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Era obvio que ella creía que su hermano mayor era el que estaba destinado a la grandeza. Freddie decidió entonces demostrar de alguna forma que ella estaba equivocada. Reanudó con ahínco su régimen de entrenamiento. Descubrió en él una pasión por la práctica y la disciplina. Le agradaba la sensación de mejorar, los trofeos que comenzaban a acumularse y, más que nada, el hecho de que ya fuera capaz de vencer a su hermano. Su amor por ese deporte se reavivó.

      Convertido así en el más promisorio de los hermanos, Roach fue llevado a Las Vegas por su padre para promover su carrera. Ahí, a los dieciocho años de edad, conoció al legendario mánager Eddie Futch, a quien tomó como entrenador. Todo lucía espléndidamente: Roach fue elevado al equipo de boxeo de Estados Unidos y empezó a subir. Sin embargo, pronto topó con otra pared. Aunque aprendía las maniobras más eficaces de Futch y las practicaba a la perfección, el combate efectivo era otra historia. En cuanto se le golpeaba en el cuadrilátero, él regresaba a su estilo de pelear por instinto; sus emociones le ganaban la partida. Sus peleas eran grescas de rounds innumerables y a menudo perdía.

      Años después Futch le dijo que había llegado la hora de retirarse. Pero el box había sido su vida hasta entonces; ¿retirarse y hacer qué? Continuó boxeando y perdiendo, hasta convencerse de que se debía marchar. Consiguió entonces un empleo de ventas por teléfono y se dio a la bebida. Ya odiaba el box; había dado mucho por él sin recibir nada a cambio de su esfuerzo. Pese a ello, un día regresó al gimnasio de Futch, para ver practicar con otro boxeador a su amigo Virgil Hill, con miras a una pelea por el título. Ambos eran pupilos de Futch, pero nadie ayudaba a Hill en su esquina, de modo que Roach le llevó agua y le dio consejos. Retornó al día siguiente para volver a ayudarlo y pronto se convirtió en asiduo al gimnasio. Como no recibía sueldo por esto, conservó su empleo, pero algo en él percibió la oportunidad y desesperaba por aprovecharla. Roach llegaba temprano y era el último en irse. Conociendo tan bien las técnicas de Futch, podía enseñarlas a todos. Sus responsabilidades aumentaron.

      En el fondo seguía sintiendo rencor por el boxeo y se preguntaba cuánto tiempo duraría esto. Aquella carrera era despiadada y rara vez los entrenadores duraban mucho. ¿Ésta sería una rutina más en la que él repetiría sin ton ni son los ejercicios que había aprendido de Futch? Una parte de él ansiaba volver al boxeo, que, después de todo, no era tan predecible.

      Un día Hill le mostró una técnica que había observado en púgiles cubanos: en vez de trabajar con un saco de arena, entrenaban principalmente con el mánager, quien usaba grandes guantes acojinados. En el ring, los boxeadores intercambiaban golpes leves con el entrenador y practicaban sus puñetazos. Roach hizo la prueba con Hill y sus ojos se iluminaron. Esto lo haría volver a los cuadriláteros, pero había algo más: pensaba que el box se había estancado, junto con sus métodos de entrenamiento. Creía que era posible adaptar la práctica con guantes a algo más que el mero ejercicio de puñetazos. Éste podía ser un medio para que un mánager ideara en el ring toda una estrategia, e hiciera una demostración en tiempo real ante su pupilo. Por tanto, dicho método podía revolucionar y revitalizar ese deporte. Roach comenzó a desarrollar este sistema con el grupo de púgiles a los que adoptó como pupilos, a quienes instruía en maniobras mucho más fluidas y estratégicas.

      Pronto dejó a Futch para trabajar por su cuenta. En poco tiempo se hizo fama de entrenador invencible y años después llegaría a ser el mánager más exitoso de su generación.

      ***

      Al lidiar con tu carrera y sus cambios inevitables, piensa de este modo: no estás atado a ningún puesto particular; no debes lealtad a una carrera ni compañía. Por el contrario, estás comprometido con tu tarea en la vida y su expresión plena. Tienes que encontrarla y guiarla correctamente. Y nadie está obligado a protegerte ni ayudarte. Estás solo. El cambio es inevitable, sobre todo en un momento tan revolucionario como el nuestro. Y en vista de que estás solo, de ti depende anticipar los cambios en tu profesión. Adapta tu tarea en la vida a las circunstancias. No te aferres a formas pasadas de hacer las cosas, porque esto garantizará tu rezago y pagarás las consecuencias. Sé flexible y busca adaptarte siempre.

      Si el cambio se te impone, como le ocurrió a Freddie Roach, resiste la tentación a reaccionar en exceso o compadecerte de ti mismo. Roach volvió instintivamente al ring porque entendió que lo que le apasionaba no era el box per se, sino los deportes competitivos y la estrategia. Pensando de este modo, pudo dar nueva dirección a sus inclinaciones dentro del boxeo. Como él, no abandones las habilidades y experiencia que ya has adquirido; busca una forma nueva de aplicarlas. Pon la mira en el futuro, no en el pasado. Estos reajustes creativos suelen llevarnos a un camino mejor; nos sacan de nuestra complacencia y nos fuerzan a reevaluar nuestro destino. Recuerda: tu tarea en la vida es un organismo vivo, palpitante. En el momento en que sigas rígidamente un plan fijado en tu juventud, te encerrarás en una posición y el tiempo pasará cruelmente a tu lado.

      5. Retoma tu camino: la estrategia de vida o muerte

      Desde muy chico, Buckminster Fuller (1895-1983) supo que experimentaba el mundo de manera diferente de los demás. Había nacido con miopía extrema. Todo a su alrededor era vago, así que sus demás sentidos se desarrollaron en compensación, particularmente el tacto y el olfato. Y aunque cuando tenía cinco años se le recetaron lentes, siguió percibiendo el mundo que lo rodeaba con algo más que sus ojos. Poseía una forma táctil de inteligencia.

      Fuller era un niño muy ingenioso. Una vez inventó un remo para impulsarse en los lagos de Maine, donde pasaba sus veranos repartiendo correspondencia. Basó su diseño en el movimiento de la medusa, que había observado y estudiado. Percibió la dinámica del movimiento de esa criatura con algo más que su vista: la sentía desplazarse. Al reproducir ese movimiento en su remo, el resultado fue espléndido. En aquellos veranos también soñó otros inventos interesantes, que terminarían siendo la obra de su vida, su destino.

      Ser diferente, sin embargo, tenía su lado doloroso. Los métodos educativos usuales impacientaban a Fuller. Aunque era muy talentoso y se le admitió en la Harvard University, no pudo adaptarse al estricto estilo de enseñanza de esta institución. No iba a clases, se entregó a la bebida y llevaba un estilo de vida más bien bohemio. Dos veces fue expulsado de Harvard, la segunda de ellas para siempre.

      Se dedicó entonces a pasar de un empleo a otro. Trabajó en una planta empacadora de carnes y después, durante la primera guerra mundial, consiguió un buen puesto en la marina. Tenía una sensibilidad increíble para las máquinas y para la concertada operación de sus partes. Pero era inquieto y no podía permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Terminada la guerra, tenía una esposa y un hijo que mantener e, impulsado por el deseo de hacerse cargo de ellos, decidió aceptar un puesto muy bien remunerado como gerente de ventas. Trabajaba mucho, cumplía decentemente sus labores, pero tres meses más tarde la compañía cerró sus puertas. El trabajo en general le parecía a Fuller muy poco satisfactorio, pero todo indicaba que puestos como los que había ocupado hasta entonces eran lo único que podía esperar de la vida.

      Meses después apareció por fin una oportunidad, como de la nada. Su suegro había inventado un sistema de producción de materiales para construir casas que redundaba en residencias más duraderas y aisladas a menor costo, pese a lo cual no hallaba inversionistas ni personas dispuestas a ayudarlo a fundar una empresa. Fuller juzgó brillante la idea. Siempre le habían interesado la vivienda y la arquitectura, así que se hizo cargo de la implementación de esa nueva tecnología. Invirtió sus mejores esfuerzos en el proyecto y hasta hizo mejoras a los materiales. Su suegro lo apoyó y juntos formaron el Stockade Building System. Dinero aportado por inversionistas, principalmente miembros de la familia, les permitió abrir fábricas. Sin embargo, la compañía se vio pronto en dificultades; su tecnología era demasiado novedosa y radical, y Fuller excesivamente íntegro para poner en riesgo su deseo de revolucionar la industria de la construcción. Cinco años después la empresa fue vendida y Fuller despedido como presidente.

      La situación parecía entonces más sombría que nunca. Su familia se había dado la gran vida en Chicago, viviendo parcialmente del salario

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