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gusto en que hoy te dejases ver por aquí. Adiós, Gálvez.

      —Pues no faltaba más. Aquí me tienes. Y le daré un aplausillo á tu gente, para que no se te desanime. ¿Eh? Ya nos entendemos.

      Estrella sonreía: Gormaz le miró de un modo singular, y aquella ojeada que se cruzó entre los dos actores acostumbrados á declarar con la expresión tantas cosas, para Estrella fué equivalente á un discurso. Sin embargo, adivinó á medias.

      —¿Qué?—pronunció.—¿Que hay algo bueno que ver, eh? ¿Una chica guapa? ¡Ay Manolo de mi vida! Si yo ya no sirvo de nada, hijo. Estoy para que me saquen en un cesto al sol.

      Protestó Gormaz, no sin melancolía.

      —¡Pues si tú dices eso! ¡Tú, que con doce añitos más que yo, te atreves con La Aldea de San Lorenzo y el repertorio de Cano y Echegaray! ¡Tú! ¡Pues si tú... eres un roble!

      —Psh... Los pulmones y la garganta no andan aún del todo mal; pero, hijo mío, el resto... ¿Con que una chica guapa? Pues haz cuenta que yo... como si tal cosa.

      —No le crea Vd., intervino Gálvez, que hasta entonces se había contentado con reir maliciosamente. Diga usted que no. Es muy taimado y nos engaña. Más travesuras es él capaz de hacer, que Vd. y yo juntos.

      —Hombre, fíate en mí. Díle á esa damisela que llame á otra puerta... ó que se entienda con Gálvez.

      —Yo no te revelo nada por ahora... Ya volveré en el entreacto, que van á subir la cortina.

      Á pesar de todas sus protestas, por aquello de que los ojos nunca envejecen, apenas subió el minúsculo telón, Estrella sacó del bolsillo trasero de la levita sus gemelos, cuyos cristales limpió primorosamente, asestándolos después á la escena. La mujer que entonces se hallaba en ella, Rosalía Cañales, no le pareció tan bien como esperaba, ni siquiera la mitad; y con un fruncimiento expresivo de cejas, casi anudadas sobre su enérgica nariz, bajó los gemelos, limitándose á asistir á la función resignadamente, como persona fina convidada á un espectáculo que nada le importa. Familiarizado con torpezas y gazapos de principiantes, durante su larga carrera de actor y director de compañía, no alteraban su plácido reposo ni las salidas y entradas á destiempo, ni el modo de recitar, monótono como salmodia de breviario ó desmenuzado como picadillo, ni el acento duro, ni los brazos cosidos al cuerpo, ni las caras paradas, como hechas de cartón. Gálvez le pisó disimuladamente el pié, dos ó tres veces, por supuesto, con blandura. No dió señales de vida. Tal era su actitud cuando salió Concha.

      Al verla, Estrella dijo con indiferencia indulgente:—Es bonita, hombre; cierto que sí.—Pero apenas hubo pronunciado algunos versos, cuando volvió á limpiar con rapidez los gemelos y á pegarlos á los párpados, enderezándose en la silla para mejor atender. De la atención pasó en breve al interés subido: sacó el cuerpo fuera, y en los palcos proscénicos empezaron á mirarle con sorpresa, mientras en las butacas se levantaban dos ó tres cabezas, que pronto, por comunicación eléctrica, hicieron erguirse otras muchas. Poco á poco todo el teatro se fijó en los movimientos de Estrella, y la gente aburrida, que no acertaba á entretener aquellos actos interminables, se dedicó á observar, pacientemente, como se observa en provincia,—donde la telaraña de la curiosidad se teje y se desteje cada día con las mismas mallas menudas—la cara del eminente actor. No cabía duda: lo que le llamaba la atención en la escena era la chica encargada del papel principal: bien: Y por qué? Por lo guapa? Estrella había sido un gran conquistador en otro tiempo: puede que aún le durase el humor... Tan viejo? ¡Quién sabe! Sin embargo, los gestos aprobadores de Estrella desmentían la presunción de un flechazo súbito. Más bien parecía—cosa inverosímil—que le agradaba el modo de representar de la chica. ¡Bah! Imposible. ¡Gustarle á un actor de tanto mérito una aficionadilla de tres al cuarto! Y con todo... La verdad es que la muchacha poseía una voz tan fresca, tan clara, de un timbre tan grato... El caso es que lo hacía mejor que las otras: á ella se le oía y entendía todo... Y no decía mal, no señor... Así, favorablemente prevenido, pudo ya el público interpretar con exactitud el pensamiento de Estrella; y todas las dudas se disiparon cuando, al decir Consuelo aquella frase fatal que trastorna la cabeza á Fernando, aquel femenil y pérfido no seas ingrato, el actor, ahogando un bravo! entre dientes, aplaudió con brío. La concurrencia vaciló un segundo, y por fin, subyugada y convencida, hizo coro al aplauso, y sordos rumores de aprobación corrieron por las butacas. Se daban unos á otros la noticia:

      —¿Ha visto Vd.?

      —Promete mucho esa niña, vaya!

      —Cuando Estrella se entusiasma... eh? ¿Si habrá conocido actrices Estrella?

      —Yo ya lo decía en el primer acto, esa chica vale... No sé cómo no se hicieron Vds. cargo desde el principio...

      —Hombre, no nos jeringue Vd.! Vd. no dijo palabra; váyase Vd. al canario.

      —Ta, ta, ta, yo no lo dije, porque me hubiesen ustedes comido; aquí todos Vds. son partidarios de la Julia Marqué y de la otra...

      —Bah, bah! Lo cierto es que no nos habíamos fijado, ni Vd. ni nadie... ¿Y quién es ella? ¿Una modista?

      —Sí; mis primas la conocen... Una modistilla, dicen que de buena conducta.

      —Eso ya... averígüelo Vargas.

      Ramón subió entre bastidores enojado y sombrío. Todo el teatro haciendo conversación de su novia! Aquella inesperada ovación le daba á él qué pensar. Que en Concha pudiese haber facultades artísticas suficientes para explicar el fenómeno, no se le ocurrió un instante: creyó sencillamente que Concha era bonita y los espectadores unos truhanes de marca. Encapotado y ceñudo llegó á donde estaba Concha recibiendo la felicitación calurosísima de Gormaz: el rostro de éste, sofocado por la asmática tos y dilatado por el placer, parecía un queso de bola de los más teñidos. Al ver á Ramón, aprovechó la coyuntura para escaparse al palco de Estrella, á quien halló en el corredor fumando y charlando animadamente con Gálvez.

      —¿Qué me dices, Juanillo?

      —¿Chico, de dónde ha salido eso?

      —De un taller de modista. Y habrás notado que está enteramente por hacer. Diamante en bruto.

      —Ssss! Ya se sabe: pero la madera...

      —Soberbia. De patente. Hoy es el primer día que trabaja en tres actos. Nunca ha pasado de piececillas.

      —Y dí, hombre: ¿hace tiempo que la enseñas?

      —Medio año ó poco más; pero... Ejeem!

      Aquí Gormaz entornó los ojos.

      —Pero puede decirse que no la he enseñado nada... En el ensayo de hoy me he tomado algún trabajo, porque venías tú... Nada más, hijo...

      —¿Pues cómo es eso?

      —Te diré... Es que...—y bajó la voz, mientras jugaba con la cadenilla de oro de Estrella.—Es que aquí... mi posición... ya ves tú... tiene sus compromisillos, eh? Aquí todas aspiran á oirse llamar artistas, y á leerlo en los periódicos... Si distinguiese á esa y me parase más en darle lecciones... se me pondrían las demás como avispas... Una diablura... Que no se puede. Las otras tienen más amigos en la sociedad y en la Junta directiva: hay una que es cuñada del secretario; otra que es hija del contador... Ya hoy las tengo hechas un vinagre conmigo, por lo poco que me dediqué ayer á sacar partido de esa... Para darle el papel principal he tenido que urdir mil enredos, diciendo que el de Consuelo es insignificante, y que los verdaderos papeles trágico y cómico de la obra, son el de la madre y la criada... En fin, ya ves que si he de sostenerme en mi puesto, me conviene alguna prudencia...

      —Ya estoy... Pero á mí en tu caso, me sería difícil... ¡Ay chico! En los tiempos que corremos, cuando se ve algo que promete valer alguna cosa... Porque la verdad es que no hay ni esto... Qué decadencia!

      —Permita Vd., señor de Estrella... con todo el respeto que Vd. me merece...—articuló Gálvez, metiendo su cucharada.

      —No

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