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su Derecho no significa que no haya puntos comunes entre los distintos sistemas jurídicos, claves de comprensión conjunta, problemas constantes y soluciones duraderas, que se han ido sucediendo entre los tiempos. Esta permanencia es lo que da valor y sentido a estas reflexiones históricas, que nos muestran que, aunque la época pese mucho, hasta configurar un nuevo Derecho, el hombre sigue siendo el mismo con independencia del momento histórico que le corresponda vivir. Quizá ésta sea la gran aportación de la filosofía griega al Derecho: haber dado una respuesta adecuada al problema de la tensión existente entre lo cambiante y lo permanente buscando un punto de equilibrio que permite progresar sin olvidarse del pasado, construir sin derribar lo edificado.

      Aunque presente en todas las civilizaciones, y muy particularmente en Israel —como expresión de la Alianza del Sinaí18— fue la concepción griega de la justicia la que abrió en verdad las puertas al Derecho de gentes, ya de elaboración romana, como en seguida veremos.

      En Grecia, la Justicia fue personificada en la diosa Dike, hija de Zeus y su segunda esposa Themis, y hermana de Eunomia e Irene. De ella nos habla ya Hesíodo en el siglo VIII a.C.19. Frente a su madre Themis, que en los poemas homéricos expresa el mandato divino que ha de seguirse, la Dike de Hesíodo persigue la injusticia terrena sancionando al infractor e imponiendo la igualdad sinalagmática, la correlación exigida entre conductas.

      Esta idea de justicia como igualdad fue llevada por los pitagóricos al plano de la aritmética y simbolizada en los números cuatro y nueve, como resultado de multiplicar un número par y uno impar por sí mismos. Se ponía de manifiesto así la relación de igualdad portadora de la justicia, la equiparación de comportamientos, la compensación de prestaciones, la correlación entre infracción y castigo. La idea de armonía y proporcionalidad.

      A la diosa Dike atribuyó Platón20 el estado de virginidad mostrando así su carácter incorruptible21. Fundamental en este punto es la antítesis referida por Aristóteles, en el libro quinto de su Ética a Nicómaco22, entre justicia natural (dikaion phisikon) y justicia positiva o convencional (dikaion nomikon). Esta misma reflexión la hallamos de nuevo en su Retórica23, pero, en realidad, se encuentra con anterioridad en el pensamiento de Alcibíades, cuyo diálogo con su tío Pericles nos ha sido legado en las Memorabilia de Jenofonte. También en ellas24, el historiador griego recoge el pensamiento socrático que sostiene que la justicia se equipara a la ley, pero que ésta ha de comprender tanto las leyes escritas, aprobadas por los ciudadanos, como las no escritas, que provienen de un legislador suprahumano.

      La convicción de que la naturaleza (physis) trasciende la voluntad humana, limitando sus propias decisiones, fue la columna sobre la que se erigió la universalidad de ciertas normas (nomos) aplicables a todos los hombres, en todos los tiempos, por el solo hecho de pertenecer a la especie humana25. Lo que inicialmente fueron términos contrapuestos —physis y nomos—, pasaron a ser con el tiempo términos complementarios del recto orden de la justicia. También de un Derecho consuetudinario helénico, del que tenemos noticias gracias al historiador Tucídides26, en materia de prisioneros de guerra.

      El pensamiento griego aporta, como pocos, un límite al voluntarismo, ya sea impuesto por la naturaleza, la costumbre, la razón, la ley, o la propia religión. Ha dado la vuelta al mundo la famosa tragedia (442 a.C.) de Sófocles, basada en el mito de Antígona, quien se negó a obedecer a Creonte, rey de Tebas, por cumplir con los imperativos de la religión: enterrar a su hermano Polinices, a quien el rey le había negado los honores fúnebres. Pero los ejemplos se podrían contar por centenas. En el fondo, la filosofía griega nos muestra un sustrato permanente sobre el cual pudo florecer el Derecho romano, cuyos principios todavía continúan informando los sistemas jurídicos más desarrollados de nuestro siglo.

      Fue mérito de Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), educado en el helenismo de la Stoa, aplicar este pensamiento griego a las relaciones internacionales utilizando, por vez primera, la expresión ius gentium. Superaba ésta, al menos conceptualmente como categoría de Derecho universal, el denominado ius fetiale, elaborado por el colegio sacerdotal de los feciales, a quien competían, entre otras funciones sacras, el seguimiento de los tratados internacionales, así como la celebración de los ritos que precedían a las declaraciones de guerra27.

      Con toda justicia, pues, puede atribuirse la paternidad del Derecho de gentes a este homo novus del ocaso republicano. No podemos olvidar, sin embargo, que, en sus Noctes Atticae28, Aulo Gelio, ya en el siglo II d.C., recoge indirectamente —a través del testimonio de Tirón, liberto discípulo de Cicerón— el famoso discurso de Catón el Viejo al Senado en favor de los rodios en 169 a.C. Catón defendió que la intención de declarar la guerra a una comunidad no justifica (bellum iustum) una declaración de guerra por parte de ésta, aportando numerosos argumentos. El hecho de que en el párrafo 35 Gelio cite literalmente a Catón ha llevado a pensar que también podría ser de Catón la mención al Derecho de gentes del párrafo 45 (quae non iure naturae aut iure gentium). Tampoco hay que descartar que, habiendo sido Tirón discípulo de Cicerón, utilizara aquél la terminología de su maestro. Max Kaser concluye diciendo que la autoría de Tirón, y por tanto el modelo de Cicerón, no puede ser excluida sin más29.

      El pensamiento ciceroniano sobre el Derecho de gentes no está exento de confusionismo30. Pero no ha de extrañarnos, pues las palabras necesitan ser empleadas durante un tiempo para depurarse conceptualmente. De lo contrario, no logran un puesto de honor en la historia, sino que quedan ocultas, como vocablos meramente circunstanciales y pasajeros.

      Aun siendo los textos muy numerosos, Cicerón no define claramente en ninguno de ellos el ius gentium. El más significativo es De officiis 3.17.69, que rezuma totalmente el ideal humanitario estoico. Comienza el orador romano afirmando que, a causa de la depravación de los modos sociales, ciertas cosas no prohibidas por las costumbres, las leyes o el Derecho civil sí son, en cambio, sancionadas por la ley de la naturaleza. Tras referirse a una sociedad en sentido amplio que une a todos los hombres entre sí (societas omnium inter omnes), el rétor menciona las sociedades menores formadas por gentes, o aquellas constituidas en ciudades. Cicerón señala finalmente que los mayores quisieron tener dos Derechos: uno de gentes y otro civil; y que, aunque éste no se identifica con aquél, el Derecho de gentes también debe ser, él mismo, parte del Derecho civil31: De hecho, las normas del Derecho de gentes fueron aplicadas no sólo por el pretor peregrino, sino también por el pretor urbano.

      En este mismo libro tercero de su tratado sobre los deberes32, aparece por segunda vez la expresión ius gentium, en relación con la regla —clásica por lo demás— de que no es lícito causar un daño a otro para obtener un beneficio. Cicerón considera el Derecho de gentes la materialización jurídica de la naturaleza (natura, id est iure gentium). Y es que para este gran ecléctico, el ius gentium oscilaba entre las dos grandes coordenadas de la justicia humana, establecidas por los filósofos griegos y acrisoladas por los juristas romanos: la natura y la fides. A la naturaleza deben seguir los hombres como a un gobernante; a la fides33, como fundamento de la justicia misma34.

      Cicerón enuncia la conexión entre lex naturae y ius gentium en sus Tusculanae Disputationes, en el sentido de que lo aceptado por todas las gentes ha de ser tenido por ley natural35. En su Oratio de Partitione36, tras analizar las cosas comunes a la ley a la naturaleza —por influencia de la aequitas perteneciente a la religio—, Cicerón indica que lo más propio de la ley (propria legis), a diferencia de la naturaleza, es su carácter escrito. Pero que —y aquí sigue el modelo griego— existe además una ley no escrita, integrada por el ius gentium y los mores maiorum, que es también vinculante. Esta vigencia del Derecho no escrito —heredero del pensamiento griego— derivaría de un acuerdo tácito entre los hombres37.

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