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es extraño en la conformación del derecho romano, la estrecha relación que se presentaba entre la culpa y la bona fides. Tafaro (como se citó en Neme Villareal, 2010, p. 193) opina: “El concepto de culpa fue introducido en materia contractual para punir aquellos comportamientos […] que no podían encajar en el ámbito del dolo, si bien comportaban igualmente la ruptura de la fides bona”.

      Se observa cómo la evolución de la responsabilidad contractual viene, desde los orígenes más antiguos, ligada a la idea de fides y su correlativa evolución hacia la bona fides; por tanto es conclusivo que el tema de la responsabilidad contractual se fundamente desde sus inicios en el principio de la buena fe y es con base en el mismo principio que continúa en la actualidad marcando nuevos desarrollos como el que estaremos proponiendo en el campo de la responsabilidad contractual.

      La buena fe ha sido el principio catalizador para dinamizar la responsabilidad de los negocios a lo largo de la historia del derecho privado; en la actualidad vuelve a prestar su dinámica con el objeto de modernizar el criterio de responsabilidad de los obligados en el contrato, más acorde a las necesidades de los tiempos de hoy.

      3.5 Buena fe y diligencia

      Se hace indispensable delimitar cual será la órbita de cada uno de los conceptos. La diligencia, como medida del esfuerzo del deudor en el cumplimiento de una obligación determinada y la buena fe, como la propia determinación de lo debido (Jordano, 1987). No se trata por tanto de mezclar o extrapolar el deber de diligencia, sino de complementar el débito prestacional con otro deber, también presente en el contrato, con sus propios contenidos, como es el de la buena fe.

      Por el primero, el de diligencia, se exige un determinado comportamiento al deudor, de conformidad con un patrón de conducta previamente acusado en la ley, tradicionalmente con fundamento en la culpa contractual y la esperada para el deudor medio, el buen hombre de negocios, por comparación con el buen padre de familia en la concepción civilística. Por el deber de buena fe, el razonamiento es diferente a la empresa mercantil, que explota una actividad económica ofreciendo a los diferentes usuarios un conjunto de servicios, provocando su confianza, ¿qué patrón de conducta debe imponerse para el cabal cumplimiento de su actividad, de acuerdo con una concepción socio económica actual y contemporánea? Indiscutiblemente, como profesional que es, su modelo de conducta, el que de ella se espera de acuerdo con el principio de la buena fe que debe acompañar su actuación durante la ejecución del contrato, no puede ser otro que el que se le exige al artífex, esto es la esmerada y plena diligencia.

      La buena fe así concebida encierra todo un deber, cuyo examen es previo al de la responsabilidad por diligencia debida. Pero a pesar de su concepción diferente, el de la buena fe y el de la diligencia, no por ello excluyentes, sino al contrario, complementarios y coparticipes en la responsabilidad del contrato.

      Criticando la línea subjetivista tradicional, que entiende el sistema español de responsabilidad contractual, con fundamento en la culpa, esbozado, entre otros autores, por Castán Tobeñas y Pablo Beltrán de Heredia, según el cual, para que pueda hablarse de responsabilidad del deudor, entre otros requisitos se precisa, que exista un incumplimiento culpable de la obligación, señala Díez-Picazo (2008): “Quiere decirse con ello que por muy diligente que el deudor haya sido, sino se ha producido la imposibilidad o el impedimento de la prestación, no tiene por qué existir liberación” (p. 114).

      Para el distinguido autor, una cosa es que la responsabilidad del deudor pueda fundarse en la culpa y en el dolo y otra bien distinta es que el deudor quede liberado de la obligación mediante la prueba de haber empleado la diligencia necesaria; quedaría la obligación reducida al puro “deber de esfuerzo”, lo que significa una contradicción con el sistema.

      La tesis ha tenido su desarrollo doctrinal, desde J. Puig Brutau, quien inició la crítica de la teoría tradicional, advirtiendo que indagar si ha habido culpa, solamente es indispensable saber si cumplió o no cumplió. No es una cuestión de culpa sino de incumplimiento (Diez, 2008). No obstante, las dificultades de pasar los postulados de uno a otro sistema, se resalta una máxima que puede ser coincidente: solo una causa de exoneración específicamente establecida por el ordenamiento puede excluir la responsabilidad del deudor (Diez, 2008).

      Posteriormente, Francisco Jordano (1987) presenta un segundo aire al problema, siguiendo las tesis de Osti5, y entiende que el límite de la responsabilidad del deudor y la causa de su exoneración reside en la imposibilidad sobrevenida de carácter no imputable al deudor, el cual responde por el incumplimiento aun ante la ausencia de culpa.

      Según el profesor Diez-Picazo (2008), la tesis puede encontrar respaldo con fundamento en los artículos 1182 y 1184 del C. Civil Español, que liberan al deudor de la obligación si se presenta la pérdida de la cosa debida en las obligaciones de dar y en las de hacer cuando la obligación resulta legal o físicamente imposible.

      Viene luego el profesor Fernando Pantaleón Prieto (1991) en su estudio El sistema de responsabilidad contractual, a presentar el debate sobre la tradicional forma de observar la responsabilidad contractual. Advierte:

      A mi juicio, el efecto más negativo de la elaboración de la Teoría de las obligaciones por parte de los juristas del civil law consiste en que ha generado la equivocada idea, difícil de entender para un jurista del common law, de que los principios que vertebran la responsabilidad del deudor que incumple son los mismos, con independencia de que la obligación incumplida haya nacido o no del contrato (p. 1019).

      Zweigert y Kotz (como se citó en Morales, 2016, p. 81) insistiendo en la comparación de modelos, indican que la idea del contrato en el common law, a diferencia del derecho continental europeo, radica en que el primero concibe el contrato como una promesa de garantía. El fin o resultado buscado con el contrato, garantizado por el contratante deudor de la obligación, ante su frustración o no obtención del resultado esperado, deviene, como consecuencia, en el incumplimiento del contrato; “permite construir un concepto unitario de incumplimiento y un sistema también unitario de remedios del incumplimiento” (Morales, 2016, p. 81).

      El mismo Pantaleón (1991), refiriéndose a la función de la responsabilidad contractual, de entrada, le niega el propósito preventivo-punitivo que cumple la responsabilidad extracontractual, advirtiendo que no se trata de castigar los incumplimientos para desincentivarlos y que la función de la responsabilidad contractual es puramente indemnizatoria.

      Tampoco tiene, ni aún en el caso de imposibilidad sobrevenida de la prestación, una función de reintegración por equivalente del derecho de crédito lesionado, obligación originaria que se debe considerar extinguida, sino la obligación de resarcir (in natura), los daños causados al acreedor, nacida “ex novo” del supuesto de hecho de la responsabilidad contractual (Pantaleón, 1991).

      Así las cosas, se deja muy en claro “que tal responsabilidad no se gradúa en atención a la mayor o menor gravedad de la conducta del deudor incumplidor, sino conforme a la entidad del daño causado al acreedor, objetivamente imputable a la falta

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