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por las leyes de la probabilidad. Esta profunda reconsideración del papel de la intención del creador es patente en Cage, pero se da también en otros creadores de su época, aun cuando no se les asocie en absoluto con la escuela experimental estadounidense. La imagen de Cage consultando el I Ching para generar su material sonoro y determinar sus matices puede parecernos muy distante, por ejemplo, de las complejas y controladísimas operaciones matemáticas de Iannis Xenakis; pero, como observó Denis Levaillant,5 en la medida en que los procedimientos estocásticos de este último emplean sistemas de cálculo de probabilidades como la distribución de Poisson, la curva de Gauss o la teoría de Bernoulli, no se alejan mucho de la aplicación directa que hace Cage de esas mismas probabilidades mediante procedimientos aleatorios.

      La segunda consideración es la que encuentra (o asigna) el sentido de una obra de arte mediante la lectura de las intenciones de su creador. En la escultura, esta lectura tradicional, y en buena parte obsoleta, de la obra de arte es fácil de captar en el concepto clásico del triunfo sobre la materia; por ejemplo, en la capacidad del escultor de convertir algo tan duro y frío como el mármol en un sucedáneo convincente de la carne humana. En la libre improvisación, asignar sentido al discurso musical puede resultar mucho más fácil cuando se incorpora la experiencia visual. Como observamos con anterioridad, es frecuente que los oyentes poco familiarizados con esta música consigan disfrutar de un concierto en vivo cuando encontrarían completamente incomprensible un disco del mismo concierto. Haría falta un libro entero para analizar en profundidad la experiencia global de un concierto, pero creo poder aseverar que parte de la experiencia visual de una improvisación en vivo, y algo por tanto ausente en la escucha de un disco, es la posibilidad de leer el lenguaje corporal y gestual de los músicos, lo cual permite al oyente reconstruir con sus neuronas espejo una idea plausible de las intenciones de cada músico, y rastrear la interacción entre ellos.

      Esto nos lleva, por fin, a la idea de la dinámica de intenciones en la libre improvisación, la cual intentaré ilustrar con una anécdota personal. A mediados de la década de 1990, en plena eclosión del reduccionismo, viajé a Berlín para ver la colección Franks de obras de Joseph Beuys en el Hamburger Bahnhof y para dar algunos conciertos. Tocando con Michael Renkel, Burkhard Beins, Annette Krebs y otros en Raumshiff Zitrone, un pequeño teatro situado en el número 77 de la Kastanienallee, me ocurrió algo que me dio que pensar durante mucho tiempo. En un momento en que yo estaba haciendo un largo silencio, los demás comenzaron a tejer una textura muy ligera, con suavísimas notas cortas y agudas, casi como un firmamento estrellado. Decidí entrar por debajo con una nota grave y extremadamente suave de clarinete bajo, creando un último plano que serviría como fondo o apoyo a lo que hacían ellos y en un registro que no interfiriera en absoluto en lo que hacían. Nada más entrar yo con mi re bemol grave, optaron por callar todos los demás. Desapareció el firmamento estrellado que había pretendido acompañar y me encontré con que mi larga nota suave se había convertido en un primer plano y en un solo sin que yo lo hubiera pretendido. Es decir, entré yo con una clara intención, para descubrir que la intención de los demás había cambiado completamente el significado y el papel de mi acción. Mi nota ya no era un acompañamiento, puesto que ya no tocaba nadie más. No era un último plano, ya que era lo único que sonaba en ese momento. Por el contrario, era el comienzo de un solo que yo tendría que llevar a algún sitio si quería que siguiera adelante la música. Mi nota seguía allí, pero mis intenciones, mi intencionalidad, habían sido totalmente anuladas por la intencionalidad de los demás.

      Esto no resultaría más que una anécdota si no fuera porque, en una improvisación colectiva, esto, y todo lo contrario, es lo que pasa continuamente. Habría sido igualmente posible que ellos hubiesen seguido tocando y mis intenciones se hubiesen realizado de pleno. Así, desde la perspectiva de la interacción, una libre improvisación colectiva es la suma y resta continua de las intenciones de los participantes. Cada uno va reaccionando al rumbo que parece ir tomando la música, colocando sus sonidos o sus silencios en lo que imagina que será el contexto cuando entre con ellos. Pero lo que hacen todos los demás en el mismo instante creará un contexto que tanto puede confirmar como anular las expectativas y la intencionalidad de ese improvisador, y, en consecuencia, el significado de lo que toca. En esto consiste, pues, la dinámica de intenciones. Cabe decir que está presente en todas las músicas improvisadas, pero en ninguna otra tiene una fuerza y una presencia como en la libre improvisación, debido a la libertad con la que el libre improvisador actúa.

      Es aquí donde apreciamos uno de los errores de John Cage en su rechazo de la improvisación como excesivamente dependiente del gusto y la memoria del improvisador. En mi opinión, este rechazo se debe a la dependencia de Cage del modelo de creación individual que mencionamos al comienzo del capítulo II. Evidentemente, como veremos más adelante, un improvisador tocando en solitario será guiado en mayor o menor medida por sus gustos y su memoria. No en vano es él quien toca, y no otro. Pero si Cage hubiera captado la naturaleza esencialmente colectiva e interactiva de la improvisación, quizá habría entendido que esos mismos gustos se ven continuamente alterados, o incluso anulados, por la redefinición de lo que supone el gesto individual en el contexto de la colectividad, la dinámica de intenciones de la libre improvisación.

      Creo que en algún momento casi todos los improvisadores se han encontrado con un miembro del público que les pregunta qué tipo de organización previa, qué tipo de preacuerdo había entre los músicos para que el concierto saliera así. Y a veces cuesta hacerle entender que no ha habido preacuerdo, y que no hacía falta. Que semejante preacuerdo sólo crearía un conflicto cuando, como pasa inevitablemente, la música comienza a adquirir vida propia y los improvisadores se ven obligados a decidir en el acto si seguir con lo preacordado o seguir el rumbo que parece estar pidiendo la música. Esto ya es un conflicto en sí, pero cuando unos eligen seguir con lo preacordado y otros optan por seguir el rumbo orgánico de la improvisación, el conflicto se hace aún más grave.

      En realidad, lo que hace falta no es un acuerdo previo, sino la inteligencia, claridad de percepción y autodisciplina necesarias para poder asir, realmente, las implicaciones de la música en cada instante y actuar o reaccionar, seguir, proponer o incluso imponer el rumbo que vaya a tomar. Sin entrar en la inevitable polémica de si la música es o no un lenguaje, podemos observar que pasa lo mismo con una buena conversación. Si los interlocutores tienen la inteligencia, los conocimientos, la imaginación, el compromiso, la generosidad, la madurez y la confianza necesarios, puede ser fascinante. Si no, no lo será. Es más, y siguiendo con el símil, muchas improvisaciones padecen los mismos problemas que ciertas conversaciones: pasan de un tema a otro sin nunca entrar realmente en materia, se reducen a una serie de banalidades expresadas con frases hechas, están dominadas por el que más disfruta oyéndose a sí mismo, en vez de por el que tiene más que aportar, etcétera. En este sentido, constatamos, primero, que la libre improvisación no solamente es un acto de creación artística, sino también un acto social; y segundo, que los improvisadores tocan exactamente como son, que sus respectivas personalidades emergen con sorprendente nitidez a través de su participación en una improvisación libre colectiva. Es, también, uno de los aspectos más bellos de esta música.

SEGUNDA PARTE

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