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      Introducción

      Un planteamiento diferente, bajo el tradicional remoquete de la responsabilidad contractual, trata de establecer a cuál de los sujetos de la relación obligatoria debe atribuirse la consecuencia derivada de la insatisfacción del derecho de crédito. En otras palabras, en qué supuestos corresponde al deudor asumir las consecuencias derivadas de la frustración de su crédito; qué incidencia tiene el comportamiento del sujeto obligado en dichas consecuencias derivadas de la frustración del débito obligacional y en qué casos corresponde al acreedor asumir los daños y perjuicios que sufre por la insatisfacción de la obligación. En palabras del profesor Diez-Picazo (2008):

      Se trata de averiguar en qué casos o bajo qué supuestos la falta de actuación de un programa de prestación o la ejecución de una prestación defectuosa le son imputables al deudor. Dicho de otro modo, en qué casos y bajo qué supuestos un deudor debe asumir, o han de serle impuestas, las consecuencias de la lesión o de la insatisfacción que experimenta el derecho del acreedor y tiene, por consiguiente, que resarcir o indemnizar los daños y perjuicios (p. 711).

      La noción de responsabilidad trascribe, fundamentalmente, la vida de las reglas del derecho y su fuerza obligatoria, pues se concreta, nada más y nada menos, a exigir reparación del perjuicio ocasionado a una persona, como consecuencia de la violación de una norma, a la cual estaba sometido el causante del daño (Bonnecase, 1945). Si las reglas del derecho son voluntariamente aceptadas, se hace innecesaria la actuación coactiva y los cánones operan regularmente, sin necesidad de reclamos ni de aplicaciones. Pero, cuando dichas normas son transgredidas y los individuos se rebelan contra ellas en mayor o menor grado, ocasionando perjuicio a los demás, se hace necesario que el derecho actúe y se exija al autor del daño la reparación del perjuicio que ha causado.

      Esa es precisamente la función de la responsabilidad civil y como institución jurídica ha desempeñado en la historia del derecho, por mucho tiempo, un papel preponderante como instrumento para lograr el desagravio y el equilibrio entre los sujetos, constituyendo un verdadero monopolio para poder conseguir este propósito. Hoy se cuestiona por algunos autores (De Ángel, 1995) contemporáneos ese papel tan determinante, cuando la socialización de los riesgos o socialización directa de las indemnizaciones, han bajado de su pedestal a la responsabilidad civil. Sin lugar a dudas, la responsabilidad civil ha pasado de su lugar hegemónico en la tarea de la reparación para dar espacio a nuevos métodos que la dinámica social precisa, como en los grandes seguros colectivos y sistemas de seguridad social, que hacen efectiva la reparación del daño sufrido por la víctima, independientemente de quién sea el responsable. Se trata de una necesidad de convivencia para desarrollar instrumentos de solidaridad y de equidad en los riesgos colectivos, que sin duda sustituyen las concepciones clásicas de responsabilidad civil. Pero de allí a pregonar su desaparición o inutilidad en la vida futura, hay mucho trecho por recorrer.

      Tradicionalmente se ha vinculado la responsabilidad civil a la apreciación moral, en la medida en que las legislaciones decimonónicas edificaron la responsabilidad basadas en que el hecho dañoso fuera imputable al actor2. La imputación con fundamento en la culpa encuentra su arraigo en concepciones morales y en la idea canónica de que la reparación del daño constituía una penitencia que se imponía a quien desempeñaba una conducta negligente; las reglas de responsabilidad que disciplinan el acto doloso o culposo, asumen el carácter de sanción del comportamiento inadecuado (Busto y Reglero, 2002). Los redactores del Código civil se orientaron por la tradición aportada por los canonistas y retomada por grandes juristas de la época como Jean Domat (1625-1699) y Robert Joseph Pothier (1699-1772), cuyo resultado fue atar la responsabilidad civil a la responsabilidad moral y su consecuencia inmediata, centrar la culpa en la órbita de la responsabilidad civil (Viney, 2007). Este criterio moralista influyó en los redactores del Code, y de allí pasó a los códigos modernos. Se acuña el principio de que no puede haber responsabilidad sin culpa que satisface políticamente los intereses de la época (Busto y Reglero, 2002).

      La lesión culposa del derecho ajeno, en su amplia concepción de lesión injusta, deriva en la responsabilidad civil, independientemente de que dicha lesión ocurra o no el ámbito de una relación obligatoria prexistente (Chironi, 1978). A partir de esta concepción, la responsabilidad con fundamento en la culpa hace su tránsito de la responsabilidad contractual a la aquilina o extracontractual. Al concepto abstracto de culpa responde el también resultado abstracto de la responsabilidad (Chironi, 1978).

      Del interés, motivo determinante de la voluntad expresada en la relación contractual, se origina la medida de la conducta que se le impone al obligado (Chironi, 1978).

      Confuso papel que se le atribuye a la culpa como fundamento del deber de responder en el día de hoy. Los desarrollos jurisprudenciales marchan hacia una concepción unitaria de la culpa y no solo de esta, sino también de la antijuridicidad, de la reparación y de otros conceptos esenciales del derecho de daños (Santos, 2000). Rodota, desde hace varios años criticó este requisito advirtiendo que la responsabilidad supone simplemente “la obligación de soportar las consecuencias de un acto”.

      Pero la misma noción de culpa ha entrado en crisis, para admitir como tal los simples “polvos de culpa”, o simples errores moralmente insignificantes, frutos de la torpeza o de un mal reflejo.

      Los tribunales para indemnizar por los accidentes han llegado a minimizar el contenido de la noción de culpa, lo que encierra un contrasentido con el entendimiento que debemos al mismo concepto; ello equivale a la esterilización de la misma idea de culpa.

      Aparecen criterios objetivos para atender a la responsabilidad, como la de los administradores y transportadores, la de los guardianes de la cosa y la misma actividad riesgosa del profesional.

      La Directiva Europea de 9 de noviembre de 1990 plantea una inversión de la carga de la prueba a favor de la víctima, pues se parte de la idea de que el profesional tiene los conocimientos técnicos, la información y los documentos que le permiten más fácilmente aportar la prueba de su falta de culpa, aunque se trate de la prueba de un hecho negativo.

      En los contratos se presenta un abismo generacional entre dos corrientes de pensamiento sobre el fundamento de la responsabilidad civil. Por un lado, la consagrada en los textos liberales, que sigue ilustrando en términos generales el campo de la responsabilidad contractual con fundamento en la culpa, incluso en muchos sistemas con una graduación tripartita de la culpa, legado del Sr. Pothier, precursor del Código de Napoleón, que torna bastante difuso y caprichoso el análisis de la diligencia debida y el patrón de conducta que debe adoptarse; frente a un tendencia contemporánea que viene ilustrando la jurisprudencia y la doctrina, desde la segunda mitad del siglo xx, donde el centro gravitacional de la materia debe ser la víctima, en el que el sistema evoluciona desde un derecho de daños girando en torno a la deuda de responsabilidad, hacia otra concepción donde aparece orbitando alrededor del crédito indemnizatorio. La víctima es ahora el protagonista, que antes lo era

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