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cuidado cómo te arreglas... El cuerpo altito... no quiero que nadie se divierta á cuenta mía.

      —¡Jesús!—exclamó la modista.

      Y diez pasos antes de llegar al portal, soltó el brazo de Ramón y echó á andar rápidamente, murmurando:

      —Hasta luégo.

      Penetró en el edificio. El recinto del teatro se hallaba todavía á oscuras, y en los pasillos, el conserje barría con afán las puntas de cigarro y los fragmentos de papel. En el escenario ardía un quinqué puesto sobre una consola, y dos ó tres candilejas, prevenidas para alumbrar el ensayo. Concha se adelantaba medio á tientas por el final del corredor, cuando un hombre le salió al encuentro, muy apresurado y afectuoso, y le dijo cogiéndole ambas manos y estrujándoselas en expresivo apretón:

      —Hola, Conchita, hola... Bien venida, hija mía... ¿Qué tal? ¿Se ha repasado? ¿Hemos olvidado el papel? Por aquí, no tropiece Vd... Eso es... Ya estamos.

      —El papel me parece que lo he de saber, señor de Gormaz—afirmó Concha, quitándose el mantón y el manto al entrar en el escenario. Hola, chicas—añadió saludando á dos mujeres que, sentadas en un sofá, repasaban en voz baja, con un rollo de papeles en la mano.

      —Abur—le contestaron no muy cordialmente las interpeladas.

      Gormaz, previa una fricción que hizo chascar sus palmas, se dirigió á las repantigadas actrices:

      —Repasen, eso es, un poquito, mientras no vienen los caballeros... Siempre son los últimos.

      Y llamando aparte á Concha, arrimándola á un bastidor donde no alcanzaba la luz de las candilejas, cuchicheó con misterio:

      —¡Hoy hay que esmerarse, Conchita! ¡que esmerarse mucho! ¿No sabe Vd. lo que pasa?

      —¿Que va á venir mucha gente?

      —La gente... ¡bah! No; es que en cuanto ha sabido Juanito Estrella que dirijo yo esta función, como hoy no la tienen en el teatro, á pesar de que también ensayan, me ha escrito que vendría y... ¡ya ve Vd.! ¡Va usted á representar delante de un gran actor, una gloria nacional! ¡émulo de Romea y de Latorre!

      Concha sintió un poco de recelo al oirlo, y al mismo tiempo, sin darse cuenta del por qué, la noticia le fué grata. Conocía de vista á Estrella, al director de la compañía que actuaba en el Teatro Grande; había oído mil veces hablar de su fama: lo cierto es que tenía un modo de representar que á ella, sin entender gran cosa, le parecía prodigioso: ¡qué bien sabía hacer que lloraba! ¡qué divinamente se fingía moribundo y muerto! ¡qué expresión en aquella cara! Representar delante de él... ¡Qué vergüenza!

      Esto último fué lo que manifestó en alta voz. Gormaz la riñó, tosiendo como siempre que se acaloraba.

      —No se me vaya Vd. á cortar, hija... Por lo mismo que Estrella es inteligente, es indulgente: él también empezó así, de aficionado, en teatrillos y en liceos, cuando era estudiante, hasta que se aficionó y dejó la carrera para dedicarse á la profesión artística... ¡Ejeeem! Con que ya ve Vd... Ea, que ya llegan: á ver cómo salimos del ensayo.

      Arrastró casi á Concha al lado de la consola y del quinqué: en efecto, ya se agitaban allí dos ó tres sombras masculinas, charlando con las desdeñosas actrices Rosalía Cañales y Julia Marqué. Al ver á Concha, los hombres la saludaron galantemente, en especial el beneficiado, encargado del papel de Fernando, y que se creía comprometido por el texto del drama á mostrarse insinuante y tierno con ella. Todo el grupo rodeó apresuradamente á Gormaz, el cual extendiendo las manos á un lado y á otro trataba de restablecer el orden.

      —¿Don Manolo, empezamos?

      —¿Don Manolo, qué se hace?

      —¡Ensayar, señores... bruuum!... si Vds. quieren: y ya saben lo que les he advertido: en los ensayos no hay que derrochar voz. Piano, pianísimo.

      El apuntador comenzó á decir, sin entonación ni transiciones, el papel de cada uno, que los actores repetían paseándose con las manos en los bolsillos ó columpiándose en la silla. Las actrices, más cohibidas, no se atrevían, al recitar, á moverse del sofá, ni á descoser los brazos del cuerpo. Gormaz las tomó de la mano, suavemente.

      —Hijas, accionen Vds. un poco...

      —¿Lo mismo que después? ¿Como si ya fuese la representación?

      —No tanto, no tanto! Un poco: si la escena ha de ser de pié, no se dejen Vds. ahí quietas... Y Vds., caballeros, no alcen tanto la voz; si ahora no hay público que atienda! Eso... á ese diapasón. Ya verán Vds. cómo después hay que decirles que se esfuercen, porque no les oirá ni el cuello de la camisa... Ejeemm! Háganse cargo de que ahora no deben malgastar sus fuerzas: matizar, pero bajito... Eh... chss! caballero López, ¿á quién le cuenta Vd. eso? ¿á la puerta ó á esta señorita?

      Todo el mundo se rió. Gormaz en los ensayos se ponía nervioso, sudando, tosiendo de fatiga, pasándose á cada rato el pañuelo por la calva frente y por los turbios ojos. Quisiera él calentar aquellos cuerpos inertes, sutilizar aquellas mentes torpes, encender aquellas tardas y perezosas sangres con el fuego y la lumbre del entusiasmo artístico. Sólo que á la media hora de predicar, de espolear, de comunicar impulso, de serlo todo á un tiempo, galán, dama, barba y gracioso, de dar á éste el modelo de la expresión patética y al otro el de la indignación y al de acá el de la ironía y al de acullá el del desdén, su rostro se amorataba, el asma le subía en ronquidos y borborigmos á la laringe, se inyectaban sus pupilas, y, medio muerto, se dejaba caer en una butaca, diciendo: «Bruumm... Sigan Vds... sigan.» Cada cual seguía entonces yéndose por dónde le daba la gana.

      Frisaba Gormaz en los sesenta; era coetáneo de Romea, pero más joven, y pertenecía á aquella falange de actores, ya casi extinguida, que amaba el arte y se preciaba de entender de letras; que se asociaba á la gloria de Hartzembusch y Zorrilla por la interpretación entusiasta de sus dramas, y que tras de cantar todo el verano, como la cigarra, ha concluído como ella, muriéndose de hambre y frío, porque la vejez del actor español es penosa cuanto alegre su vagabunda mocedad. La última etapa de Gormaz, inservible ya para las tablas, fué organizar aquella sección en el Casino de Industriales. Todo el mundo le quería bien allí, por su afable carácter y su vida arreglada y modesta, pues Gormaz no tenía nada de bohemio y sus costumbres podían pasar al través del más delgado tamiz de censura.

      Lo que es la noche del ensayo de Consuelo, á Gormás debía sucederle algo raro. Estaba como vuelto al revés. Él, tan atento, tan deferente con todos los individuos de la sección, sin distinción de sexos ni categorías, apenas contestaba y sólo se dedicaba á ensayarle bien el papel á Concha. Las otras mujeres que tomaban parte en la representación no tardaron en notarlo, y en amostazarse. La encargada del papel de Antonia, Julia Marqué, catalana ingerta en gallega, hija de un almacenista, era una morena hombruna, con gruesa voz y no leve bozo, muy aplaudida por lo campanudo de su órgano, que daba tono profético y sentencioso á sus menores palabras; la que había de hacer la criada andaluza, Rosalía Cañales, era una estanquerilla redicha, delgada y chatuela, que giraba los ojos, apretaba la boca y manejaba mucho el abanico; teníanse ambas por dechados respectivamente del género trágico y cómico, y en los ensayos se apoderaban del director, crucificándole á preguntas y no dejándole respirar. Viendo que no les hacía caso, cuchichearon en voz baja y señalaron á Concha. ¡Qué tonta y qué presumida! Porque había atrapado el papel principal, estaba dándose una importancia! Mucho de salir hoy elegante y de cola, y mañana se casaría con un ebanista miserable, y calentaría las sopas en la trastienda sin más cola que la de pegar madera! Y ambas hacían un gesto desdeñoso, indicando que ellas no aceptarían seguramente por marido á hombre de tan poco fuste.

      —Aún sabe Dios si se casará—silabeó en voz baja la estanquera.

      —Pero mira don Manolo... No hace sino enseñarle, como si fuese á sacar de ahí una cosa que asombre á todo el mundo.

      En efecto, á Gormaz todo se le volvía: «Conchita, ese brazo.

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