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palacio del jefe thembu. Además de la lengua xhosa, Nelson Mandela comenzó a estudiar inglés, geografía e historia. Por aquel entonces, la historia que se impartía en las aulas estaba muy vinculada al pasado colonial de Sudáfrica. El nacimiento de la nación estaba fechado en 1652, cuando Jan van Riebeeck llegó al Cabo de Buena Esperanza. Solo la tradición oral, especialmente a través de Zwelibhangile Joyi, uno de los ancianos que frecuentaban la casa real de los thembus, le hizo conocer, con matices, los orígenes de su pueblo. Ahí, entre humos y humores, a la sombra de los libros y de las tradiciones, Nelson Mandela se abrió a la historia de su tierra. La versión oficial, la que se enseñaba en los colegios, estaba en tinta de color blanco.

      Aunque Jongintaba Dalindyebo trataba a Nelson del mismo modo que a sus dos hijos, Justice y Nomafu, su vida no estaba exenta de responsabilidades adecuadas a su edad. Nelson ocupaba en la casa real una figura parecida a la de un recadero, aunque también realizaba otras labores que, de forma sorprendente, agradaban a un chico de pocos años. Entre estos trabajos estaba el de planchar los elegantes trajes que solía llevar el regente. Puede que aquí estuviera germinando la pasión por el bien vestir que acompañó años después, y hasta su fallecimiento, a Nelson Mandela. En poco tiempo pasó de cuidar rebaños a planchar trajes.

      Estudio. Trabajo. Y vida religiosa. Desde el día de su bautismo, Mandela no había vuelto a pisar una iglesia. Ese absentismo duró hasta que llegó a Mqhekezweni. El regente, hombre riguroso con su fe, iba a la iglesia todas las semanas, y aquella cercanía con la comunidad metodista hizo que el ahijado de Jongintaba Dalindyebo pusiera en valor el trabajo que los misioneros estaban realizando en la zona. Funcionarios y agentes de policía, oficios por los que suspiraban los negros del Transkei, se formaban en la misión de Mqhekezweni.

      Sin embargo, aquella proximidad con lo sagrado le llevó a recibir la primera y única paliza que le infligió el regente. Un domingo Nelson decidió, como cualquier chiquillo, sustituir el oficio religioso por una buena pelea con los chicos de un pueblo vecino. Cuando el regente y su esposa se enteraron, le propinaron un severo castigo que hizo entrar en razón a Nelson, para quien la fe pasó a ser insustituible..., al menos los domingos.

      Aquellos escarceos con ambientes poco propicios para el estudio y el aprendizaje hicieron que Jongintaba Dalindyebo tomara ciertas precauciones. Lo hacía por el propio Nelson, pero también por su hijo Justice. Si el primero debía ser uno de los consejeros del futuro rey de los thembus, tenía que preocuparse de que aquel no se deslizara por la pendiente equivocada, por eso evitaba en lo posible que se alejara de su zona de influencia. En lugar de enviarle a Qunu para que viera a su madre, hacía que Nosekeni Fanny viniera a Mqhekezweni a visitar a su hijo. Aquellas restricciones privaron a Nelson de la compañía de su primo, Alexander Mandela. Pronto se acostumbró a que la vida era una constante ruleta en la que toca elegir y descartar. Optar para fallar o acertar.

      En el crecimiento de Nelson Mandela tuvieron cierta importancia los sermones dominicales del reverendo Matyolo que, además de poner rostro a las enseñanzas sobre la fe, era también el padre de Winnie, su primer gran amor preadolescente. Pero la hermana de la chica, Nomampondo, hizo lo posible y lo imposible por convertir al imberbe Nelson en un gañán a ojos de su hermana. Aunque Winnie le había dado un juvenil «sí, quiero», aquella relación no pasó de un amor efímero que terminó cuando la joven cambió de escuela.

      La formación en la capital de Thembulandia no se limitaba a lo aprendido en la escuela, sino que el regente le hizo partícipe de numerosas reuniones de su corte: «Mandela adquirió a una corta edad muchos de los peculiares hábitos que lo caracterizan. Uno de los más importantes, derivado de su educación tradicional en Thembulandia, era escuchar con atención a los mayores y a todo aquel que hablara en las reuniones tribales, y observar cómo se llegaba poco a poco a un consenso bajo la dirección del rey, el jefe tribal o jeque. Tanto las autoridades convencionales como las instituciones educativas en las que estudió Mandela exigían esos hábitos de disciplina, orden, autocontrol y respeto por los demás»3.

      Buena parte de todo eso lo aprendió de la mano de Jongintaba Dalindyebo, quien mostraba una gran capacidad de escucha, incluso ante los mayores agravios de los jefes tribales que se daban cita en aquellas reuniones, en las que al final prevalecían la síntesis y el consenso. Fueron las primeras lecciones prácticas de democracia que recibió el joven Nelson, muy lejos todavía del liderazgo que se habría de ganar y mantener en el Gobierno de Pretoria y, antes, en el Congreso Nacional Africano. Pero las bases se sentaron en Mqhekezweni.

      Justice y Nelson crecieron a la par. Y los procesos vitales también caminaron por el mismo sendero. Cuando a los 16 años llegó el momento de la circuncisión, también. Aquel proceso, en la tradición xhosa, no era tanto un procedimiento quirúrgico como el tránsito a la edad adulta. Justice y 26 jóvenes más formaban aquel grupo de chavales que, al término de aquel paso, serían considerados como adultos por el resto de la comunidad.

      Tyhalarha, un valle a orillas del río Mbashe, fue el lugar elegido para instalar las chozas donde conviviría la muchachada hasta que llegara el momento. Las noches se fueron sucediendo en un ambiente de camaradería en el que destacó Banabakhe Blayi que, «aunque no sabía leer ni escribir, era uno de los más inteligentes entre todos nosotros. Regalaba nuestros oídos con historias de sus viajes a Johannesburgo, lugar que ninguno habíamos visitado. Nos emocionó tanto con sus relatos de las minas, que estuvo a punto de persuadirme de que ser minero era más atractivo que ser monarca. Los mineros tenían su propia mística: ser minero significaba ser fuerte y audaz, el ideal de la hombría. [...] En aquellos tiempos, trabajar en las minas era un rito de paso casi tan importante como la circuncisión, un mito que beneficiaba a los propietarios de las minas más de lo que ayudaba a mi pueblo»4.

      El día amaneció temprano para los 27 jóvenes, que se bañaron en el río. Después, cubiertos con túnicas impolutas, fueron circuncidados. Uno a uno, aquellos jóvenes pasaron por la mano del anciano, que ejecutó con precisión una ceremonia repetida, repetida y repetida con cada hornada de jóvenes xhosas. Los chicos solo tenían que aguardar su turno y aguantar el dolor. Como respuesta apenas debían gritar «Ndiyindoda!», algo así como «¡Ya soy un hombre!». Mandela recordaba con cierta aprensión aquel momento. No por el escalofrío que le produjo el corte, sino porque tuvo la impresión de que tardó más que sus compañeros en pronunciar aquella frase ritual, porque se había quedado paralizado por la rapidez en la ejecución por parte del ingcibi, o simplemente porque creyó que no había estado a la altura de las circunstancias.

      Miedos y frustraciones aparte, después del trance el joven Nelson ya era un xhosa adulto. Igual que al nacer o al ingresar en el colegio, la circuncisión otorgaba un nuevo nombre a cada uno de ellos. El de Nelson fue Dalibunga, algo así como «persona fundadora del gobierno tradicional xhosa».

      Pero la ceremonia no acababa ahí. Debían pintarse el cuerpo de blanco y correr en medio de la oscuridad para enterrar sus prepucios. Aquel acto nocturno y simbólico era el paso definitivo a la madurez. Lo que enterraban, según la tradición xhosa, eran su infancia y juventud, la tierra del nunca jamás. Después de quitarse la capa blanca que cubría su cuerpo, los embadurnaban con una pasta rojiza. Esa noche los circundados debían dormir con una mujer que sería la encargada de dejar su cuerpo limpio. Nelson se tuvo que quitar él mismo aquella costra rojiza que le cubría por completo.

      Los nuevos adultos xhosas recibían una pequeña dote que variaba según su estatus social. A Justice le correspondió un rebaño. A Nelson, cuatro pequeños novillos y cuatro ovejas. A pesar de la diferencia en la remuneración no sintió celos. Sabía dónde estaba y a qué estaba predestinado. Sabía cuál era el futuro que les esperaba a él y a su amigo. Aquellas cuatro cabezas de ganado le convirtieron en el hombre más rico del mundo.

      Pero, aunque en aquel momento no lo entendiera, uno de los tesoros escondidos que recibió a orillas del Mbashe vino del jefe Meligqili, quien tomó la palabra y se dirigió a los nuevos hombres de la comunidad para hablarles de la hombría que, en teoría, acababan de alcanzar. Más allá de un discurso sobre la virilidad y su futuro como adultos xhosas, las palabras de Meligqili se deslizaron por una brecha que para Mandela no se había abierto todavía. La hombría, les dijo «no es más que una promesa vacía e ilusoria. Es una promesa que jamás podrá ser cumplida,

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