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de las contiendas religiosas.

      Diferenciando pirata de corsario, en realidad hemos hecho un breve viaje por la piratería a través de los siglos; la motivación de este trabajo es entrar más a fondo en ello. Al repasar la historia, la piratería, con su verdadero aspecto, se antoja como un monstruo asesino de muchas cabezas capaz de transformarse, cambiando de forma, aspecto y color, e incluso de hacerse invisible, para adaptarse a la época en que le toca sobrevivir, con la firme determinación de no desaparecer jamás. De ser fracción indisoluble de la guerra medieval, pasará a ser parte de la hipocresía de naciones acomplejadas con el poderío del Imperio español, que la utilizarán para apoderarse de los despojos de éste último. A continuación, es arma de guerra en contiendas religiosas y políticas, como ya lo había sido en el Mediterráneo a cargo de los piratas berberiscos, para terminar, en el Caribe, constituyendo un verdadero espejismo de forma libre y auténtica de vida que acabaría naufragando víctima de la escasa categoría de los que la ponían en práctica. Para el nuevo siglo los piratas son, cada vez más, simples delincuentes a exterminar por el poderoso brazo del imperio marítimo británico, y, después, el norteamericano, tímidamente imitado por franceses y españoles. En el siglo XIX la lucha por el exterminio de la piratería prosigue, y florece la guerra del corso, la más evolucionada forma de práctica, que alcanzará su máximo esplendor en el siglo XX, auténtico siglo de las guerras.

      Pero la piratería de a pie, la cruel y asesina, no se había extinguido; sobrevivirá, bien arraigada en la pobreza y desigualdades ocasionadas por las diferentes reparticiones de recursos a lo largo y ancho del orbe, para eclosionar de nuevo, como abceso de pus, a fines del siglo XX y principios del XXI, haciendo de sus víctimas la marina mercante y deportiva. Para más inri, la falta de conocimiento de una sociedad bombardeada por conceptos superficiales y estereotipados ha hecho de los piratas una especie de héroes infantiles sin peligro ni relevancia, olvidados del tiempo, instrumento de juegos y banalidades. Que el monstruo nunca aparezca ante nosotros por sorpresa para que aprendamos cuál es su verdadero rostro.

      Al principio, todo fue piratería. Esto no quiere decir que cualquier nave que surcara los mares fuese pirata, pero sí que, si no era capaz de serlo, o de defenderse con presteza y eficacia, podía ser víctima de estos depredadores de la mar en cualquier momento, y no sólo en mar abierta, sino también en puertos, riberas y estuarios, incluso en el propio hogar, pues las hordas de piratas, saqueadores por excelencia, no veían en las fronteras físicas sino un nuevo desafío a superar para llevar a cabo sus fines. Piratas, pues, han existido siempre, y lo único que ha variado ha sido el tipo de piratería, el marco geográfico en el que se perpetraba, y la represión, absoluta, a medias o inexistente, inepta o efectiva, que contra ella se ejercía.

      La piratería, uno de los oficios más antiguos del mundo, ha tenido siempre éxito por ser una actividad fácil; basta contar con una embarcación, del tipo que sea, armas blancas, y un puñado de hombres decididos, para lanzarse a ella, y esto era tan válido al principio de los tiempos como lo es en pleno siglo XXI. Ya en las crónicas egipcias aparece el faraón Ramsés luchando contra los piratas aqueos, aunque, en aquella época, los más famosos depredadores marítimos eran los piratas chekeres de Oriente medio, la gente de Chequer. En realidad, el gran pueblo marítimo de la antigüedad fueron los himyaritas, los “hombres rojos” asentados entre la mar y las montañas del Líbano, es decir, los fenicios, que recorrieron el Mediterráneo de Este a Oeste, pasaron las Columnas de Hércules, y arribaron a las brumosas costas británicas. Estos grandes marinos fundaron las ciudades de Tiro, Sidón y Beryte, importantes puertos, aunque la primera compañía de navegación surge en el mar Rojo, en lo que es hoy Eilath, para navegar en pos del oro de Ophir. Tiro, con sus dos puertos –norte y sur– será tan importante metrópoli comercial como para entrar en los planes de conquista de Alejandro Magno, que la hizo suya. En su expansión mediterránea, los fenicios toparon con los griegos, y, ni que decir tiene, los barcos de ambos bandos se atacaron y depredaron piráticamente unos a otros, especialmente cuando iban cargados de riquezas. Los griegos fueron grandes piratas, guardándose la memoria de Polícrates de Samos, el más famoso de su época, que llegó a tener una flota de más de un centenar de naves. El origen de Cartago, máxima enemiga de Roma, será de colonia fenicia, que encontrará de nuevo unos difíciles competidores, tanto, que acabarán por aniquilarla. Los fenicios, más comerciantes que piratas, utilizaron y sufrieron la piratería como todo el que apostaba por las rutas marítimas en la Antigüedad.

      La primera represión efectiva y organizada de una civilización floreciente contra la piratería de la que tenemos noticia nos sitúa en el 67 a.C., es decir, muy próximos al arranque de la Era Cristiana, cuando el cónsul Pompeyo, yerno y rival de Julio César, organizó sus fuerzas dividiendo el Mediterráneo y mar Negro en trece sectores diferentes, a cada uno de los cuales asignó un comandante, constando la fuerza total de la impresionante cifra de 120.000 hombres y 270 barcos. Pompeyo dirigió esta amplia y exhaustiva redada personalmente, con una división de sesenta barcos, hasta tierras de Cilicia, donde los últimos de estos delincuentes fueron capturados, juzgados, y, muchos de ellos, ajusticiados. El episodio más famoso de piratería de la época vino de la mano del propio Julio, cuando, joven y desterrado por las intrigas de Sila, navegaba por mar hacia Cilicia –Turquía–. Los piratas le apresaron y pidieron veinte talentos por su rescate; herido en su orgullo, César mandó pedir cincuenta prestados, alegando que éso era lo que él valía, y juró a los piratas que les daría muerte. No tardó en cumplir su promesa; una vez en libertad, armó una flotilla en Mileto y halló y capturó a sus aprehensores, recuperando el rescate, y degollando a cada pirata antes de ahorcarlo, con lo que señaló a la posteridad la pena que había de darse a los bandidos de la mar. Por último, dato curioso, uno de los raros piratas romanos fue un hijo de Pompeyo, Sexto, que se dedicó al oficio tras ser expulsado de Roma.

      Lo anterior es bien elocuente de los peligros a los que debía enfrentarse la navegación comercial en el Mare Nostrum, y los esfuerzos que tuvo que realizar el todopoderoso Imperio Romano para erradicar esta lacra. El Imperio bizantino heredaría estos crónicos problemas mediterráneos, que se reproducirían en todas las épocas hasta el desplazamiento del centro de gravedad del comercio al océano Atlántico, y, con él, de toda la cohorte de alimañas saqueadoras. En 1204 se produce un hecho de la mayor singularidad histórica, y que debe inscribirse en los anales de la piratería, pues el dux veneciano Enrico Dandolo, habiendo sido llamado para trasladar una cruzada con su flota, se encontró con el nada infrecuente problema de la falta de pago, por lo que, de acuerdo con sus deudores, decidió reconducir la cruzada transformándola en un asalto en toda regla a la ciudad de Constantinopla. El saco de la Centinela de los Estrechos, a cargo de una república marítima en ciernes, mostró hasta qué punto gobernantes sin escrúpulos podían usar la piratería como herramienta de predominio, de guerra, o como simple instrumento de cobro.

      Mucho antes, sin embargo, una terrible horda pirática había conmovido los cimientos de Europa, sembrando el terror y el horror en las lejanas y frías aguas del mar del Norte y el canal de la Mancha. Eran los “hombres de las bahías”, hombres de las vik, o vikingos, pueblo de saqueadores procedente de Escandinavia, que disponían en aquel momento de las mejores naves, pues, si bien no eran las más aptas para navegaciones de altura (como se ha demostrado con las reconstrucciones actuales, padecían de los defectos de los barcos sin cubierta y escaso francobordo, es decir, frecuentes inundaciones que podían terminar en naufragio, y difícil gobierno con vientos de popa), sí resultaban las más ágiles, marineras y versátiles para el tipo de incursión pirática en el que se las empleaba, pues, con su rapidez de maniobra y evolución, y calado reducido, podían penetrar profundamente en los estuarios y cursos fluviales, mientras que la propulsión mixta a remos y vela les facilitaba el asalto y abordaje a embarcaciones más pesadas, o la rápida huida de quien quisiera capturarlas.

      Las naves vikingas de cabotaje eran el karfi, velero costero de carga, mientras que el knerrir era el gran barco oceánico, de unos treinta metros de eslora, y respetable calado y francobordo. Pero la embarcación “todo uso”, el drakkar o dragón clásico que conocemos vulgarmente, era el llamado hafskip o knörr, de vela y remo, veinte metros de eslora, doce de altura de mástil, cinco metros de

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