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que tuviera que hacer para luchar contra cualquier adversario; incluso alguien tan grotesco y poderoso como Rómulo.

      Luanda convocó a todas sus fuerzas restantes y con un rápido movimiento, estiró su cuello, se inclinó hacia adelante y hundió sus dientes en la garganta de Rómulo. Lo mordió con todas sus fuerzas, apretando más y más fuerte, hasta que su sangre chorreó toda su cara y él gritó, soltándola.

      Luanda se puso rápidamente de rodillas, se dio vuelta y se marchó, corriendo a toda velocidad por el puente hacia su patria.

      Escuchó los pasos de él, yendo hacia ella. Era mucho más rápido de lo que ella había imaginado y al mirar hacia atrás, ella lo vio, mirándola con mucha rabia.

      Miró hacia adelante y vio el terreno del Anillo ante ella, a sólo seis metros de distancia, y corrió aún más.

      A sólo unos pasos de distancia, de repente, Luanda sintió un dolor horrible en su columna vertebral, mientras Rómulo se abalanzaba hacia adelante y clavaba su codo en su espalda. Sintió como si él la hubiese aplastado, mientras se derrumbaba, de bruces sobre la tierra.

      Un momento después, Rómulo estaba encima de ella. Le dio vuelta y la golpeó en la cara. Le pegó con tanta fuerza, que todo su cuerpo se volteó y aterrizó en la tierra. El dolor resonó a lo largo de su mandíbula, mientras estaba allí tirada, apenas consciente.

      Luanda sintió que era izada por lo alto, por encima de la cabeza de Rómulo, y vio con terror que corría hacia el borde del puente, preparándose para lanzarla. Él gritó mientras ella estaba allí parada, sosteniéndola por lo alto, preparándose para arrojarla.

      Luanda miró hacia la pendiente empinada y sabía que su vida estaba a punto de terminar.

      Pero Rómulo la mantuvo allí, congelada, en el precipicio, agitando los brazos y al parecer, lo pensó mejor. Mientras su vida pendía del equilibrio, parecía que Rómulo debatía. Evidentemente, él quería arrojarla sobre el borde en su ataque de furia – pero no pudo. Él la necesitaba para cumplir su propósito.

      Finalmente, la bajó y envolvió sus brazos alrededor de ella, apretándola casi hasta matarla. Entonces él se apresuró a través del Cañón, dirigiéndose hacia su gente.

      Esta vez, Luanda quedó colgada ahí, sin fuerzas, aturdida por el dolor, no podía hacer nada más. Ella lo había intentado – y había fallado. Ahora todo lo que podía hacer era ver que su destino se acercaba a ella, paso a paso, mientras era llevada al otro lado del Cañón, con remolinos de niebla levantándose y envolviéndola, y después desapareciendo con la misma rapidez. Luanda sentía como si estuviera siendo llevada a otro planeta, a un lugar del que nunca volvería.

      Finalmente, llegaron al otro lado del Cañón, y cuando Rómulo dio su paso final, puso el manto alrededor de sus hombros, vibrando con un gran ruido, y con un brillo rojo luminiscente. Rómulo dejó caer a Luanda en el suelo, como si fuera una vieja papa, y azotó con fuerza en el suelo, golpeando su cabeza y se quedó ahí tirada.

      Los soldados de Rómulo se quedaron ahí, en el borde del puente, mirando, todos con un miedo evidente de dar un paso hacia adelante y comprobar si efectivamente el Escudo se había desactivado.

      Rómulo, harto, agarró a un soldado, lo izó por lo alto y lo lanzó hacia el puente, al muro invisible que alguna vez fue el Escudo. El soldado levantó las manos y gritó, preparándose para una muerte segura, mientras esperaba desintegrarse.

      Pero esta vez, sucedió algo diferente. El soldado salió volando por el aire, aterrizó en el puente y rodó y rodó. La multitud miraba en silencio mientras seguía rodando hasta detenerse – vivo.

      El soldado se volvió y se sentó y miró hacia atrás a todos ellos, la mayoría estaban sorprendidos por todo. Lo había logrado. Que sólo puede significar una cosa: el Escudo se había desactivado.

      El ejército de Rómulo soltó un gran rugido, y al unísono, todos fueron a la carga. Se arremolinaron sobre él, corriendo hacia el Anillo. Luanda se encogió de miedo, tratando de permanecer fuera del camino, mientras todos pasaban en estampida ante ella, como una manada de elefantes, rumbo a su patria. Ella miraba con desagrado.

      Su país, como lo había conocido, estaba acabado.

      CAPÍTULO TRES

      Reece estaba parado en el borde de la fosa de lava, mirando hacia abajo con total incredulidad, mientras la tierra se sacudía violentamente debajo de él. Difícilmente podía procesar lo que había hecho, sus músculos aún le dolían por haber liberado la roca, por haber lanzado la Espada del Destino en el pozo.

      Sólo había destruido el arma más poderosa del Anillo, el arma de la leyenda, la espada de sus antepasados durante generaciones, el arma del Elegido, la única arma que sostenía al Escudo. Él la había lanzado hacia un pozo de fuego derretido y con sus propios ojos la había visto derretirse, estallando en una gran bola de color rojo y luego, desaparecer en el vacío.

      Se había ido para siempre.

      La tierra había empezado a temblar desde entonces y no había dejado de hacerlo. Reece luchó por equilibrarse, al igual que los demás, mientras se alejaba de la orilla. Sentía como si el mundo se desmoronara alrededor de él. ¿Qué había hecho? ¿Había destruido el Escudo? ¿El Anillo? ¿Había cometido el mayor error de su vida?

      Reece se reafirmó diciéndose a él mismo que no tenía elección. La roca y la Espada eran simplemente demasiado pesadas para que todos se la llevaran cargando de aquí – mucho menos para escalar las paredes – o para escapar de estos salvajes violentos. Había estado en una situación desesperada, y había necesitado medidas desesperadas.

      Su situación no había cambiado aún. Reece escuchó un gran grito a su alrededor y surgió un sonido de mil de estas criaturas, castañeando los dientes de una manera inquietante y riendo y gruñendo al mismo tiempo. Sonaba como un ejército de chacales. Claramente, Reece los había encolerizado; se habían llevado su preciado objeto, y ahora todos ellos parecían resignados a hacerlo pagar.

      A pesar de lo mala que había sido la situación antes, ahora era aún peor. Reece vio a los otros – Elden, Indra, O'Connor, Conven, Krog y Serna – todos mirando con horror hacia el pozo de lava, luego giraron y miraron alrededor con desesperación. Miles de Faws se acercaban de todas direcciones. Reece había logrado prescindir de la Espada, pero no había pensado más allá de eso, no había pensado en cómo sacar a los demás y a sí mismo del peligro. Estaban todavía completamente rodeados, sin posibilidad de salir.

      Reece estaba decidido a encontrar una salida, y sin la carga de la Espada en sus cabezas, por lo menos ahora podrían moverse rápidamente.

      Reece sacó su espada y la blandió en el aire, con un timbre especial. ¿Por qué sentarse y esperar a que estas criaturas atacaran? Al menos moriría peleando.

      "¡A LA CARGA!", gritó Reece a los demás.

      Todos sacaron sus armas y se unieron detrás de él, siguiéndolo mientras se alejaba del borde de la fosa de lava hacia la densa multitud de Faws, blandiendo su espada en todos los sentidos, matándolos de izquierda a derecha. Junto a él, Elden levantó su hacha y cortó dos cabezas a la vez, mientras O’Connor sacaba su arco y disparaba corriendo, matando a todos los que se encontraban en su camino. Indra se precipitó hacia adelante y con su espada corta, apuñaló a dos en el corazón, mientras Conven sacaba sus dos espadas y, gritando como loco, fue a la carga, blandiéndolas violentamente y matando Faws en todas direcciones. Serna empuñó su maza y Krog su lanza, protegiendo la retaguardia.

      Eran una máquina de combate unificada, luchando al unísono, peleando por sus vidas, abriéndose paso a través de la densa multitud que desesperadamente intentaba escapar. Reece los llevó hasta una pequeña colina, intentando llegar a tierras altas.

      Resbalaban al caminar, la tierra seguía moviéndose, la ladera era escarpada, fangosa. Habían perdido impulso, y varios Faws saltaron sobre Reece, arañándolo y mordiéndolo. Se giró y los golpeó; eran persistentes y se aferraban a él, pero se las arregló para echarlos, pateándolos también, después apuñalándolos antes de que pudieran volver a atacar. Con cortadas y moretones, Reece siguió

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