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de la mayoría de las vacunas por parte de los países ricos. El segundo es el problema de las patentes, que al estar vinculada a la garantía de la vida obliga a suspender su eficacia y que, en perspectiva, requiere la regulación constitucional de la no patentabilidad de las vacunas y de todos los fármacos que salvan vidas, así como la sustitución por una financiación sustancial de la investigación y una adecuada compensación para su producción y distribución.

      3.

      La hipótesis de una Constitución de la Tierra.- Es esta ampliación de la lógica constitucional al derecho internacional, que la pandemia sugiere como respuesta racional también a las otras, no menos graves, emergencias que amenazan nuestro futuro. En efecto, es posible que el despertar de la razón que, como he dicho, se está produciendo quizás como consecuencia de la pandemia sirva para incitar, además del fragmento de un constitucionalismo planetario en materia de salud, la toma de conciencia de que todos estamos expuestos a otras catástrofes —medioambientales, nucleares, humanitarias—, cuya prevención requiere otras instituciones globales de garantía: por ejemplo, el establecimiento de un dominio planetario para proteger bienes comunes como el agua, el aire, los grandes glaciares y los grandes bosques; la prohibición de las armas nucleares y también de las armas convencionales, cuya difusión es responsable de cientos de miles de asesinatos cada año; el monopolio de la fuerza militar al frente de las Naciones Unidas; un fisco global capaz de financiar los derechos sociales a la salud, a la educación y a la alimentación de base, aunque proclamados en muchas cartas internacionales; en resumen, la refundación del constitucionalismo a nivel global.

      Es precisamente esta propuesta —la promoción de un movimiento de opinión dirigido a reivindicar la proclamacion de una Constitución de la Tierra— que hemos avanzado con nuestro proyecto “Constituyente Tierra” en una asamblea celebrada en Roma el 21 de febrero de 2020. La razón de esta propuesta es tan evidente como apremiante. Consiste en los problemas globales de los que depende la supervivencia de la humanidad y que, sin embargo, no son ni pueden ser afrontados por los gobiernos nacionales, sino sólo por la firma de un nuevo pacto global de convivencia: el rescate del planeta del calentamiento climático, los riesgos de conflictos nucleares, el aumento de las desigualdades y la muerte anual de millones de personas por falta de alimentación básica y de medicamentos que salvan la vida, el drama de cientos de miles de inmigrantes cada uno de los cuales huye de uno de estos problemas no resueltos.

      Es comprensible que, ante estos desafíos globales a la razón jurídica y política, las políticas de los estados nacionales sean inadecuadas e impotentes: no solo y no tanto por la subordinación de las políticas nacionales a los poderes de los mercados globales generados por la corrupción, los conflictos de interés y presiones de lobby, sino sobre todo por dos graves aporías que afectan a la democracia política, vinculadas por un lado con el tiempo y por otro con el espacio. En democracia, las políticas nacionales están de hecho ligadas al corto plazo, incluso muy corto, de las competencias electorales, o peor aún, de las urnas, y a los espacios restringidos de los territorios nacionales: tiempos cortos y espacios estrechos que obviamente impiden a los gobiernos estatales, solo interesados en el consentimiento electoral, para abordar los desafíos y problemas globales con políticas que se ajusten a ellos. Las amenazas más graves para el futuro de la humanidad —devastación ambiental, explosiones nucleares, masacres de migrantes, hambre, miseria y enfermedades no tratadas que causan la muerte de millones de seres humanos cada año— son así ignoradas por nuestras opiniones públicas y gobiernos nacionales y no entran en su agenda política, enteramente ligado a los estrechos espacios que diseñan las competencias electorales y el corto plazo de las urnas y los plazos electorales.

      En resumen, la democracia de hoy solo conoce espacios reducidos y tiempos cortos. No recuerda y de hecho quita el pasado y no se hace cargo del futuro, es decir, de lo que sucederá más allá de los plazos electorales y más allá de las fronteras nacionales. Está afectada por el localismo y el presentismo. Es evidente que la mirada miope de los tiempos cortos y los espacios confinados sólo puede permanecer anclada a los intereses inmediatos y nacionales y, por tanto, excluir cualquier perspectiva de diseño capaz de afrontar los problemas supranacionales y futuros. La democracia política entra así en conflicto con la racionalidad política, es decir, con los intereses a largo plazo de los propios países democráticos. Y, por lo tanto, corre el riesgo de colapsar incluso en los ordenamientos nacionales. También porque en el mundo globalizado de hoy el futuro de cada país depende cada vez menos de la política interna y cada vez más de decisiones externas, tanto políticas como económicas.

      4.

      La necesidad y urgencia de un constitucionalismo más allá del Estado. Instituciones gubernamentales e instituciones de garantía - Si esto es cierto, la hipótesis de una ampliación del paradigma constitucional más allá del estado, es decir, la idea de una Constitución de la Tierra no es en modo alguno una hipótesis utópica. Al contrario, es la única respuesta racional y realista al mismo dilema al que se enfrentó hace cuatro siglos Thomas Hobbes: la inseguridad generalizada determinada por la libertad salvaje de los más fuertes, o el pacto de convivencia pacífica basado en la prohibición de la guerra y la garantía de la vida. Con dos diferencias que hacen que el dilema de hoy sea mucho más dramático que el concebido en su momento. La primera es que la actual sociedad salvaje de potencias globales es una sociedad poblada ya no por lobos naturales, sino por lobos artificiales —196 estados soberanos y potencias económicas globales— sustancialmente alejados del control de sus creadores y dotados de una fuerza destructiva incomparablemente mayor que cualquier arma del pasado. La segunda es que, a diferencia de todas las demás catástrofes del pasado —las guerras mundiales, los horrores del totalitarismo—, las catástrofes ecológicas y nucleares son en gran medida irreversibles, y quizá no tengamos tiempo de formular nuevos “nunca más”: de hecho, existe el peligro de que nos demos cuenta de la necesidad de un nuevo pacto cuando sea demasiado tarde.

      Aquel pacto de convivencia pacífica, no lo olvidemos, ya lo había tenido la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial y la liberación del nazifascismo. En ese extraordinario período constituyente de cinco años, entre 1945 y 1948, tras la guerra mundial, no sólo se refundaron las democracias nacionales en los países liberados del fascismo sobre la base de los límites y las restricciones impuestas por las rígidas constituciones a las decisiones de la mayoría. También se refundó el derecho internacional, con la Carta de la ONU y luego con las numerosas cartas de derechos humanos, que se transformó, de un sistema de relaciones entre Estados soberanos basado en tratados, en un sistema jurídico en el que todos los Estados miembros

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