Скачать книгу

No le dotó Dios de aquel sublime calor que enrojece el pensamiento del Sr. Moreno Nieto, merced al cual se consigue inspirar y apasionar al auditorio; pero concedióle el don señalado de dominar absoluta é incondicionalmente la palabra. Ésta responde siempre con escrupulosa exactitud á los más ligeros choques del pensamiento, y camina con gran desembarazo por sus pliegues más profundos. La inteligencia es viva, y ejercita las transiciones repentinas con una facilidad que maravilla. Parece que el orador jamás se encuentra dominado por un pensamiento único que le dirija y avasalle, sino que todos los evocados por su mente se le presentan con la misma pureza en las líneas y la misma intensidad en los colores. Esto me hace presumir que el Sr. Revilla mantendría con la misma soltura el pro y el contra en todas las cuestiones.

      Maneja la ironía con buen éxito, y á esta arma debe muchos de sus triunfos. Tiene gran perspicacia y ve la situación de un solo golpe, hiriendo con firmeza á su adversario en los sitios vulnerables, pero haciendo resbalar con sutileza el cuerpo cuando se siente cogido entre sus brazos.

      Recuerdo que en una ocasión cierto ministro, al entrar en la Cámara, respondió satisfactoriamente á una compleja interpelación que no había oído, ganando por esto y otras cosas semejantes fama de diestro.

      Pues bien: el Sr. Revilla, tratándose de ciencia (que es algo más frágil y delicado que la política), sabe discutir con brillantez las cuestiones que no ha estudiado ni pensado previamente. Es tan formidable improvisador de teorías como el P. Sánchez de citas. Solicitado el pensamiento á la continua por una fantasía inquieta y afilada, trabaja con brío durante la peroración, y cuando llega el momento de reposo, presumo que muy quedo le dirá: «También por esta vez te he sacado del aprieto».

      No es en la entonación ardiente, como el Sr. Moreno Nieto, sino grave é insinuante. La dicción es correcta, y repito que la maneja por entero á su talante. El ademán noble y circunspecto, aunque deja traslucir un poco al pedagogo.

      

      

ENTADO en un rincón de la estancia, y medio oculto entre un diván y una silla, gozando de la última ráfaga de la luz que se iba, y entregado á la dulce voluptuosidad de no pensar en nada, he visto una vez penetrar con sonora planta en la galería de retratos del Ateneo á uno de los patricios y notables que en ella figuran. Le he visto dirigirse, sin vacilar, hacia su efigie, y permanecer ante ella en atenta contemplación, un tiempo que no me fué posible medir. Y, sin quererlo, algunos pensamientos pérfidos y traviesos, y vestidos de encarnado, cual pequeños Mefistófeles, acudieron á mi desocupado cerebro, y entornaron mi vista hacia aquella muda, pero elocuente escena. El patricio contemplaba el retrato. El retrato contemplaba al patricio. Y yo, silencioso, muy silencioso, los contemplaba á ambos. Parecíame asistir á extraña y misteriosa ceremonia de una religión perdida. El patricio rendía con la mirada un tierno y fervoroso culto al retrato; lanzábale con los ojos todo el incienso de su alma, y hasta se me figuró que sus rodillas se doblaban, buscando con ansia el duro pavimento.

      El retrato, con impasible y frío continente, dejábase adorar sin dar muestras de que aquel incienso se le subiera á la cabeza; antes bien, parecía un poco molestado. Yo guardaba silencio, mucho silencio, pero de mis ojos debía partir un río de ironía, un Mississipí de sarcasmos, porque el patricio separó, con trabajo, su vista del retrato, la volvió hacia mí, y ¡oh, pudor santo y adorable! cual tímida doncella, que imprudente cazador sorprende en el baño, las tintas de un rojo carmín tiñeron sus mejillas. Giró sobre los talones, y salió con breve, pero cortado paso de la sala. Y yo quedé á merced de mis pérfidos y traviesos pensamientos.

      ¡Ay! pensé; ¡anch’io son pictore! ¡También yo he dibujado con mano torpe el perfil de muchos de esos señores! ¡Mas á mi pobre galería no vendrán coronados de pámpanos á celebrar festejos en su propio honor, como el ilustre patricio que acababa de salir, porque se respira en ella un ambiente de franqueza y desenfado que los asfixiaría!

      Y sin embargo, y á pesar de cuantas quejas voy recibiendo, estoy bien convencido de que no he lastimado á nadie. Yo no puedo lastimar á aquellos á quienes admiro. Tan sólo me he permitido sonreir alguna vez con el borde de los labios, y volviendo la cara, á fin de que el público no se diera por enterado. Mas si estas mis sonrisas pudieran molestarles, protesto una y mil veces de su inmaculada inocencia. ¡Son cándidas y puras, sí, como la oración de un niño ó un exordio de Perier!

      ¿Quién es D. Gabriel Rodríguez? Vamos á verlo.

      Acababa yo de llegar á Madrid de mi insigne cuanto remoto villorrio, y no hay para qué decir que traía almacenado en el pecho un buen cargamento de admiración, del cual he derrochado ya bastante, hasta el punto de que á la hora presente sólo me queda un poco, que procuro gastar con la mayor prudencia. Pues bien, hallábame cierta noche de sesión en la cátedra del Ateneo, cuando acertó á entrar por ella una persona de fisonomía noble y expresiva, que llamó desde luego mi atención. Y ya me disponía á preguntar su nombre al vecino, cuando sobre un leve rumor que se produjo en torno mío creí percibir el nombre de Rodríguez. Y no sólo percibí el nombre, sino también algunas frases dialogadas que me impresionaron vivamente:

      «Ahí está Rodríguez.—¿Rodríguez?—Sí; Rodríguez, el que no ha querido ser ministro.—Eso no puede ser, amigo.» Y un eco que se produjo en las sillas, repitió varias veces: «No puede ser, no puede ser, no puede ser.—Esas cosas es necesario verlas para creerlas.» El eco volvió á decir: «para creerlas, para creerlas, para creerlas». ¿Pero ustedes entienden, señores, que el hombre que no acepta una cartera debe ser mostrado al público á peseta la entrada como un objeto curioso? Aquí se me figura que el interlocutor era yo. Toqué la fibra sensible, y entonces todo se volvió patas arriba. «Nada me parece más natural, dijo uno.—Si para aceptar hoy una cartera se necesita un valor...—Métase usted entre esa balumba de expedientes.—Y luego el descrédito... y la agitación...» En fin, todos convinimos en que no había en el mundo papel más ridículo y desairado que el de un ministro.

      Desde aquella noche concebí el propósito de trazar el perfil del Sr. Rodríguez. Es un hombre tan franco, tan sencillo, tan amable, que no dudo se alegrarán mis lectores de haberle conocido, y hasta llegarán á ofrecerle cordialmente su casa.

      Rodríguez ha llegado á ser en nuestra sociedad un personaje aristocrático, pero en el sentido etimológico de la palabra, esto es, uno de los mejores. Es un digno representante de esa aristocracia democrática, si fuera lícito expresarme así, que tiene por únicos blasones, en campo azul—es mi color predilecto, como ya tuve el honor de advertir,—virtud y talento. En la vida pública ha sido un caballero sin tacha y sin miedo, una especie de Bayardo político, siempre dispuesto á romper lanzas con toda suerte de iniquidades. Por eso ha merecido que debajo de su efigie, repartida á todos los vientos por la fotografía, se lean sus famosas palabras sobre la esclavitud, las más bellas que nunca se hayan pronunciado en lengua castellana. En la vida privada... Pero yo no tengo derecho á entrar en la vida privada, siquiera sea para dejar afirmado que nuestro orador pasa con justicia por un modelo de integridad, de modestia y de laboriosidad. En la vida científica hay de todo y de todo voy á decir, contando con un perdón que humildemente demando, y que noble y generosamente me otorga el Sr. Rodríguez.

      La inmovilidad es, á mi entender, la cualidad más hermosa de un carácter. Después de las pirámides de Egipto, lo que más admiro en este mundo son esos hombres que, encastillados en sus principios morales, mantienen el alma intacta en medio de las borrascas de la vida. Nadie puede dudar de mi amor á la solidez. Y, sin embargo, repugno bastante los sabios sólidos. La inmovilidad, que tanto me place en los principios morales, me parece cosa extraña y hasta ridícula tratándose de escuelas científicas. Flotar á merced de todos los sistemas y señalar exactamente como alta veleta los vientos

Скачать книгу