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de los refugiados promoviendo cambios políticos en el Congreso y hablando públicamente de las consecuencias de esa persistente guerra civil. Meses más tarde, sin embargo, la imagen de ese niño tendido en agonía y de mi desesperación por la imposibilidad de ayudarle aún me atormentaba.

      Una noche escuchaba un noticiero radiofónico sobre las guerras en Guatemala y el resto de Centroamérica cuando mi cólera volvió a la superficie. Sin darme cuenta, empecé a gritar en dirección al radio. Cuando volteé, vi horrorizado que mi hijo, Gabe, de dos años, estaba encogido en la esquina, presa de temor; se hallaba en cuclillas y se cubría la cara con las manos.

      Supongo que todos los padres hemos tenido momentos así, en los que pensamos: “¡Qué gran daño le he hecho a mi hijo!”; esta experiencia puede ser aniquilante. Yo me di cuenta de inmediato de que debía dejar de librar esa guerra; no era la guerra en Guatemala, sino la que tenía lugar en mi corazón. Nunca aprobaría lo que el coronel había hecho; fue algo malo y lo sería siempre. En sus acciones hubo una malevolencia que no olvidaré jamás. Pero mi incesante batalla interior con él me destrozaba, y perjudicaba mi relación con mi hijo.

      En definitiva, fue mi interés en el bienestar de mi hijo lo que me motivó a mirar de frente justo aquello que no quería ver —mi extremo enojo con el coronel— y a olvidarlo de una vez por todas. Me percaté de que el paso siguiente sería muy difícil de practicar. Tenía que poner fin a mi furia, que lastimaba demasiado mi corazón. Pero el amor me condujo al perdón.

      Cuando mi cólera me confundía, cuando aparecían obstáculos, mi buena intención me servía de brújula para regresar a la indulgencia. Algunos días, esto último era imposible. La resistencia me apabullaba o me seducía la duda: “Esto no dará resultado; el perdón no es más que una historia que me he contado a mí mismo”. Pero al volver, una y otra vez, a mi amor por Gabe y a mi deseo de librarme de mi pena, me acercaba a mi confusión con conciencia plena y piedad. Me decía a mí mismo: “Ya no quiero seguir encadenado a este resentimiento”.

      Para recordar esta intención, le pedí a un maestro calígrafo que escribiera en un lienzo mi cita favorita de Buda: “El odio jamás acabará con el odio en este mundo; sólo el amor puede hacerlo. Esta antigua ley es eterna”.3 Esta obra de arte ha permanecido más de treinta años en el centro de mi altar, donde continúa hasta la fecha. Es lo primero que veo todos los días cuando me siento a practicar la meditación.

      Junto a esa cita de Buda, puse en mi altar una foto del coronel. Al iniciar mi meditación sobre el perdón, miraba ambos objetos y recitaba en silencio esta frase: “Te perdono por todo lo que hayas hecho para perjudicarme en tus pensamientos, palabras y acciones”. Luego permitía que emergieran en su totalidad los aspectos negativos de mi mente y mi corazón.

      A decir verdad, era raro que me sintiera indulgente; experimentaba más furia y enojo que aceptación y mi mente se llenaba de estrategias de venganza. Cuando esto sucedía, no forzaba el perdón, lo cual es imposible de todas formas; sabía que debía experimentarlo de un modo auténtico. Así, experimentaba directamente lo mucho que me afectaba aferrarme al dolor. Sentía duelo y sufrimiento, un ardiente odio y repugnancia. Tratar de esconder o ignorar este desagrado era inútil; volvía a la superficie por sí solo, como un zombi que regresa de entre los muertos, tal como lo hizo el día en que le grité al radio. Entonces permitía que esos sentimientos salieran a la superficie y me acercaba a ellos con piedad.

      Cuando perdonar me parecía imposible, me daba permiso de dejar de lado al coronel. Recordaba el atinado consejo que mi maestro me había dado años antes: “Cuando vayas al gimnasio no comiences con las pesas de doscientos kilos, sino con las de diez”. Practicaba perdonar los desaires menores: que otro conductor se cerrara en la autopista o que un colega usara palabras hirientes para descalificar un comentario mío. Desarrollaba el músculo del perdón ejercitándome con las ofensas ordinarias.

      Llamé a algunos aliados para que me acompañaran en mi viaje: la compasión, la bondad y el amor. Todos ellos me sirvieron de base para la práctica del perdón, fueron los recursos que podía utilizar. Imaginaba el aprecio que sentía por mis mejores amigos y maestros, mi familia y mi hijo, y cultivaba conscientemente emociones positivas mientras miraba la foto del coronel.

      A veces descubría que me apegaba a mi menosprecio y resentimiento. Me ilusionaba con la idea de que algún día el mundo confirmaría mi justificado punto de vista. Pero sabía que era probable que ese día no llegara jamás; que ese militar no pagaría nunca el precio de haber dejado morir a aquel niño maya.

      Es común que la gente arrastre su resentimiento a todos lados. Algunos preferirían morir antes que perdonar; es como si cada parte de ellos gritara: “¡No, no quiero perdonar!”. Al mismo tiempo, muchos ni siquiera recordamos qué nos causó tanta rabia. Resulta que lo que recordamos, aquello a lo que nos aferramos, no es el suceso en sí y ni siquiera el daño que nos provocó, sino el remordimiento que hemos acumulado desde entonces.

      Yo descubrí que era muy liberador no dejarse llevar por sueños de resultados idealistas. Al principio, toda mi práctica se reducía a permitirme experimentar mis sentimientos por completo. Tenía que llorar la pérdida de ese niño, y para lograrlo debía sentir mi odio por el coronel. La clave era indagar, con el corazón abierto, cuáles eran los obstáculos que se interponían en mi camino. Cuando impartía una conferencia, solía preguntar: “¿Cómo se refleja tu resentimiento en tu cuerpo, tu corazón y tu mente? ¿Se te tensan los hombros? ¿Aprietas la quijada? ¿Qué pasa con tu mente? ¿Imaginas escenarios de venganza? ¿Repites tus discusiones con el acusado para decir lo que quisieras haber dicho en el momento? ¿Eso te hace sentir importante? ¿Qué es lo que en verdad sientes en tu corazón? ¿No sólo enojo sino también impotencia, agravio o desolación, todo aquello que está detrás del enojo? Debes conocer íntimamente tu resentimiento”.

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