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podría saber nunca tanto sobre conchas como él. Pronto se sintió atraído por las variedades de conchas más extrañas, como la xenófora, organismo que recolecta desechos de conchas y los usa como camuflaje. En cierto sentido, él mismo era como la xenófora: una anomalía. En la naturaleza, las anomalías suelen tener un importante propósito evolutivo: pueden conducir a la ocupación de nuevos nichos ecológicos, ofreciendo así mayores posibilidades de sobrevivencia. ¿Ramachandran podría decir lo mismo de su propia rareza?

      Al paso de los años, transfirió ese interés infantil a otros temas: anormalidades anatómicas humanas, fenómenos químicos peculiares, etcétera. Su padre, temiendo que terminara en un campo de investigación esotérico, lo convenció de inscribirse en la escuela de medicina. Ahí estaría expuesto a todas las facetas de la ciencia y saldría con una habilidad práctica. Ramachandran accedió.

      Aunque los estudios en la escuela de medicina le interesaban, en poco tiempo se sintió incómodo, a disgusto con la rutina de aprendizaje. Quería experimentar y descubrir, no memorizar. Se puso a leer entonces todo tipo de revistas y libros científicos, ausentes en la lista de lecturas de su escuela. Uno de esos libros fue Eye and Brain (La vista y el cerebro), del neurocientífico visual Richard Gregory. Lo que intrigó particularmente a Ramachandran fueron los experimentos sobre ilusiones ópticas y puntos ciegos, anomalías del sistema visual que podían explicar algo sobre el funcionamiento del cerebro.

      Estimulado por esa obra, hizo sus propios experimentos, cuyos resultados logró publicar en una revista prestigiada, lo que derivó a su vez en una invitación a estudiar neurociencias visuales en la escuela de posgrado de Cambridge University. Emocionado por esta oportunidad de dedicarse a algo más acorde con sus intereses, Ramachandran aceptó la invitación. Luego de unos meses en Cambridge, sin embargo, se dio cuenta de que no encajaba en ese medio. En sus sueños de juventud la ciencia había sido un gran aventura romántica, una búsqueda casi religiosa de la verdad. Pero en Cambridge, parecía más bien un trabajo para profesores y alumnos; uno debía cumplir con su horario, aportar una pequeña pieza a un análisis estadístico y eso era todo.

      No obstante, Ramachandran persistió, descubriendo intereses propios en la institución, y obtuvo su título. Años después se le contrató como profesor adjunto de psicología visual en la University of California en San Diego. Pero como tantas veces en el pasado, luego de unos años su mente empezó a derivar hacia otro tema, en esta ocasión al estudio del cerebro mismo. Se interesó en el fenómeno del dolor fantasma, la intensa molestia que personas a quienes se les ha amputado un brazo o una pierna siguen sintiendo en el miembro perdido. Los experimentos que hizo con personas aquejadas por ese dolor produjeron fantásticos descubrimientos sobre el cerebro, así como una nueva manera de aliviar ese mal.

      La inquietante sensación de no hallar cabida en ningún lado desapareció de repente. El estudio de trastornos neurológicos anómalos sería el tema al que Ramachandran dedicaría el resto de su vida. Este tema planteaba preguntas que le fascinaban sobre la evolución de la conciencia, el origen del lenguaje, etcétera. Era como si se cerrara el círculo de los días en que coleccionaba las más extrañas conchas. Aquél era un nicho para él solo, que podía dominar en los años por venir, el cual respondía a sus inclinaciones más profundas y que serviría en términos ideales a la causa del progreso científico.

      B. Para Yoky Matsuoka la infancia fue un periodo de confusión y vaguedad. Niña en Japón en la década de 1970, todo parecía estar predeterminado para ella. El sistema escolar la encauzaría a un campo apropiado para mujeres, y las posibilidades eran más bien limitadas. Sus padres, convencidos de la importancia de los deportes para su desarrollo, la impulsaron desde muy temprana edad a la natación. Y también le hicieron tomar clases de piano. Para otras niñas japonesas, llevar una vida dirigida por otros podría haber sido reconfortante, pero para Yoky era angustioso. Le interesaban toda suerte de temas, en particular las matemáticas y las ciencias. Los deportes le agradaban, pero no la natación. No sabía qué quería ser, ni cómo encajar en un mundo tan estrictamente ordenado.

      A los once años, se impuso por fin. Ya estaba harta de la natación y quería dedicarse al tenis. Sus padres consintieron sus deseos. Siendo muy competitiva, tenía grandes sueños como tenista, pero se iniciaba en ese deporte a una edad avanzada. Para recuperar el tiempo perdido, tuvo que someterse a un horario de prácticas sumamente riguroso. Viajaba fuera de Tokio a entrenar y hacía su tarea en el viaje nocturno de regreso. Muchas veces de pie en un vagón atestado, abría sus libros de matemáticas y física y resolvía las ecuaciones. Le encantaba acometer problemas difíciles y al hacer esta parte de su tarea se abstraía a tal grado que apenas si percibía el paso del tiempo. En forma curiosa, esta sensación era similar a la que experimentaba en la cancha de tenis: una concentración profunda en la que nada podía distraerla.

      En sus pocos momentos libres en el tren, Yoky pensaba en su futuro. Las ciencias y el deporte eran sus dos grandes intereses en la vida. En ellos podía expresar todas las aristas de su carácter: su gusto por competir, la operación con sus manos, la realización de movimientos gráciles y el análisis y la resolución de problemas. En Japón había que elegir por lo general una carrera muy especializada. Cualquiera que fuera su decisión, ella tendría que sacrificar sus demás intereses, lo que la deprimía en extremo. Un día fantaseó que inventaría un robot que jugara tenis con ella. Inventar ese robot y jugar con él satisfaría las diversas facetas de su carácter, pero sólo era un sueño.

      Aunque logró convertirse en una de las tenistas más prometedoras de su país, pronto comprendió que ése no era su futuro. Nadie la derrotaba en los entrenamientos, pero al competir solía paralizarse, por pensar demasiado en la situación, y perdía ante jugadoras inferiores. También sufrió algunas lesiones graves. Así, tendría que concentrarse en sus estudios, no en el deporte. Tras asistir a una academia de tenis en Florida, convenció a sus padres de que le permitieran permanecer en Estados Unidos y solicitar su ingreso a la University of California en Berkeley.

      Una vez en Berkeley, sin embargo, no sabía por cuál carrera decidirse; nada parecía adecuarse a sus muy variados intereses. A falta de algo mejor, optó por ingeniería eléctrica. Un día confió a un profesor su sueño de juventud de hacer un robot que jugara tenis con ella. Para su sorpresa, él no se rio, sino que, al contrario, la invitó a unirse a su laboratorio de robótica para estudiantes de posgrado. La labor de Matsuoka ahí resultó tan promisoria que más tarde se le admitió en la escuela de posgrado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), donde se incorporó al laboratorio de inteligencia artificial del pionero de la robótica Rodney Brooks. En él se desarrollaba entonces un robot con inteligencia artificial, y Matsuoka se ofreció a diseñar las manos y los brazos.

      Desde que era niña, ella había ponderado sus manos al jugar tenis, tocar el piano o resolver ecuaciones. La mano humana era un milagro de diseño. Aunque esta actividad no era precisamente un deporte, Matsuoka trabajaría con sus manos para elaborar una mano. Habiendo hallado al fin algo que satisfacía su amplia gama de intereses, trabajó noche y día en la generación de un nuevo tipo de extremidades robóticas, que poseyera en la mayor medida posible la delicada fuerza de agarre de la mano humana. Su diseño deslumbró a Brooks; representaba varios años de adelanto en comparación con cualquier pieza similar desarrollada hasta entonces.

      Al detectar una carencia grave en sus conocimientos, Matsuoka decidió obtener un título adicional en neurociencias. Si era capaz de comprender mejor la relación entre la mano y el cerebro, podría diseñar una prótesis que sintiera y reaccionara como una mano humana. La continuación de este proceso, y la adición a su currículum de nuevos campos científicos, culminó con la creación de un campo totalmente nuevo, que ella misma bautizó como neuro-robótica, el diseño de robots con versiones simuladas de neurología humana, para acercarlos aún más a la vida. La forja de este campo le representaría enorme éxito en las ciencias y la colocaría en la posición de poder suprema: la posibilidad de combinar libremente todos sus intereses.

      ***

      El mundo profesional es como un sistema ecológico: la gente ocupa campos particulares en los que debe competir por recursos y sobrevivencia. Cuantas más personas se apiñen en un espacio, más dificil será prosperar en él. Trabajar

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