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no incluyen necesariamente la existencia de valores o razones subyacentes. Así:

      «Es perfectamente posible iniciar la interpretación de un lenguaje presuponiendo solo razones conceptuales sin presuponer lo que aquí querría llamar razones evaluativas (i. e.: razones que incluyen una cierta concepción sobre qué estado de cosas constituiría un mundo valioso, bueno, bello o correcto). Y, lo que es más importante, es posible que el resultado o conclusión de la interpretación arroje un resultado desconcertante: que el hablante no tenía en mente nada más que su deseo de que el mundo cambie en ese y solo en ese aspecto. Por tanto, la atribución de razones evaluativas no es ni lógicamente necesaria en el comienzo de una interpretación, ni empíricamente necesaria en el final de la investigación lingüística, lo que supondría el non sequitur interpretativo antes aludido».

      En conclusión, según Bouvier, enfoques como los de Schauer y Atienza-Ruiz Manero mezclan injustificadamente estas máximas iuspositivistas con ciertas nociones iusnaturalistas y asumen que las decisiones humanas —las normas promulgadas— tienen necesariamente un cierto contenido —razones subyacentes—. Sin embargo, si asumimos que los deberes son un producto humano —fuentes sociales— y que, por tanto, el contenido de ese deber creado depende de lo que ese grupo humano realmente tenía en mente al momento de dictarlo —y no aquello que idealmente deberían tener en cuenta al momento de legislar— se puede concluir que no es cierto que siempre tras el dictado de una norma —tras la decisión prescriptivista— existan razones subyacentes —entendidas en sentido evaluativo—. La guillotina de Hume en conjunción con el prescriptivismo muestra que los deberes tienen el contenido que tienen dependiendo de lo que quiso o no el grupo de sujetos que los promulga y no el contenido que deberían tener de acuerdo a otros sistemas de valores. En todo caso, sostiene Bouvier, la adecuación entre los deberes existentes —dictados por la autoridad— y cierto sistema de valores es un aspecto contingente, pues no solo puede ser cierto que el poder legislativo tenga en cuenta una base axiológica distinta a la que poseemos nosotros —caso de discordancia entre dos esquemas axiológicos—, sino que puede ser también cierto que la autoridad no tenga en cuenta ninguno. Asumir que el legislador en cada promulgación de una norma tiene en cuenta al menos una base axiológica o justificante a partir de la cual decide lo que decide es precisamente asumir lo que un iuspositivista debería negar. Siempre y cuando se pretenda conservar la posibilidad de distinguir entre lo que el derecho de hecho es y lo que debería ser. Un iuspositivista, en su opinión, traiciona sus puntos de partida metodológicos no solo cuando colapsa el sistema axiológico utilizado por el legislador en su propio sistema de valores, sino también cuando asume que, sea cual sea el caso, el legislador siempre tiene al menos un sistema de valores que pretende favorecer o desalentar.

      Vayamos ahora a la segunda objeción, que Bouvier opone a la tesis de que a toda regla subyace una razón que la justifica y la dota de sentido. Recordemos que Bouvier criticaba esta idea señalando que suponía la recuperación de la idea del legislador racional. Pues bien, Bouvier sostiene que la conjunción de estas herramientas metodológicas —diferenciación entre hecho y valor, inderivabilidad del ser del deber ser, guillotina de Hume, normas como producto de decisiones humanas, prescriptivismo, etc.— no solo constituye una herramienta de análisis fundamental para quien, como el iuspositivista, decide limitarse a describir los aspectos estructurales o conceptuales de un sistema jurídico, sino también para quien decide describirlos y someterlos a crítica —apelando a la historia, la economía, la sociología, la política, etc.—, sin que haya por qué pensar que el proceso de legislación se reduzca necesariamente a promulgar normas teniendo en cuenta el mejor estado de cosas posible para una determinada comunidad.

      En todo caso, defiende Bouvier, la existencia tras la regla de una concepción de cómo debería ser el mundo o qué cosa maximizaría el bienestar de un grupo es un aspecto contingente, que dependerá de la calidad y legitimación de cada órgano legislativo en particular, pues no es para nada obvio que las normas emanadas de la legislatura posean siempre esa carga de racionalidad que le pretenden atribuir enfoques como los que incurren en el non sequitur interpretativo.

      2.4. Balance: Defensa de la idea de razón subyacente

      «Una razón racionaliza una acción solo si nos lleva a ver algo que el agente vio, o pensó ver, en su acción —alguna característica, consecuencia o aspecto de la acción que el agente quiso, deseó, apreció, que le pareció atractivo, que consideró su deber, benéfico, obligatorio, o agradable—. No podemos explicar por qué alguien hizo lo que hizo diciendo simplemente que esa acción particular le pareció atractiva; debemos señalar qué fue lo que le pareció atractivo de la acción. Por lo tanto, siempre que alguien hace algo por una razón puede caracterizársele: a) como si tuviera algún tipo de actitud favorable hacia acciones de una clase determinada, y b) como si creyera —o supiera, percibiera, notara, recordara— que su acción es de esa clase».

      En relación con lo establecido por la teoría clásica de las razones, Schick sostiene que, si bien es cierto que los individuos tienen una razón para la elección que realizan en cuanto a la acción, es necesario ampliar el concepto bidimensional que se maneja de las razones. Para este autor, las razones que motivan una acción incluyen también las interpretaciones que conducen al individuo a querer realizar la acción. Por tanto, un componente evaluativo siempre está presente cuando ajustamos nuestro comportamiento a lo dictado por la formulación normativa de la regla en cuestión —lo que ordena, prohíbe o faculta—, lo que iría más allá de la mera aceptación de ciertos precompromisos epistemológicos, como el Principio de Caridad al que hace referencia Bouvier.

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