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todo lo que está ocurriendo en ese momento. Para el improvisador, crear es interactuar: con los demás músicos, con la música en sí, con los ruidos y la acústica del lugar, con la energía, la escucha y la atención del público, con su propia memoria, gusto y necesidades creativas. Todo eso, y no lo ya elaborado, es el contexto.

      En la composición, el proceso de creación es anterior al producto creado, es decir, a la obra. La realización sonora ante el público de una composición no es creación, sino recreación; es decir, interpretación o ejecución, algo posterior a su creación y/o elaboración por parte del compositor. Escuchando una composición, el público experimenta los frutos del proceso de creación, pero no el proceso en sí. No están invitados al estudio del compositor para contemplarle mientras se inclina sobre la partitura de una obra en el proceso de creación. En la composición, el proceso es absorbido por el producto, que no solamente lo justifica, sino que puede llegar a esconderlo por completo. Tampoco es necesario saber los detalles de su creación para disfrutar con los resultados. Para entender esto, tomemos como ejemplo los cuartetos Razumovsky de Beethoven. Todos disfrutamos con la atmósfera rusa de esos cuartetos y nos gusta la historia de ese aristócrata ruso en Viena. Pero, ¿alguien se atreve a decir que semejante tour de force musical sólo tiene sentido para el oyente si conoce la historia? Como observamos anteriormente, en el paradigma compositivo el proceso creativo está casi totalmente eclipsado por el producto, o sea, por la obra en sí. Es decir, el proceso de escuchar la obra poco o nada revela de su proceso de elaboración. ¿Se compusieron los movimientos del primero de los Razumovsky en el orden en el que los escuchamos? ¿Fueron concebidos originalmente para cuarteto de cuerdas? ¿Tardó Beethoven más en componer algunos movimientos que otros? La escucha de la obra terminada no nos da ninguna pista acerca de estas cuestiones.

      En cambio, en la improvisación, el creador comparte su proceso creativo con el público en el acto, está creando la música en ese preciso instante y lugar, y esos tres elementos –el público, el momento y el lugar– tienen mucho que ver en la creación. Todo improvisador sabe que la manera en que le escucha el público tiene una enorme influencia en cómo elabora su obra. La capacidad de escucha, el grado de entendimiento, la duración y profundidad de la atención son factores determinantes de cómo, y hasta qué punto, el improvisador establece la comunicación y la intimidad con el público. Influyen en el grado de riesgo que asume, en la velocidad o el pulso interno de su discurso, y en el nivel de matización o complejidad que alcanza. No es que el público sea lo único que afecta al improvisador; también tendrá sus momentos de mayor o menor creatividad, energía o inspiración, y habrá días en que esté más o menos cómodo con su instrumento: pero la presencia y la escucha del público es todo menos pasiva.9

      Pero, si la improvisación es proceso, ha de desembocar en algún tipo de producto, ¿no? ¿Cuál será, pues, esa “forma fija” a la que se refiere Evan Parker? La respuesta la dio el improvisador por excelencia, Eric Dolphy, en 1964: “La música, una vez terminada, se ha disuelto en el aire. Nunca podrás recuperarla”. Es decir que, en la improvisación, el proceso es el producto. Y aquí afrontamos, final mente, la idea de forma que propone Parker. No es exactamente que la improvisación desemboque en una forma fija, sino más bien que el proceso improvisatorio tiene su propia forma. Lo que ocurre es que esta forma no es fija, sino dinámica. No se trata de un proceso que elabora una forma, sino de la forma del propio proceso. Se trata de un proceso creativo que ocurre en un lugar y un momento determinados, y refleja ese lugar y momento. La improvisación es el proceso interactivo por excelencia. El improvisador dialoga con los otros músicos, ajusta su discurso a las características acústicas del espacio, a la densidad y permeabilidad de los ruidos ambientales, a la escucha del público, etcétera. Todos estos elementos son determinantes en la forma del proceso. Pero debemos subrayar que la mayoría de ellos evoluciona continuamente; la atención del público no es fija, ni lo son los ruidos ambientales, ni lo que tocan los otros músicos, e incluso puede cambiar la acústica de un local si entra más gente, ya que la masa corporal humana absorbe mucho sonido. Y si casi ninguno de estos factores es fijo a lo largo de un concierto, ¿cómo puede ser fijo el proceso improvisatorio?

      No hay duda de que el intérprete de una composición también reacciona a algunos de estos factores, pero sólo en la medida en que se lo permiten la partitura y la tradición musical a la que pertenece. Es más, casi ninguno de ellos influye en el proceso compositivo en sí, por la sencilla razón de que no están presentes cuando el compositor elabora la obra. Al igual que el improvisador no puede detener la música para recrearla desde el principio en su oído interno, el compositor no puede prever las características acústicas de los recintos en los que sonará su obra, ni la actitud del público cuando se interprete, ni ninguno de los innumerables factores que afectarán a la puesta en escena de su obra por los intérpretes en los días, meses, años o incluso siglos posteriores a su composición.

      El músico y poeta Ildefonso Rodríguez ha observado que “la distinción tajante entre composición e improvisación es un hecho cultural y eurocéntrico. Y ha sido progresivamente aceptada por la influencia de intereses muy concretos: academias, conservatorios, escuelas. Es decir, centros de poder que deciden cómo y para quién preservar la tradición de un arte y el modo de transmitirla”.10 Implícita en esta observación está el hecho de que dichos centros de poder establecen no solamente una diferencia ontológica, sino también de valor, igual que los racistas ven al afroamericano no solamente diferente, sino también inferior. Pero lo eurocéntrico no es tanto la distinción entre improvisación y composición, como el uso de esa diferenciación para colocar a partir de ahí la improvisación en un lugar netamente inferior, hasta el punto de no considerarla digna de ser incluida en los planes de estudios.

      El hecho es que esa misma distinción también se establece en culturas no europeas, con una interpretación a veces muy diferente. En un artículo sobre el estatus social de la improvisación, el musicólogo francés Jean Düring ha observado: “En la mayoría de las culturas orientales, esta competencia es más estimada que la del compositor, porque incluye una relación directa con el público e implica cualidades de intérprete que no son necesarias para un compositor”.11 De manera que no solamente se distingue entre composición e improvisación en la mayoría de las culturas orientales, sino que se estima más la improvisación.

      En Occidente, por desgracia, defender la igualdad de la improvisación y la composición en cuanto a su valor como práctica de creación musical nos parece todavía necesario; pero nunca se conseguirá una igualdad de trato argumentando que las dos son lo mismo. Querer ver la improvisación desde el prisma de la composición es juzgarla con criterios erróneos, y viceversa. A nuestro entender, la única forma de verlas como idénticas es diluyendo completamente el significado de las palabras, volviendo a la inexactitud léxica que criticamos al principio del presente capítulo. Así, observaciones como “la verdadera actividad de la composición estaría realizada por el improvisador” o “el improvisador compone en el instante”12 no hacen más que esconder los valores reales de la improvisación mediante un uso tan poco preciso de la palabra “componer” que acaba por esconder también los valores de la composición.13

      EL IMPROVISADOR, ¿COMPOSITOR E INTÉRPRETE A LA VEZ?

      Cuando apareció el coche con motor de combustión interna en Inglaterra, se le dio el nombre horseless carriage, o sea, carruaje sin caballo. Se trata de la consabida tendencia a identificar las cosas que no conocemos con términos que nos son familiares. En este sentido, y a estas alturas del texto, debe resultar obvio que, si la improvisación no es composición, entonces el improvisador tampoco es compositor.14 Tengamos en cuenta que el largo camino entre la primera idea del compositor y el estreno ante el público de la obra acabada puede dividirse, grosso modo, en dos procesos. Primero, la elaboración de un producto musical, normalmente a través de una partitura que refleja las ideas e intenciones del compositor; y segundo, su puesta en escena sonora por un intérprete y/o ejecutante, a menudo mucho más tarde. Quizá por eso, ante la capacidad de crear música en el momento y delante del público, la figura del improvisador sólo se explica para algunos como una combinación de compositor e intérprete (error que yo mismo cometí en algunos

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