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justificativo, lo que hace que la conducta prohibida aparezca como disvaliosa, la obligatoria como valiosa y la permitida como indiferente. Hay, pues, una relación intrínseca entre las normas y los valores, puesto que el establecer, por ejemplo, la obligatoriedad de una acción implica necesariamente atribuir a esa acción un valor positivo. Por ello, Atienza y Ruiz Manero consideran que no se puede descartar la posibilidad de que, en un determinado supuesto, lo que ordena —o permite— la regla difiera de lo ordenado o permitido por su justificación subyacente —el principio o los principios de los cuales la regla es una especificación—.

      En conclusión, al igual que Schauer, Atienza y Ruiz Manero consideran que toda regla es susceptible de ser analizada en función de sus razones subyacentes, las cuales pueden expresar un juicio de desaprobación —si son prohibitivas—, de aprobación —si son obligatorias— o de indiferencia —si son permisivas—.

      No obstante lo anterior, en mi opinión, esta tesis no debe considerarse una suerte de ontología de las normas jurídicas, en la que la «derrotabilidad» formaría parte de la «naturaleza» de las normas jurídicas, sino que, por el contrario, debe considerarse como una tesis metodológica, una forma de aproximarse al estudio del razonamiento jurídico, para la cual la «derrotabilidad» sería un fenómeno que se produce en el momento en el que las normas son aplicadas y, por lo tanto, una cuestión de interpretación o argumentación, como expondré más adelante.

      2.3. Argumentos en contra de justificaciones o razones subyacentes a las reglas

      En primer lugar, los partidarios de la necesidad de presuponer razones o de la necesidad de encontrar razones subyacentes a las reglas en el razonamiento jurídico habrían incurrido en un non sequitur con respecto a los puntos teóricos de partida, al que denomina non sequitur interpretativo. Bouvier sostiene que este salto injustificado se produciría porque los partidarios de la existencia de razones subyacentes a las reglas han confundido la noción de razón necesaria para interpretar un lenguaje —razón conceptual— con la idea de razón práctica —razón evaluativa—, todo ello por una mala interpretación de nociones fundamentales de la teoría del lenguaje —paradigmáticamente, de la teoría de Donald Davidson—.

      En segundo lugar, la defensa de la existencia de razones subyacentes a las reglas supone recuperar una antigua presuposición contraria al espíritu del iuspositivismo clásico: la idea del legislador racional, lo que jugaría un cierto rol ideológico en la medida en que atribuye a los procesos de decisión colectivos —como los de sanción de una ley— una propiedad de racionalidad de la cual ellos carecen o pueden carecer, poniendo en riesgo la posibilidad de detectar y denunciar el paso de premisas descriptivas a prescriptivas —del ser al deber ser—. La subestimación o el olvido de la guillotina de Hume no solo impide la actividad teórica de quienes —como en el caso de los iuspositivistas exclusivos, o iuspositivistas a secas— consideran como un valor la posibilidad de describir fenómenos sociales, sino también de quienes creen —como en el caso de los filósofos críticos del derecho— que lo importante es contar con herramientas a partir de las cuales detectar cuándo se encubren ciertas prácticas de poder bajo el eufemismo de la racionalidad. Expondré a continuación cómo Bouvier desarrolla cada uno de estos argumentos.

      Respecto a la primera objeción, el punto de partida de Bouvier es la filosofía del lenguaje de Donald Davidson. Según este último, no es posible intentar interpretar un lenguaje —jurídico o práctico en general— si no se parte de ciertos supuestos o atribuciones en las intenciones del hablante. Retomando la noción del Principio de Caridad utilizada por Quine, Davidson sostiene que se deben asumir ciertos presupuestos conceptuales o lógicos en el hablante interpretado. En especial, el principio de caridad incluye la atribución en el hablante de ciertas categorías, a las que Bouvier denomina conceptuales. De acuerdo a ellas, debemos suponer que el hablante utiliza el principio de no contradicción y tercero excluido como lo hacemos nosotros, y que la información que da sobre el mundo es verídica —es decir, no padece de alucinaciones ni pretende, en general, engañarnos sobre las cosas a las cuales refiere o sobre las cosas en presencia de las cuales emite un sonido, señala, nombra o juzga—. Por último, debemos interpretar el lenguaje de forma teleológica o intencional, es decir, en términos de qué quiso hacer la persona a la que se pretende interpretar.

      Aquí, sostiene Bouvier, surgen dos posibilidades: o atribuimos al hablante la intención o actitud proposicional de describir el mundo —esto es, la expresión de una creencia— o atribuimos al hablante la intención o actitud proposicional de que cierto estado del mundo cambie en determinado aspecto —esto es, la expresión de un deseo—. Así, siguiendo el ejemplo anterior, si el hablante expresa que no desea que los automóviles circulen a más de 120 kilómetros por hora debemos presuponer al menos —y esto luego puede ser refutado dependiendo de otras pruebas empíricas— que cuando dijo automóvil no se refería a vehículos de juguete —principio de identidad—, que no está de acuerdo al mismo tiempo con que se circule y no se circule a más de 120 kilómetros por hora —principio de no contradicción—, que no ha intentado engañarnos, y que desea que el mundo cambie en ese aspecto. Es decir, que su expresión o acción se explica por su voluntad de que los vehículos no alcancen esa velocidad, y no por, por ejemplo, otra creencia mítica o irrazonable.

      En conclusión, si no pudiésemos partir del presupuesto de que el hablante identifica mínimamente el mundo como lo hace el intérprete y tampoco pudiésemos atribuir a sus deseos una cierta explicación en términos de lo que el sujeto quería y no quería que sucediese, sería imposible embarcarse en cualquier actividad teórica de interpretación. Digamos que es necesario atribuir al hablante —o conjunto de hablantes— un mínimum de racionalidad sin el cual no puede comenzarse la traducción. Bouvier denomina a este conjunto de precompromisos conceptuales razones conceptuales o lógicas, que constituyen una serie de presupuestos epistemológicos a partir de los cuales elucidar qué significan —qué contenido tienen— las palabras o textos de otros. Estas razones o presupuestos conceptuales, a su vez, pueden utilizarse solo bajo ciertas restricciones. En especial, las restricciones se refieren a qué o cuánto es admisible atribuir o presuponer en el hablante a la hora de interpretarlo. Si simplemente se presupusieran en el hablante todas nuestras categorías, creencias y convicciones, la línea entre descripción e invención desaparecería. No habría, en definitiva, distinción entre creencias y mundo, entre hipótesis y realidad. En este sentido, Bouvier considera que:

      «Si bien es cierto que se deben atribuir razones de un cierto tipo a la persona que expresa sus deseos en un lenguaje, esas razones no tienen por qué ir (aunque de hecho puedan ir) más allá de lo mínimo necesario para comprender en qué aspecto este individuo pretende que cambie el mundo. Se parte del presupuesto que el hablante cuando dice lo que dice cree que es conveniente que el mundo se adapte a ese deseo, pero de ello no se sigue necesariamente que el individuo posea una concepción sobre cuáles son los hechos o razones subyacentes a sus deseos. Su deseo se explica en virtud de que atribuimos cierta intención pero de ello no se sigue que esa intención, a su vez, pueda ser racionalizada necesariamente en una concepción más amplia sobre qué considera valioso sobre el mundo o sobre el tráfico. No necesitamos más que presuponer, en orden a comenzar a interpretar su lenguaje, razones de tipo conceptuales que indican qué quiso decir lo que dijo y qué quiere que el mundo cambie exactamente con respecto al estado de cosas que ha expresado».

      Es, por tanto, una cuestión de hecho, innecesaria a la hora de comenzar una actividad interpretativa, si el hablante tiene más razones que las que expresa su profirencia interpretada bajo razones de tipo conceptual. Es cierto que de hecho el individuo puede concebir su deseo como enmarcado en una teoría más amplia sobre el bienestar social, pero la existencia de esta concepción subyacente a sus deseos es una cuestión de hecho que no necesita presuponerse para poder iniciar la traducción de su lenguaje.

      Sin embargo, según Bouvier, autores como Schauer, Atienza y Ruiz Manero habrían ido más allá de la consideración de la idea de razones o justificaciones subyacentes como criterios o precompromisos epistemológicos que debemos

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