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en nuestro inconsciente colectivo, es una completa desconocida.

      A lo largo del siglo XIX, se popularizó el retrato romántico del pirata, es decir, los atractivos libertarios que, a semejanza de lord Byron y tantos otros, hicieron de los mares su hogar al compás de los párrafos de El Corsario, o las estrofas de La Canción del Pirata de Espronceda. De haber retrocedido 100 años en el tiempo, lo que se habría encontrado, real y dramáticamente, habría sido un terrorífico y estrambótico individuo, el mismísimo Edward Teach, alias Barbanegra, paradigma del pirata bajo pabellón negro, mirándonos con ojos fríos emergiendo de una maraña de greñas hechas trenzas de las que cuelgan humeantes bengalas. Si retrocediéramos un siglo más, lejos de topar con el hasta cierto punto simpático Long John Silver, creación genial de Robert Louis Stevenson del granuja agradable a la vez que ladrón sin escrúpulos, la cruda realidad se habría materializado en el escalofriante y sanguinario Jean David Nau, el Olonés, psicópata asesino que, en sus delirios de exterminio, llegó a devorar la carne de sus víctimas después de haberles robado y torturado. De continuar hacia atrás en el alucinante viaje a través de la oscura historia pirática, el siglo XVI dio a luz especímenes como Jeireddín Barbarroja, aparatoso individuo de espeso pelo a modo del hombre-lobo, el cual, acostumbrado a no dar ni un chavo por su propia vida, era capaz de revolverse contra sus propios colegas, jefes y aliados, de robar, despojar y torturar crudamente, sin dejar piedra sobre piedra, la ciudad de Mahón, o de navegar inopinadamente con sus galeras en pos de una bella duquesa italiana, firmar la alianza con los franceses, o correr, después de la derrota, como humilde cordero y las alforjas llenas de valiosos tesoros robados, para arrojarse a los pies del sultán Solimán el Magnífico, a fin de que éste se apiadara y le otorgara el mando de su flota. O Francis Drake, aventurero, negociante, marino, ladronzuelo y torturador sin escrúpulos, que no dudaba en engatusar con sus regalos a una frívola, hipócrita y tonta reina hasta conseguir que financiara y fuera cómplice de sus aventuras practicando la delincuencia por toda América Central y el Caribe; luego, cuando Inglaterra necesitó un almirante, otro gallo cantaría…

      El concepto difundido de pirata puede hacer caer en el error de que se trata sólo de aquél aventurero que lucha, de forma violenta y con medios ilícitos, por conseguir el botín, por su cuenta y riesgo, al margen de cualquier organización o institución estatal; realmente, en numerosos casos, gozaban de cobertura y apoyo por parte de algún poder legítimo que los respaldaba de hecho, aunque no siempre estuviera dispuesto a reconocerlo. Este es un concepto “moderno” de pirata, válido a partir del Renacimiento; diferencia al pirata sin oficio ni futuro, del que tal vez algún día pueda ser considerado héroe. Si el apoyo no es encubierto, ya se le puede considerar corsario, sobre todo si dispone de una buena patente real, por escrito. Pero, anteriormente, la piratería y los reinos estaban indisolublemente unidos, considerándose aquélla, en realidad, como una forma más de guerra que no necesitaba de patente para su práctica, y cuyas raíces se hunden en la noche de los tiempos. Atacar por sorpresa, y saquear al enemigo, era una forma de debilitarlo tan lícita como plantear batalla en campo abierto; si alguien le hubiera dicho al temible Roger de Lauria que, para asolar la costa italiana, necesitaba una patente de corso de su monarca, se habría desternillado de risa.

      Con el Renacimiento, los reyes –salvo la de Inglaterra– se dan cuenta de que no pueden respaldar ni asociarse con los piratas, fundamentalmente, por sus métodos: asesinato, robo, saqueo y tortura de inocentes. No obstante, los sabrosos botines eran tan tentadores, que, muchas veces, se dejaban atrás los escrúpulos. Aun cuando con la llegada al trono de los Estuardo los piratas ingleses pudieron despedirse del total respaldo de la Corona, surgió, para estos individuos, la necesidad de establecerse por propia cuenta en cualquier isla del Caribe. El problema era que los españoles ya estaban allí, dándoles batalla sin descanso. Con la llegada al poder del lord Protector puritano, Oliver Cromwell, y el Western Design, Inglaterra retorna a la comodidad de la “doble política”, o sea, abjurar públicamente de los piratas, y aprovecharse de ellos como vanguardia armada para debilitar la “fortaleza española” en Indias, con vistas a crear ricos asentamientos coloniales en el Nuevo Mundo. Bahamas, Jamaica, Barbados, Granada, Trinidad y un largo etcétera son el largo rosario de islas que, más o menos desguarnecidas, fueron cayendo en sus manos, constituyendo cabezas de puente para la instalación británica en las Indias Occidentales, cuyo origen no fue otro que los ataques piráticos. De cómo se defendió el resto, habla el hecho de que ninguno de los “puntos fuertes” –Florida, México, La Habana, Puerto Rico, Cartagena de Indias, etc.– acabaron cambiando de manos, y, cuando fueron conquistados, los ingleses se mostraron incapaces de conservarlos; de hecho, nunca conseguirían prosperar en Tierra Firme.

      Con el tiempo, los monarcas llegarán a la misma conclusión a que llegaran, tiempo atrás, los sultanes Selim y Solimán: más vale alcanzar un buen arreglo con estas fuerzas irregulares, que ponerse en contra de ellas. Esta vergonzosa y pragmática política, que luego se ha justificado de mil y una impresentables formas, desde demonizar al enemigo hasta convertir a los piratas, auténticos delincuentes, en héroes de epopeya, acabará costando muy caro, y, en especial, a los propios británicos, que llegaron al extremo de rehabilitar y encumbrar a criminales como Henry Morgan, nombrándole gobernador de Jamaica, e inspirando el protagonista, totalmente idealizado y desprendido de su vileza, de la obra de Rafael Sabatini El capitán Blood. La cobertura política y literaria puesta al servicio de tan lamentables prácticas se vendría abajo cuando, llegada la siguiente centuria, la propia Armada inglesa tenga que emplearse a fondo para exterminar a canallas como Edward Teach Barbanegra, verdadera materialización del delirio sabatínico, Edward England, Henry Every, Bartholomew Roberts o Howell Davis, que desataron el pánico en las rutas de la navegación comercial, incluidos los intereses de la propia Gran Bretaña. El buen pirata se había transformado, por arte de magia y cuando no atacaba a los españoles, en vulgar asesino y delincuente. Lejos de un cargo en la administración colonial, acabaron siendo designados para la horca por sus propios conciudadanos, hartos de sus excesos; los mismos que antes, hipócritamente, los toleraron cuando iban dirigidos contra otros. Aún hay que leer a los historiadores piráticos anglosajones proclamar que “hombres como aquéllos abrieron un destino para Inglaterra”.

      La concesión de patentes de corso es la materialización del concepto del “pirata civilizado”; un corsario es un especialista que, aunque no sometido a disciplina militar, pone en práctica procedimientos de guerra, y, aunque no sea pirata, actúa como tal. Eso sí, ha de respetar las banderas neutrales y los prisioneros, aun cuando el saqueo y la lucha por el botín permanezcan invariables. Para la corona, el corsario presenta grandes ventajas sobre el pirata irregular, incluso sobre las propias fuerzas: es controlable, no necesita difíciles justificaciones diplomáticas para sus actos, se financia a sí mismo gracias al botín –del que sigue teniendo parte el propio monarca que expide la patente– y debilita al enemigo sin desgasar ni causar bajas propias.

      No obstante, la fina línea que separa al pirata del corsario puede transgredirse en cualquier momento, como consecuencia de inesperadas complicaciones, la más habitual de las cuales era capturar un buque de la propia bandera por equivocación. ¿Qué hacer? Si se entrega, el corsario será castigado y desprovisto de su patente, mientras que, si no lo hace y se queda con el botín, será declarado pirata, perseguido implacablemente, y si es capturado, condenado a la horca. En estos casos, si el afectado tenía algo de sentido común, hacía cuentas: en el caso de que el botín diera para asegurar una cómoda existencia hasta el fin de sus días, se trataba de desaparecer en las brumas de las rutas marítimas; en otro caso, un duro futuro esperaba al corsario. Esta “inestabilidad” de la guerra del corso se solventará por las marinas regulares practicándola con marinos profesionales; corsarios, como se ve, bastante alejados del ideal romántico, pero mucho más solventes y eficaces, y, sobre todo, que van a causar muchas menos víctimas. De hecho, los corsarios “profesionales” del siglo XX iban a dejar en pañales a los filibusteros, bucaneros, rastafaris y demás patulea caribeña, que quedarían como simples y pintorescos aficionados. La guerra pirata y corsaria ideal no es la que produce personajes imaginarios para el cine y la literatura, sino la que, sin ocasionar pérdidas de vidas innecesarias, logra el objetivo, es decir, el botín, con el mínimo daño, causando el máximo trastorno técnico, logístico y de comunicaciones al enemigo, que sufrirá graves pero incruentos daños en su organización. Frente a este eficiente y diáfano concepto,

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