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en la iglesia de Santa Gadea de Burgos, no sin reservas por la arrogancia del Cid al poner en duda su inocencia. Según las fuentes épicas, la Jura de Santa Gadea se celebró a finales de 1072 y el rey juró que no había participado en la muerte de su hermano ni en los hechos que se le imputaban. La consecuencia inmediata fue el castigo y la expulsión del reino de Rodrigo, su primer destierro durante el gobierno de Alfonso VI. Un destierro que le llevaría a recorrer las tierras musulmanas de Barcelona y Zaragoza para ponerse al servicio del mejor postor, de aquél que valorara más sus conocimientos guerreros, como así sucedió. Fue el caso del rey de Zaragoza a cuyo servicio estuvo cinco años por su reconocido talento militar y bravura.

      Hasta aquí la narración de los sucesos de Zamora que dieron paso a la leyenda negra del rey Alfonso VI, acusado de la muerte de su hermano y de castigar a uno de sus mejores caballeros con el destierro por cometer la osadía de obligarle a defenderse de la acusación y tener que negar su participación en los hechos en la Jura de Santa Gadea. Ahora bien, las narraciones históricas posteriores, a excepción del Poema de Mío Cid, donde se recoge la Jura de Santa Gadea y su expulsión del reino, nada dicen de aquel episodio que seguramente fue una invención del amanuense que un siglo después redactara el cantar de gesta, escrito alrededor del año 1200. Unos sucesos que, de ser ciertos, tendrían que haber aparecido descritos en diferentes documentos coetáneos y posteriores y no fue el caso. Por ello, los investigadores defienden la teoría de que se trata de una historia imaginaria, inventada para dar más categoría de héroe al Cid y de esta manera crear un personaje de leyenda en una época que andaba necesitada de ellos (siglo XIII).

      En cambio, sí existió el destierro del Campeador, dos en concreto, acontecimientos bien documentados a través de diferentes narraciones. El primero tuvo lugar en 1081, nueve años después de la muerte de Sancho II, tiempo excesivo como para pensar que fue una consecuencia del acto de Santa Gadea. Pero las causas no están nada claras; para algunos el motivo estuvo en las parias que recaudó al rey de Sevilla, el poeta al-Mutamid, y que no entregó íntegramente a su señor, y, para otros, se debió a una incursión realizada en las tierras de la taifa de Toledo para vengar un ataque musulmán a la fortaleza soriana de Gormaz y alrededores. Rodrigo, al enterarse del suceso, tomó la iniciativa personal de salir en la búsqueda de las tropas enemigas penetrando en las posesiones del rey de Toledo, amigo de Alfonso VI, donde asoló tierras, capturó rehenes y se adueñó de un importante botín que repartió generosamente entre su mesnada. Se dio la curiosa circunstancia de que el rey castellano se encontraba en suelo musulmán intentado sofocar un ataque del rey de Badajoz contra su compatriota toledano, por lo que se vio envuelto en una situación delicada: por un lado defendiendo al rey de Toledo y por otro atacando sus territorios por medio de uno de sus mejores hombres. Una vez recibida la queja de quien le pagaba buenos dividendos para defenderle, Alfonso castigó a su mejor soldado expulsándole de León y Castilla. Así pues, la leyenda negra del rey castellano se ha mantenido viva hasta que las investigaciones sobre la figura del Cid han demostrado lo contrario, que el personaje histórico superaba al personaje literario. Aún así, como muy bien indica el profesor Francisco Javier Peña, experto cidiano, detrás de una leyenda se esconde un mensaje y en los episodios legendarios narrados en este capítulo destaca el talante de un caballero honesto, de moral firme, defensor de la legalidad y del orden político y social del reino, algo impropio entre la alta nobleza.

      La historia de la obra literaria del Cid es tan legendaria como la de su protagonista. No está claro cuando fue escrita por diferentes motivos. Hay quien entiende, entre ellos Ramón Menéndez Pidal, el gran investigador cidiano, que el Poema fue obra de dos autores por el desarrollo de los temas, el uso de la métrica y la narración de los sucesos históricos y lugares descritos. Tradicionalmente se ha pensado que una parte de la obra se debió a un juglar de San Esteban de Gormaz –villa próxima a los lugares citados– que la debió escribir hacia 1105, seis años después de la muerte del Cid. De ahí el conocimiento fresco, cercano y casi real de los sucesos y lugares narrados en la primera y segunda parte: “Cantar del Destierro” y “Cantar de las Bodas”. Siguiendo con esta teoría, el autor de la tercera y última parte, el “Cantar de la Afrenta de Corpes y Cortes de Toledo”, pudo haber sido algún poeta de Medinaceli, también en tierras de Soria, pero más alejadas del Duero, el cual comete imprecisiones en la descripción de los lugares por desconocerlos y hace una narración más alejada de la realidad, más imaginaria y novelesca, tal vez con más gancho legendario. La fecha probable de la redacción se sitúa alrededor de 1140 teniendo en cuenta los arcaísmos utilizados en el texto y las costumbres descritas entre la población.

      En cambio, los estudios actuales no coinciden plenamente con las tesis del gran filólogo y medievalista gallego y apuntan a una fecha en concreto, la que aparece en el manuscrito: 1207, es decir, cien años después de la muerte del héroe castellano, una fecha que también levanta discusiones debido al tipo de grafía, más parecida a la utilizada en el siglo XIV, y a una duda que surge en la fecha del documento. El manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de España y es una copia del siglo XIV que no deja dudas. La controversia está en conocer el original que sirvió para la copia realizada por el amanuense Per Abad o Pedro Abad, cura de la localidad soriana de Fresno de Caracena, próxima a Gormaz, territorio muy conocido por el Campeador por tener propiedades en la zona y cuyas hazañas seguro que conoció el copista de viva voz por algún juglar. Si hay algo claro es que la obra es el resultado de la tradición oral y de la lectura de relatos anteriores como el Carmen Campidoctoris y la Historia Roderici. Posiblemente de la amalgama de ambas fuentes surgió el germen de la obra, inventada en este caso por un solo autor de origen desconocido.

      El Poema de Mío Cid es posiblemente la obra más antigua de la literatura castellana, lengua que empezaba a desplazar al latín de los ambientes cortesanos y aristócratas y que era entendida, además, por el pueblo. De ahí la gran difusión y buena acogida que tuvo. Un trabajo memorable, único e irrepetible por su desarrollo narrativo y planteamiento argumental, dividido en tres actos. Un texto de ficción, comprobado por diferentes estudiosos del tema, que intentó promocionar el orgullo castellano y los valores caballerescos de la época como la lealtad, la justicia, la fidelidad y la nobleza. El Cid aparece como un personaje de leyenda, asumiendo con resignación la desgracia de abandonar su tierra por una decisión injusta. Pero el autor de la obra supo combinar muy bien la verdad histórica con la ficción y el resultado fue un poema épico de gran calidad y mucha trascendencia literaria e histórica. Ante el acoso almohade, Castilla vivía un periodo convulso necesitado de personajes heroicos que dieran valor al espíritu castellano de siempre, de guerreros vencedores y combativos con el enemigo almorávide. Hacía falta una renovación del sentimiento de vasallaje hacia el rey y, al mismo tiempo, había que contentar a la nobleza con proezas bélicas y episodios atractivos que afirmaran el espíritu caballeresco del momento, y el Cid representaba todas esas virtudes. Así pues, el Poema de Mío Cid se convirtió en la mejor campaña de propaganda de la España de Alfonso VIII y tal vez ayudó a subir la adrenalina y la autoestima de los soldados cristianos que derrotaron a los musulmanes en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212.

      “No por ambición ni codicia, sino por necesidad del pueblo y la tranquilidad de la Iglesia y llevado por el mejor deseo”.

      (Palabras de Ramiro II al ser coronado rey de Aragón)

      Ramiro II (Jaca, 1084-Huesca, 1157), rey de Aragón (1134-1137), tercer hijo de Felicia de Roucy y Sancho Ramírez I, rey de Aragón y Navarra. Heredó la corona del reino de su hermano Alfonso I y en 1137 cedió el trono a su yerno Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, aunque siguió ostentando el título de rey hasta su muerte. Está enterrado en la iglesia de San Pedro el Viejo de Huesca.

      La muerte de Alfonso I el Batallador, sin descendencia directa, dejó el trono de Aragón lleno de incertidumbres y tensiones porque nadie, o muy pocos, dieron crédito al testamento real de donar la gestión de la Corona de Aragón a las Órdenes Militares y, mucho menos, de hacerlo efectivo. Una cosa era la decisión personal del rey y otra muy distinta la realidad social y política del reino, su historia, sus costumbres y sus maneras de vida. La Iglesia

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