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distraídamente las cajas, tachando artículos a medida que los localizaba, su mente divagó hacia el tema de su tesis en el DNR.

      De no haberse peleado, seguramente Jessie le hubiera acabado contando a Kyle no solo lo de sus prácticas en las instalaciones, sino lo de las terribles consecuencias a las que había tenido que enfrentarse debido a su tesis, entre ellas el interrogatorio. Y eso hubiera sido una violación de su acuerdo de confidencialidad.

      Obviamente, él conocía el tema a grandes rasgos, ya que había hablado del proyecto con él mientras lo investigaba. Pero el Panel le había obligado a guardar el secreto a posterioridad, incluso de su marido.

      Le había resultado extraño ocultarle una parte tan importante de su vida a su compañero. Pero le habían asegurado que era necesario. Y aparte de algunas preguntas generales sobre cómo había ido todo el asunto, él no le presionó mucho sobre ello. Unas cuantas respuestas vagas le dejaron satisfecho, lo cual había sido todo un alivio en su momento.

      Pero ayer, con el entusiasmo por lo que había estado haciendo—visitando un hospital mental para asesinos—en su máximo cociente, estaba dispuesta a ponerle por fin al día, a pesar de la prohibición y de sus consecuencias. Si su pelea tenía alguna consecuencia positiva, era que le había impedido contarle todo a Kyle y poner sus futuros en peligro.

      Pero, ¿qué clase de futuro es ese si no puedo contarle mis secretos a mi propio marido? ¿Y si a él parece no importarle que los tenga?

      Una ligera ola de melancolía le recorrió el cuerpo ante esa idea. Intentó echarla a un lado, pero no podía deshacerse de ella.

      Le sobresaltó el sonido del timbre. Mirando a su reloj de pulsera, se dio cuenta de que había estado sentada en el mismo lugar, perdida en su tristeza, con las manos sobre una caja de embalaje sin abrir, durante los últimos diez minutos.

      Se levantó y caminó hacia la puerta, tratando de sacudirse el pesar de su sistema a cada paso que daba. Cuando abrió la puerta, allí estaba Kimberly, la vecina de enfrente, con una sonrisa animada en la cara. Jessie intentó imitarla.

      “Hola, vecina,” dijo Kimberly con entusiasmo. “¿Cómo va el desembalaje?”

      “Lento,” admitió Jessie. “Pero gracias por preguntarlo. ¿Cómo estás?”

      “Estoy bien. Lo cierto es que tengo a unas cuantas mujeres del vecindario en mi casa en este instante para tomar un café de media mañana y me preguntaba si querrías unirte a nosotras.”

      “Claro,” respondió Jessie, contenta de tener alguna excusa para salir de la casa por un rato.

      Agarró sus llaves, cerró la puerta principal, y caminó junto a Kimberly. Cuando llegaron, cuatro cabezas se giraron en su dirección. No le sonaba ninguna de esas caras.

      Kimberly hizo las presentaciones y se llevó a Jessie a la zona de preparar cafés.

      “No esperan que te acuerdes de sus nombres,” le susurró mientras servía dos tazas. “Así que no te sientas presionada. Todas han estado donde tú estás ahora.”

      “Tengo tantas cosas dándome vueltas a la cabeza, que apenas puedo acordarme de mi propio nombre.”

      “Es perfectamente comprensible,” dijo Kimberly. “Pero debería advertirte, les mencioné todo eso de que eres una creadora de perfiles del FBI así que puede que te hagan algunas preguntas al respecto.”

      “Oh, pero no trabajo para el FBI. Ni siquiera tengo todavía mi diploma.”

      “Hazme caso—eso da igual. Todas creen que eres una Clarice Starling de carne y hueso. Mis límites en referencias de asesinos en serie llegan hasta tres.”

      Kimberly no había calculado bien.

      “¿Te sientas en la misma habitación que esos tipos?” preguntó una mujer llamada Caroline con un cabello tan largo que algunos mechones le llegaban hasta el trasero.

      “Depende de las normas de la instalación,” respondió Jessie. “Pero nunca he entrevistado a uno sin que haya presente un perfilador o investigador experimentado, llevando la voz cantante.”

      “¿Son todos los asesinos en serie tan listos como parecen en las películas?” le preguntó titubeante una mujer de aspecto tímido.

      “Todavía no he entrevistado a suficientes como para decirlo con certeza,” le dijo Jessie. “Pero en base a la bibliografía, además de mi experiencia personal, diría que no. La mayoría de estos hombres—y casi siempre se trata de hombres—no son más listos que tú y que yo. Algunos se salen con la suya durante mucho tiempo debido a investigaciones precarias. Algunos se las arreglan para evadir la captura porque escogen a víctimas de las que no preocupa nadie—prostitutas, los sin techo. Lleva un tiempo que la gente note que faltan esos personajes. Y algunas veces, simplemente tienen suerte. Cuando me gradúe, mi trabajo consistirá en hacer que su suerte cambie.”

      Las mujeres la machacaron a preguntas cortésmente, sin que pareciera importarles que no se hubiera graduado, mucho menos que nunca hubiera trabajo de perfiladora en ningún caso.

      “¿Así que todavía no has resuelto un caso?” preguntó una mujer particularmente inquisitiva llamada Joanne.

      “Todavía no. Técnicamente, solo soy una estudiante. Los profesionales manejan los casos de verdad. Hablando de profesionales, ¿a qué os dedicáis?” preguntó con la esperanza de redirigir la conversación.

      “Solía trabajar en marketing,” dijo Joanne. “Pero eso fue antes de que naciera Troy. Me tiene bastante ocupada en estos momentos. Es todo un trabajo de jornada completa él solito.”

      “Apuesto a que sí. ¿Está echándose la siesta ahora en alguna parte?” preguntó Jessie, mirando a su alrededor.

      “Seguramente,” dijo Joanne, mirando su reloj. “Pero se despertará enseguida para tomar su tentempié. Está en la guardería.”

      “Oh,” dijo Jessie, antes de plantear su siguiente pregunta lo más delicadamente posible. “Creía que la mayoría de los niños en las guarderías tenían madres trabajadoras.”

      “Sí,” dijo Joanne, sin parecer ofendida. “Pero lo hacen tan bien allí que no podía dejar de matricularle. No va todos los días, pero los miércoles son difíciles, así que le suelo llevar. Los días fastidiosos son duros, ¿verdad?”

      Antes de que le pudiera responder Jessie, se abrió la puerta del garaje e irrumpió en la habitación un tipo de treinta y tantos años con un sorprendente cabello pelirrojo desaliñado.

      “¡Morgan!” exclamó Kimberly llena de felicidad. “¿Qué haces en casa?”

      “Me dejé el informe en el despacho,” le contestó. “Tengo la presentación en veinte minutos así que tengo que darme prisa en regresar.”

      A Morgan, que parecía ser el marido de Kimberly, no pareció sorprenderle lo más mínimo que hubiera media docena de mujeres en su sala de estar. Pasó corriendo entre ellas, saludando de manera general al grupo. Joanne se inclinó hacia Jessie.

      “Es algún tipo de ingeniero,” dijo en voz baja, como si se tratara de algún secreto.

      “¿Para quién? ¿Alguna empresa de defensa?” preguntó Jessie.

      “No, para alguna cosa de bienes raíces.”

      Jessie no entendía por qué eso se merecía tanta discreción, pero decidió no indagar más. Unos momentos más tarde, Morgan entró de nuevo en la sala con una pila de papeles en la mano.

      “Encantado de veros, damas,” dijo él. “Lamento no poder quedarme por aquí. Kim, recuerda que tenemos eso en el club esta noche así que volveré tarde.”

      “Muy bien, cariño,” dijo su mujer, caminando detrás suyo para asegurarse de que le diera un beso antes de salir corriendo por la puerta.

      Cuando se hubo ido, regresó a la sala de estar, todavía excitada por

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