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por apropiación y por imitación. La más importante de las dos es la primera, que se realiza en la fe y por medio de los sacramentos:

      “Os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu Santo” (1Cor 6,11).

      La santidad es, ante todo, don, gracia, y es obra de toda la Trinidad. Del hecho de que somos más de Cristo que de nosotros mismos (cf 1Cor 6,19-20), se sigue a la inversa que la santidad de Cristo es más nuestra que nuestra propia santidad. “Lo que es Cristo es más nuestro que lo que es nuestro” (Nicolás Cabasilas). Este es el golpe de ala en la vida espiritual. Su descubrimiento no se hace, de ordinario, al comienzo, sino al final del propio itinerario espiritual, una vez que se han experimentado todos los demás caminos y se han comprobado que no llevan muy lejos.

      Pablo nos enseña cómo se da este “golpe de audacia” cuando declara solemnemente que no quiere ser hallado con una justicia –o santidad– proveniente de la observancia de la ley, sino únicamente con la que proviene de la fe de Cristo (cf Flp 3,5-7). Cristo –dice– es para nosotros “justicia, santificación y redención” (1Cor 1,30). “Para nosotros”: por tanto, podemos reclamar su santidad como nuestra a todos los efectos. Un golpe de audacia es también el que da san Bernardo cuando exclama: “Yo tomo (literalmente: usurpo) de las entrañas de Cristo lo que me falta”.

      ¡“Usurpar” la santidad de Cristo, “arrebatar el reino de los cielos”! Es este golpe de audacia que hay que repetir a menudo en la vida, especialmente en el momento de la comunión eucarística. Después de recibir a Jesús podemos decir: “Soy santo, la santidad de Dios, el Santo de Dios, está dentro de mí. Puede que yo no vea en mí más que miseria y pecado, pero el Padre celestial ve en mí a su Hijo y siente que sube de mí hacia él el aroma de su hijo, como Isaac cuando bendijo a Jacob (cf Gén 27,27)”.

      Junto a este medio fundamental que es la fe y los sacramentos, deben ocupar también un lugar la imitación, las obras, el esfuerzo personal. No como un medio independiente y distinto del primero, sino como el único medio apropiado para manifestar la fe, traduciéndola en hechos. La oposición fe-obras es en realidad un falso problema, que se ha mantenido más que nada debido a la polémica histórica. Las obras buenas, sin la fe, no son obras “buenas”, y la fe sin obras buenas no es verdadera fe. Es una fe muerta, como diría Santiago (cf Sant 2,17). Basta con que por “obras buenas” no se entienda principalmente (como por desgracia ocurría en tiempos de Lutero) indulgencias, peregrinaciones y otras prácticas piadosas, sino la guarda de los mandamientos, en especial el del amor fraterno. Jesús dice que en el juicio final algunos quedarán fuera del reino por no haber vestido al desnudo ni dado de comer al hambriento. Por tanto, no nos salvamos por las buenas obras, pero tampoco nos salvaremos sin las buenas obras.

      En el Nuevo Testamento se alternan dos verbos al hablar de santidad, uno en indicativo y el otro en imperativo: “Sois santos”, “Sed santos”. Los cristianos están santificados y han de santificarse. Cuando Pablo escribe: “Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos”, es evidente que se refiere a la santidad que es fruto del esfuerzo personal. En efecto, añade, como si quisiera explicar en qué consiste la santificación de la que está hablando: “Que os apartéis del desenfreno, que cada cual sepa controlar su propio cuerpo santa y respetuosamente” (1Tes 4,3-4).

      El concilio pone claramente de relieve estos dos aspectos de la santidad, el objetivo y el subjetivo, que se basan respectivamente en la fe y en las obras:

      “Los seguidores de Cristo, llamados y justificados en Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y por lo mismo, santos. Esa santidad que recibieron deben, pues, conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios” (LG 40).

      Solo que hay que recordar que la obra de la fe no se agota con el bautismo, sino que se renueva –y renueva el propio bautismo– cada vez que damos un golpe de ala de los que he hablado» (Raniero Cantalamessa, Un himno de silencio. Meditaciones sobre el Padre, Monte Carmelo, Burgos 2001, 31-33).

      Preguntas para reflexionar

       ¿Cómo relacionas la humildad con la esperanza cristiana?

       ¿Es tu corazón un corazón humilde que todo lo espera del Señor y nunca pierde la esperanza?

       ¿Cómo definirías el valor oculto de la humildad relacionado con la esperanza?

       ¿Qué te ocurre cuando tu humildad y esperanza se sienten asediadas por la soberbia, el orgullo, la egolatría, la vanidad, la presunción, la arrogancia, la vanagloria, la prepotencia, la autosuficiencia...?

       ¿Cuáles son para ti los frutos de la humildad? ¿Qué ocurre en tu vida cuando eres humilde?

       ¿Qué lección has sacado cuando te has sentido humillado? ¿Y qué palabra tiene la esperanza cuando te llega la humillación?

       ¿Asumes tu realidad humildemente, reconociendo tus defectos y debilidades, pero sabiendo que Jesús viene en tu ayuda para que los superes?

       ¿Cómo es tu espera y tu confianza cuando parece que Dios permanece mudo y no llegas a comprender su silencio?

       Cuando tu humildad ejerce la compasión, la misericordia y el perdón, ¿cómo actúa la esperanza en ti y en los que se sienten compadecidos y perdonados?

       ¿Qué es lo que más te sorprende de Jesús, de María y de san Pablo respecto de la humildad?

       

      2 La pobreza, tierra para cultivar la esperanza

      1. Miremos la vida con la mirada de Dios

      Pertenece a la Revelación esa preferencia de Dios hacia los pobres y los desheredados de la tierra. Su mirada está fija en sus hijos, los más pobres de la tierra, que gritan al mundo pidiendo la solidaridad de sus hermanos los más ricos. Un corazón solidario sabe que nuestra mirada debe ser la mirada de Dios y para ello necesitamos vivir una profunda intimidad con Él.

      El sufrimiento, la humillación, la muerte de tantos millones de seres humanos es lo que más preocupa nuestra vida, pues conocemos las palabras de Jesús: «Lo que hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). O lo que es igual: «lo que hago o dejo de hacer a los pobres, eso es lo que hago o dejo de hacer a Jesús». Hay en estas palabras una llamada radical: yo me relaciono con Jesús y con Dios en la medida en que me relaciono con los pobres, es decir, me relaciono con Jesús y con Dios si mi relación con los pobres es la que Jesús quiere. Es verdad que Jesús se hace presente de muchas formas en nuestra vida, pero él ha querido identificarse con los pobres y los que sufren.

      Si tomamos conciencia de la situación real que estamos viviendo, el veinte por ciento de la población mundial consume el ochenta por ciento de la riqueza de la tierra, por lo que el ochenta por ciento de los habitantes del planeta se tiene que conformar con el veinte por ciento de los recursos y de la riqueza de este mundo. En el año 2013 había 845 millones de personas con hambre crónica en el mundo. Así pues, tenemos que decir que la inmensa mayoría de las gentes de este mundo se muere literalmente de hambre.

      ¿Y cuál es nuestra respuesta? ¿Hacemos todo lo que podemos hacer? Los pecados que van a decidir la última suerte de cada ser humano son los pecados de omisión. Se pierde para siempre el que deja de dar pan al hambriento, agua al sediento, etc. Esto fue lo que ocurrió en la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro. El rico no le hizo ningún daño al pobre, ni siquiera le echó de su puerta. Simplemente lo dejó como estaba. Y eso precisamente fue la perdición del rico. Una breve oración debería caminar con nosotros durante toda nuestra vida aquí en la tierra: «Señor Jesús, haz que sepa reconocerte en el pobre y en el que sufre, como Cristo sufriente que caído al suelo alza su mano en espera de que alguien lo levante. Que al verte, enseguida mi corazón arda de amor por ti, y me disponga a servirte con prontitud en mis hermanos, los más desfavorecidos».

      «La pobreza es un gran tesoro»,

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