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rampante, como el que siguió a la caída del Imperio romano y destruyó el latín en el sur de Europa durante la larga Edad Media; el segundo es el derrumbe de un régimen político, por el estilo del que sucedió en Filipinas.

      Claro, si la unidad del español no está amenazada, tampoco es necesario atrincherarse para defenderla. Decía don Pedro Salinas en su ensayo “La responsabilidad del escritor” que “la lengua, como el hombre, de la que es preciosa parte, se puede y se debe gobernar”. A despecho de sus excelsas calidades poéticas, es necesario contradecir a don Pedro, porque pocos propondrían hoy que un idioma, cualquier idioma, sea gobernable. Muy al contrario, los idiomas, por su propia naturaleza multitudinaria y desbordada, son desobedientes. Muchísimas veces las “autoridades” autoerigidas de un idioma proponen una regla que les parece útil y sensata, y la regla no se sostiene, al tiempo que prospera la excepción. En este manual citaremos varios intentos fallidos que resultan instructivos. Por lo demás, el lema de la RAE, “Limpia, fija y da esplendor”, suena bien en el papel hasta que uno entiende que es imposible limpiar y fijar una lengua y que a veces lo que le da esplendor es lo cotidiano o lo vulgar.

      Tomará todavía años, pero el criterio central que otorga o niega la carta de nacionalidad a una palabra en cualquier idioma es que la aprueben los hablantes, no una junta de notables. La filología contemporánea considera justamente que el uso en sus distintas vertientes –culto, especializado o popular– es la principal norma lingüística que existe, lo que no significa que cada cual no sea libre de seguir las normas, académicas o no, que prefiera. Dicho de otro modo, estimado lector, nada impide que usted opte por un enfoque purista en materia de idioma si es el que le llena el corazón. En cuanto a nosotros, nos interesa señalar aquí que un idioma se enriquece a medida que quienes lo hablan se educan y adquieren experiencias diversas. Por definición, un profesor de posgrado hablará un idioma más rico y variado que quien no terminó el bachillerato. Ambos, sin embargo, podrán entenderse sin ningún problema en español y lo enriquecerán.

      El español tiene de particular que las naciones en las que se habla como lengua nativa están dispersas. México alberga la mayor comunidad, seguido en su orden por Colombia, España y Argentina. Por cuenta de esta dispersión, el nombre del fastidio que se siente al día siguiente de beber en exceso será resaca en algunas partes, guayabo, cruda, caña, ratón, goma o chuchaqui en otras. Un fenómeno análogo se repite para multitud de palabras. ¿Conduce esto a la incomunicación? En lo más mínimo. Averiguadas las definiciones locales de aquellas palabras y expresiones que cambian de sentido apenas uno cruza la frontera o que se usan en un determinado país o región y en otros no, y acostumbrado el oído al amplísimo abanico de acentos locales, un hispanohablante se hará entender de otro sin más inconveniente que tal cual confusión divertida.

      Las dispersiones de sentido que fueron surgiendo en el siglo y medio de aislamiento relativo en que vivieron España y América Latina después de las guerras de Independencia empezaron a ser derribadas por los libros, primero, y por la radio, el cine y la televisión, después. Estos cuatro medios de comunicación viajaban de país en país instruyendo a millones de lectores, radioescuchas, espectadores y televidentes. Ahora se sumaron internet y sus sucedáneos, por lo que es raro que un suramericano no entienda a qué se refieren dos mexicanos cuando platican, en vez de hablar, que no sepa que una recámara en México es lo que en otras partes se conoce como una alcoba y que una chamaca es lo mismo que una niña o una muchacha.

      El diccionario más famoso del inglés americano es el Merriam- Webster, cuya versión completa agrega al título una palabra importante: se llama Third New International Dictionary. Aquí sobre todo nos concierne eso de “internacional”, pues el español, al igual que el inglés, es un idioma internacional, como no lo son, digamos, el italiano o el catalán. El español, en realidad, es uno de los idiomas más internacionales (o menos nacionales) que existen. Esta dispersión tiene implicaciones fundamentales que influirán en lo que discutiremos aquí. Aclaremos de entrada que la internacionalidad de nuestro idioma es una de sus características más envidiables –ya querrían contar con algo parecido los italianos o los catalanes– y que por cada problema menor que causa la proliferación de nacionalidades de los hispanohablantes, surgen diez beneficios en términos de riqueza y variedad.

      Aprendamos, entonces, a usar el español de manera eficaz en sus múltiples vertientes, en vez de pretender gobernarlo a las malas. Por algo decía en su momento don Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), uno de los más lúcidos filólogos que ha dado España, que la pureza de una lengua debía de llamarse pobreza.

      

Para mí, el mejor idioma no es el más puro, sino el más vivo. Es decir, el más impuro”.

      GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

      Qué tristeza, qué miseria, cuando la mayor virtud a que se aspira es la corrección gramatical”.

      JORGE LUIS BORGES

      Un idioma es tan hospitalario como la gente que lo habla. ¿Somos xenófobos los hispanoparlantes? Claro que no. ¿Entonces por qué la fobia a las palabras nuevas, importadas, robadas o traídas de contrabando? Tal vez sea la vieja actitud numantina de aquellos protoespañoles que prefirieron incendiar su ciudad antes que entregarla a los romanos. Pero venga de donde venga, la personalidad del español peninsular y su particular historia internacional han dado lugar a un subproducto ya esbozado atrás: el purismo o la hipercorrección. Puristas hay en todos los idiomas y están en su derecho de utilizar y defender un enfoque restrictivo, como también decíamos. Para nosotros, sin embargo, el idioma hipercorrecto no conduce a una escritura sápida y expresiva. Hay excepciones, quizá la más significativa de las cuales sea Fernando Vallejo, quien opina que la RAE es un organismo sin espina dorsal que ha dejado colar cualquier cantidad de expresiones espurias al idioma. En contraste con él, otros pensamos que la así llamada escritura correcta constituye un lastre. Por cuenta de lo que, según los académicos, está mal o bien dicho, gran cantidad de gente ha llegado a odiar el idioma. ¿Por qué? Porque los que se saben las reglas que modera, corrige y hasta olvida la RAE con frecuencia suelen ir por el mundo exhibiendo una superioridad moral, detrás de la cual hay un complejo de inferioridad que más o menos dice: pobres nosotros, pobre español, miren cómo nos asedian, miren cómo nos vapulean, cómo nos transforman, cómo nos enriquecen estos forasteros ignaros.

      Igual no nos vamos a querellar contra quien adopta una normativa discreta. De ahí que a lo largo del libro señalemos algunas reglas que siguen los puristas, aclarando que no son las que seguimos nosotros. El lector hará bien en detectar el uso contemporáneo por la vía de la lectura. Cuando una palabra ingresa al idioma, lo normal es que halle su lugar en alguna vertiente. Podrá asentarse en el uso vulgar, en el uso culto o en el uso especializado. Muchas palabras llegan para quedarse; otras solo están de vacaciones.

      La gramática y la sintaxis son convenciones recogidas con paciencia tras analizar el uso de los idiomas. Ambas tienen la aspiración plausible de establecer un acuerdo de comprensión entre hablantes, lectores y escritores. Estos acuerdos son cambiantes, flexibles, caprichosos y exigentes a la vez. Como usuario del idioma que los gramáticos sistematizan, el prosista básico sacará provecho si va adquiriendo nociones sólidas en ambas disciplinas, aunque conviene insistir en que es contraproducente obsesionarse con la corrección. No sabemos que hayan fusilado a nadie por el uso de un que galicado. El problema con el enfoque del gramático típico es que se parece al del forense, cuando no al del taxidermista. Examina el texto como un cadáver, en tanto a otros nos interesa saber por qué está vivo, no de qué murió.

      Quizá sirva de consuelo que ha habido grandes escritores que incurren en el pecado de la impureza. Por ejemplo, la prosa del peruano Julio Ramón Ribeyro, quien vivió la mayor parte de su vida adulta en Francia, introduce frecuentes galicismos que tienen incluso un efecto vivificador. A ningún editor sensato se la ha ocurrido corregirlos. En síntesis, este manual es partidario de un enfoque liberal. Cuando sea necesario matizar, pondremos algún comentario sobre el uso

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