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dominante

      La madrastra fue acumulando antipatías desde el principio. Al despachar con lo puesto a la princesa de los Ursinos el día de Navidad de 1714, nada más verla en Jadraque, Isabel de Farnesio se había granjeado la hostilidad francesa, lo que pronto trascendió a todas las cortes europeas. La propia princesa, que había desempeñado el papel de aya de los infantes del primer matrimonio, se empleó a fondo en construir y airear desde Versalles la primera imagen negativa de Isabel que contenía ya el primer estigma de madrastra que nunca abandonó a la reina segundona.

      Era natural que la llegada de los hijos Borbón-Farnesio despertara comentarios en la propia corte sobre la situación de los de la esposa anterior, los hijastros a los que Isabel de Farnesio no mostraba cariño y a los que siempre vio como obstáculos a sus planes. Luego, el «partido español», el sector de la opinión que encontró su legitimación en la posible ilegalidad de la vuelta al trono de Felipe V tras el breve reinado de Luis I, incrementó la corriente de difamación contra la reina a la que ya la impopularidad la seguiría de por vida.

      Las tintas se cargaron sobre su imagen de madrastra e incluso, en círculos restringidos, se acusó al médico par-mesano Cervi de haber envenenado al joven rey Luis I. Como era innegable que Felipe V mostró mucho cariño a su hijo Luis, se decía que Isabel tenía celos y hacía todo lo que podía desde San Ildefonso para perjudicarle. Cuando murió Luis I, Fernando, un niño de once años, aparecería como el lastimoso niño enfermizo, tímido y falto de cariño, que acababa de perder al único hermano. Según M. Danvila, que cita a Louville, Luis le habría dicho a Fernando «nosotros nos entenderemos siempre bien, hermano mío, y será preciso que estemos unidos contra Carlos y doce más que vayan viniendo». El historiador Pedro Voltes atribuye la frase a su autor, Saint Agnan, mientras los interlocutores son Felipe y Luis, que contaban con nueve y cinco años, una edad como para sospechar de la falsedad de estas informaciones aventuradas. Por contra, los hijos de Isabel, Carlos —Carlet— y Felipe —Pippo— son presentados habitualmente como niños felices, siempre jugando juntos, pero entre ellos.

      M. Danvila, que llamó «exceso de amor» a las reacciones de Isabel y que juzgó como injusto el trato histórico de su comportamiento con los huérfanos, contribuyó, sin embargo, a que la natural propensión de madre apareciera, por encima de cualquier consideración, como artera maldad de madrastra; y, remedando a la mayoría de los contemporáneos, caracterizó de inmoral la trayectoria política de la reina Isabel de Farnesio. Pero, la propia documentación que manejó sobre las costumbres de la corte pudo ayudarle a suavizar sus juicios. Los infantes eran cuidados en sus primeros años por varias nodrizas y un nutrido personal femenino sin mucha intervención de la reina y menos del rey; luego, se les encargaba a un ayo, cada uno el suyo normalmente, y en el octavo año, se les formaba cuarto —«se le quitó del poder de las mujeres», dice Danvila de Fernando— y se les ampliaba el personal que les tutelaba.

      Todos los niños seguían las lecciones morales del cardenal Giudice y luego, tras su exoneración, las del duque de Populi, que les caía muy antipático; todos compartían los juegos y los ejercicios caballerescos, especialmente el aprendizaje de la caza y de la pesca, para lo que tenían sirvientes, guardias, maestro armero, ballesteros y ojeadores a su servicio, pero también practicaban la equitación, la esgrima o algunos pasos de danza y principios de música. No comían con los reyes ni compartían sus habitaciones. Desde niños se acostumbraban, también ellos, a ver a los soberanos inaccesibles, cercanos a la divinidad.

      Isabel ya fue aconsejada por Alberoni sobre el riesgo que corría su popularidad a causa de los rumores sobre el trato que deparaba a los huérfanos, pero, las cortes no eran, precisamente, casitas de parejita feliz y dos niños. Si Isabel de Farnesio pudo llegar a producir en su entorno la sensación de que adoraba a sus hijos, mucho a Carlet pero más a Pippo, es ya cuando los embajadores se refieren a hombres inteligentes, sensibles, guapos, de afable conversación, no a bebés. En efecto, son sus hijos, pero entre un Felipe de Parma, el más alegre y divertido, frívolo y sensible, inclinado al arte —recuérdese su obra ilustrada en Parma— y la imagen de un Fernando apocado, taciturno, fingido y entregado a su mujer, además de fea y obesa, políticamente poco fiable por las veleidades políticas portuguesas, no es anormal que una mujer mandona, activa, gozadora y de mundo como fue la Farnesio mirara a sus verdaderos hijos con pasión y lamentara la distinta suerte que les esperaba. Ella misma podía recordar su oscura juventud en Parma y pensar que unas viruelas le habían devuelto el trono. De estas cosas —del «ver mudar la rueda de la fortuna»— se hablaba a diario en las cortes europeas y, frecuentemente, con la melancolía que producía la imprevisibilidad de la vida, la salud y la muerte.

      En verano de 1728, tras una de las grandes crisis de Felipe V y nuevos intentos de abdicar, Isabel confesó abiertamente a Fernando sus temores: si Felipe se consumía en San Ildefonso, ella y sus hijos querían vivir bajo el amparo del nuevo rey, un niño de quince años. No podían hacer otra cosa que aceptar lo inevitable: la propia reina tenía que solicitar humildemente el placet de quien, por más bulos que se lanzaran, era evidente que sería el jefe de la Casa y que podía decidir sobre ella absolutamente (como en su día hará), pero incluso sobre sus hijos, sobre cuyo futuro nadie hubiera apostado en esos momentos. El pueblo rumoreaba que la reina estaba encerrando oro en una torre en San Ildefonso y se pregonaba una hiriente sentencia de Alberoni, en parte cumplida, que pronosticaba una Isabel retirada y marginada con un pobre título de marquesa de San Ildefonso como consolación.

      Pero si la reina pensó obsesivamente en colocar a sus hijos, no empleó otros métodos que los comunes en la época y los que eran obligados en una madre de una gran casa real. Con sus hijastros, Isabel no llegó a los extremos de un Federico Guillermo de Prusia, el padre del adorado Federico, que le maltrataba bárbaramente y estuvo a punto de ahorcarlo. Luis I murió de causa natural y Fernando no tuvo hijos, y no porque no los deseara, tanto él como Bárbara (como todos sus cortesanos). No es creíble, desde luego, que Isabel eligiera a Bárbara de Braganza teniendo en cuenta «la mala salud de la familia de Portugal, los individuos locos y extraviados que había producido» y que pensara, además, «que el matrimonio no diese el resultado que se deseaba». Estos conocidos textos proceden nada menos que de los hermanos Goncourt, quienes aún añadían: «Se temía que la princesa no tuviese hijos o que los tuviera muy tarde o que tales hijos muriesen; en una palabra, que esta alianza introdujera en la Casa de Francia los vicios de la sangre de la Casa de Portugal». Por si hiciera falta más morbo, el propio duque de Alba, odiado por la reina, difundió luego que Alberoni era el verdadero padre de Carlos III.

      Contra los adivinos a posteriori, W. Coxe, mucho más atento a la realidad política, vio en las bodas del Caya una estrategia «cuyo objeto era evidentemente el de separar de las potencias marítimas a un aliado tan importante como Portugal». José de Carvajal (1698-1754) incluso soñó con una nueva unión dinástica. En efecto, el matrimonio fue una pieza de gran interés político, tanto que cuando faltó Bárbara en 1758, Portugal firmó la alianza con los ingleses y, tras la muerte de Fernando VI, el país fue invadido por el ejército de Carlos III al mando del joven conde de Aranda.

      Por otra parte, la notoria influencia farnesiana en la política de Felipe V fue impopular como lo ha sido siempre en España la presencia femenina cerca de los tronos; pero hay que reconocer que Isabel llevó el gobierno de la familia y del reino en momentos de grave dejación de funciones del rey, que fueron muchos, y en otros de caos en la corte y constantes riesgos internacionales. El duque de Noailles (1678-1766), el ministro francés que mejor conoció la España de Fernando VI, decía durante el desempeño de su embajada extraordinaria en Madrid en 1746, «me parece que han exagerado el retrato que de ella han hecho». Uno de los más hirientes era divulgado por Luis Guy Guérapin de Vauréal (1688-1760) el célebre obispo de Rennes, embajador en Madrid entre 1741 y 1749, que llegó a insultarla sin freno: era una mujer «sin espíritu, sin juicio, vana sin dignidad, avara, derrochadora sin liberalidad, falsa sin finura, mentirosa más que discreta, violenta sin ánimo, débil sin bondad, cobarde sin prudencia, sin ningún talento, sin gracia». Recientemente, la biografía que ha dedicado a la reina María Ángeles Pérez Samper pone un punto de objetividad sobre su figura.

      Pero, la historia ha hecho más caso

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