Скачать книгу

después los llenaría de gloria. Los tiempos de Tarzán, el autodidacta absoluto de la ficción de Edgar Rice Burroughs, pasaron hace mucho.

      Existen dos prerrequisitos a la hora de sentarse a escribir: hay que apreciar la lectura adquiriendo en ella habilidades por lo menos medianas y hay que tener ganas. El resto corre por cuenta de un modelo pedagógico adecuado y de un buen manual de acompañamiento, como ojalá lo sea este.

      A veces es preciso aclarar desde el principio lo que uno no quiere hacer, para evitar engaños. La idea de este libro no es ayudarle a usted a convertirse en un escritor frío y correcto. Escribir bien y escribir “correctamente” son dos cosas distintas. Si lo que desea es esquivar los errores que los ubicuos cazadores de gazapos persiguen con fruición cruel, este libro tal vez podrá aportarle detalles y guiarlo en cuestiones mecánicas, aunque habrá fracasado en su propósito básico: abrirle las puertas a una relación afectuosa, incluso sentimental, con la escritura. Cuando alguien escribe, el lado racional de la mente participa y tiene que participar, pero si el corazón no se involucra, la comunicación obtenida será limitada.

      Cabe anticipar otra buena noticia: así como no es necesario volverse un mecánico experto para manejar un automóvil, tampoco es necesario ser un gramático erudito para escribir bien. Con rudimentos sólidos, oído y buenos hábitos bastará. De hecho, enmarcar el aprendizaje de la escritura en un esquema punitivo de reglas gramaticales y sintácticas inviolables es mala idea y puede conducir al mutismo. Nadie quiere tener un sirirí revoloteándole encima todo el tiempo. Las reglas, que son necesarias hasta cierto punto, deben irse domesticando en forma desenfadada. Solo dos premisas son de rigor: tener algo que decir y decirlo con gracia y elocuencia. Aunque nosotros mencionaremos aquí lo primero, haremos énfasis en lo segundo.

      La escritura tiende a variar con la personalidad y la ocupación de quien escribe. Según eso, son numerosos los tipos de escritura a los que usted podrá aficionarse con el tiempo. Ninguno está prohibido en los códigos. Aquí, sin embargo, abogaremos por la escritura general, útil como base para las demás, y por el idioma llano, lo que no significa insípido.

      Este libro no aspira a cubrir la totalidad del tema. Claro que no. Para ello habría que sumarle varios volúmenes y aun así quedaría muchísimo por fuera. Sucede que la enseñanza de escritura creativa ha corrido con fortuna en los últimos tiempos, sobre todo en el mundo anglosajón, hasta el punto de que hoy es posible obtener un PhD en la materia. Allá usted si quiere acumular títulos o incurrir en excesos académicos; lo nuestro es identificar los obstáculos comunes que impiden que personas de otro modo agudas se expresen de forma ingeniosa e interesante. Eso por el lado negativo. Por el lado positivo, esbozaremos una serie de buenos hábitos, sacados de la larga experiencia acumulada. Removidos los principales obstáculos y establecido un régimen de buenos hábitos, usted estará listo para progresar por su cuenta, o sea, para decirnos adiós.

      La mayor parte del contenido de este manual dista mucho de ser original. Para no ir tan lejos, su estructura y parte de su filosofía están basadas en The Elements of Style, un libro celebérrimo también conocido como Strunk & White, que durante generaciones ha enseñado a escribir a medio mundo en Estados Unidos. Así, cuando un pensamiento particular sea extraído de alguna fuente porque vimos que no lo podíamos decir mejor, lo entrecomillamos. Al mismo tiempo, es tal la profusión de reglas y contrarreglas que, si busca, usted encontrará y es tal el cúmulo de contradicciones que afectan a la escritura nada más en español, que nuestro aporte consistirá en organizar el material con un énfasis y un enfoque relativamente heterodoxos.

      Tampoco tiene sentido exaltar la escritura más allá de sus propios límites. Pepe Sierra era un campesino antioqueño que llegó a Bogotá a comienzos del siglo XX y se hizo muy rico. Cuentan que algún día don Pepe estaba redactando un documento, quizá la escritura de una de sus muchísimas propiedades, y se lo pasó al secretario, un clásico señorito bogotano, tan al tanto de las leyes de la gramática como estrecho de peculio. En el documento don Pepe se refería a una acienda, error ortográfico que le fue señalado por el secretario. El latifundista alzó la mirada fastidiado y contestó: “Mire, joven, yo tengo veinte aciendas sin hache, ¿cuántas con hache tiene usted?”. Según quien cuente la anécdota, varían el interlocutor y el número de aciendas de don Pepe, pero no el mensaje de fondo.

      Suponemos que si usted tiene este manual entre las manos es porque lo necesita o le resulta útil. Pues bien, lo dejará de necesitar (aparte de abrirlo de tarde en tarde para hacer tal cual consulta puntual) cuando sea capaz de violar la mayoría de las reglas que aquí proponemos, no solo sin que se note sino con provecho. Antes, sin embargo, le conviene dominarlas para aspirar a jugar con ellas luego. Un principio paradójico del conocimiento es que las excepciones suelen ser más interesantes que las reglas, aunque dependen de ellas para funcionar. El autor inexperto incurre en casi todas las excepciones sin saberlo; el experto escogerá las que le atraigan. Así, estimado lector, quizá le aportemos algo en su camino para vivir también en la excepción.

       Andrés Hoyos Restrepo, Bogotá, 2015

      PREÁMBULO: EL ESPAÑOL,

       UN IDIOMA INTERNACIONAL

      EL PUNTO DE PARTIDA de un manual de escritura es el idioma, en nuestro caso, el español. En España, la cuna de este maravilloso vehículo de expresión, existe una polémica sobre el nombre, pues algunos prefieren llamarlo castellano para no herir la susceptibilidad de las otras naciones y regiones de la península. Semejante polémica resulta absurda en América Latina. Lo que hablamos los 350 millones de personas que vivimos al sur del Río Bravo y al oeste de Brasil es español, no castellano, por la simple razón de que no fuimos colonizados mayoritariamente por castellanos –que sí abundaban entre los altos dignatarios de la Colonia–, sino por gentes de toda la península: andaluces, extremeños, canarios, asturianos, murcianos, toledanos, cántabros, navarros, incluso catalanes, vascos y gallegos hispanohablantes, y me quedo corto. Todos ellos nos dejaron sus virtudes y sus vicios, además de su idioma, que ya en el nuevo continente sufrió transformaciones importantes, aunque nunca radicales. En Argentina se habló lunfardo unas pocas décadas, y en tal cual reducto de esclavos cimarrones, digamos San Basilio de Palenque en la Costa Caribe colombiana, se llegó a usar un dialecto difícil de entender, pero ambos fenómenos tuvieron corta vida.

      La Real Academia Española (RAE en adelante) es, como su nombre lo indica, una institución de raigambre monárquica y peninsular. Surgió por razones ideológicas que no podemos discutir aquí y, desde un principio, ancló su ideario en la profunda desconfianza que causaban en la Corona del siglo XVIII las formas de hablar y de escribir de la gente del común. Al referirse a ellos, los académicos los llamaban “el vulgo”, palabra de obvia connotación despectiva. Pasaron dos siglos y medio y subsistió, morigerada y matizada, esta desconfianza, la cual por décadas fue dirigida con particular énfasis a los latinoamericanos. Ya para los años cincuenta del siglo XX, y tras algunas escaramuzas como la que enfrentó a Borges con Américo Castro, se decía que la supervisión académica del idioma era necesaria porque este se hallaba en peligro de desintegración. Pasó otro medio siglo y la unidad del español no aparece amenazada por ninguna parte, excepción hecha de Filipinas, donde la derrota de la Corona española en la guerra contra Estados Unidos condujo a un debilitamiento paulatino de la cultura en español. Al final, los hispanohablantes prácticamente desaparecieron del archipiélago por la fuerza mancomunada del tagalo y del inglés, las dos lenguas oficiales. También hay quien diga que la forma de hablar de los latinos de segunda y tercera generación en Estados Unidos implica una desintegración del español. La verdad, sin embargo, es que la mayoría de ellos habla spanglish, no español. Dado que con el tiempo el inglés ha disuelto en Estados Unidos el idioma de casi todos los inmigrantes, exceptuando algunos chinos e italianos, el spanglish puede interpretarse como una muestra de fortaleza, no de debilidad del español. Si en ningún país de América Latina pegaron las monarquías, no se entiende por qué deberíamos adoptar instituciones de origen monárquico.

      Entrando ya en el habla concreta, el español, aparte de alguna palabra o giro que significa A en un país, B en otro y nada en un tercero, tiene una sorprendente

Скачать книгу