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hombre se echó a reír. Luego inclinó la pantalla de la lámpara de forma que ahora la luz resplandecía sobre su rostro.

      Veía el rostro de un payaso, pintado de blanco con enormes ojos extraños y labios dibujados de negro y rojo.

      Janet se quedó sin aliento.

      El hombre sonrió, sus dientes un color amarillo opaco.

      Le dijo: —Van a dejarte atrás.

      Janet quería preguntarle: —¿Quiénes? ¿De qué estás hablando? Y ¿quién eres tú? ¿Por qué me estás haciendo esto?

      Pero no podía ni respirar ahora.

      Volvió a ver el cuchillo en frente de su rostro. Entonces el hombre pasó su punta afilada por su mejilla, por el lado de su cara y luego por su garganta. Sabía que la haría sangrar si aplicaba un poco de presión.

      Comenzó a respirar entrecortadamente, y luego a jadear.

      Sabía que estaba empezando a hiperventilar, pero no podía controlar su respiración. Sentía su corazón latiendo con fuerza en su pecho. También sentía su pulso violento entre sus orejas.

      Ella se preguntó: «¿Qué había en esa jeringa?»

      Fuera lo que fuese, estaba comenzando a hacer efecto. No podía escapar de lo que estaba pasando en su propio cuerpo.

      Mientras el hombre le acariciaba la cara con la punta del cuchillo, murmuró: —Van a dejarte atrás.

      Se las arregló para jadear: —¿Quiénes? ¿Quiénes me van a dejar atrás?

      —Ya lo sabes —dijo el hombre.

      Janet cayó en cuenta de que estaba perdiendo el control de sus pensamientos. Estaba ansiosa y aterrorizada y se sentía perseguida y victimizada.

      «¿A quiénes se refiere?», se preguntó.

      Vio destellos de sus amigos, familiares y compañeros de trabajo en su cabeza.

      Sin embargo, sus sonrisas familiares y amigables se convirtieron en muecas de desprecio y odio.

      «Todos —pensó—. Todos me están haciendo esto. Todas las personas que conozco.»

      Una vez más, sintió un ataque de ira.

      «Nunca debí confiar en nadie», pensó.

      Peor aún, sentía que su piel estaba empezando a moverse. No, que algo se arrastraba por toda su piel.

      «¡Insectos! —pensó—. ¡Miles de ellos!»

      Trató de zafarse de nuevo.

      —¡Quítamelos de encima! —le rogó al hombre—. ¡Mátalos!

      El hombre se echó a reír mientras la miraba fijamente. No tenía ninguna intención de ayudarla.

      «Él sabe algo —pensó Janet—. Él sabe algo que yo no sé.»

      Luego entendió algo: «Los insectos no están arrastrándose sobre mi piel. ¡Están arrastrándose debajo de ella!»

      Comenzó a hiperventilar y sus pulmones ardían como si hubiese pasado un largo rato corriendo. Su corazón latía aún más dolorosamente.

      Su cabeza estaba llena de muchas emociones violentas: ira, miedo, disgusto, pánico y desconcierto.

      ¿El hombre había inyectado miles, tal vez millones, de insectos en su torrente sanguíneo?

      ¿Cómo era posible?

      Con una voz que temblaba de ira y autocompasión, le preguntó al hombre: —¿Por qué me odias?

      El hombre se echó a reír otra vez y le dijo: —Todos te odian.

      Janet ahora no veía muy bien. No era que su visión estaba borrosa. En su lugar, la escena delante de ella parecía estar retorciéndose y saltando por todos lados. Escuchaba sus globos oculares traqueteando en sus cavidades. Así que cuando vio la cara de otro payaso, pensó que estaba viendo doble.

      Pero entendió rápidamente que esa cara era diferente. Estaba pintada de los mismos colores, pero con figuras diferentes.

      «No es él», pensó.

      Debajo del maquillaje, veía rasgos familiares.

      Entonces cayó en cuenta: «Soy yo».

      El hombre sostenía un espejo frente a su cara. La cara horriblemente escandalosa que veía era la suya.

      Ver ese rostro retorcido y con lágrimas la hizo sentir un odio que jamás había sentido antes.

      «Tiene razón —pensó—. Todos me odian. Y yo soy mi peor enemiga.»

      Como si compartiera su disgusto, las criaturas debajo de su piel comenzaron a moverse como si fueran cucarachas que habían sido expuestas a la luz solar.

      El hombre bajó el espejo y volvió a pasar el cuchillo por el lado de su cara.

      —Van a dejarte atrás —repitió.

      Mientras el hombre pasaba el cuchillo por su garganta, Janet pensó: «Si él me corta, los insectos podrán escapar».

      Bueno, la hoja también la mataría. Pero ese parecía un pequeño muy bajo para poder librarse de los insectos y este terror.

      Ella dijo entre dientes: —Hazlo. Hazlo ya.

      De repente oyó una risa distorsionada, como si un millar de payasos estuvieran regodeándose por la situación en la que se encontraba.

      La risa hizo que su corazón latiera mucho más rápido. Janet sabía que su corazón no aguantaría mucho más.

      Y no quería que aguantara.

      Quería que todo esto parara lo antes posible.

      Se encontró tratando de contar sus latidos…

      Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…

      Pero sus latidos estaban empezando a ralentizarse.

      Se preguntó qué explotaría primero, si su corazón o su cerebro.

      Entonces finalmente oyó su último latido y el mundo se desvaneció…

      CAPÍTULO UNO

      Riley se echó a reír cuando Ryan le quitó la caja de libros.

      —¿Podrías dejarme cargar algo? —le preguntó.

      —Todo esto es demasiado pesado —dijo Ryan, llevando la caja hacia la estantería vacía—. No deberías estar levantando nada.

      —Por favor, Ryan. Estoy embarazada, no enferma.

      Ryan bajó la caja delante de la estantería, se sacudió las manos y dijo: —Puedes sacar los libros de la caja y ponerlos en la estantería.

      Riley se volvió a reír. Luego le dijo: —¿Quieres decir que me estás dando permiso para acomodar las cosas en nuestro nuevo apartamento?

      Ryan parecía avergonzado ahora. —Eso no es lo que quise decir —dijo—. Es solo que… Bueno, me preocupo.

      —Y ya te he dicho varias veces que no hay nada de qué preocuparse —dijo Riley—. Solo tengo seis semanas y me siento muy bien.

      No quería mencionar sus náuseas matutinas. Hasta el momento no habían sido tan molestosas.

      Ryan negó con la cabeza y le dijo: —Solo no te excedas, ¿de acuerdo?

      —Te lo prometo —dijo Riley.

      Ryan asintió con la cabeza y se dirigió de nuevo hacia el montón de cajas que aún tenían que desempacar.

      Riley abrió la caja de cartón delante de ella y comenzó a poner los libros en los estantes. Le complacía estar sentada haciendo una tarea sencilla. Cayó en cuenta de

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