sosiego, durante el cual todos se aplicaron á escribir en silencio. Por fin levanta Miguel la cabeza y pregunta:

      —Oiga usted, Sr. Merelo, ¿cuándo piensa usted ir á Roma?

      —¿Á Roma?... ¿Á qué?

      —Á que le perdonen el pecado de haber puesto la mano en persona sagrada. Aquí no le pueden absolver.

      Se arma de nuevo una zambra de risa en la redacción.

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