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en aquel vil asesinato ni que aquel acto tan osado y prepotente le supuso al Campeador su primer destierro. Estas leyendas, recogidas en el Poema de Mío Cid, una de las obras épicas más trascendentales de nuestra literatura, circularon de boca en boca por plazas y caminos de Castilla hasta constituirse en una verdad legendaria que animaban a las gentes a reunirse en las plazas mayores alrededor del juglar. No quiero decir que algunos de aquellos lances no ocurrieran, pero tal vez no sucedieron como realmente se contaron. Ahora hay más información para ofrecer un poco de luz sobre unos acontecimientos fechados a finales del siglo XI y que forman parte de la leyenda negra de dos personajes que impulsaron el carácter y la grandeza de Castilla: Alfonso VI y Rodrigo Díaz, Cid y Campeador a la vez.

      A veces las herencias son un regalo envenenado, un maná caído del cielo que si son mal recibidas y mal administradas resultan un serio problema. Sancho Garcés III (988?-1035), uno de los principales reyes navarros, abuelo de Sancho II y Alfonso VI, repartió sus bienes al morir entre sus cuatro hijos: García Sánchez recibió Navarra más las tierras de Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y La Rioja; a Fernando le correspondió Castilla; Gonzalo se encargó de los condados pirenaicos de Sobrarbe y Ribagorza, germen del reino de Aragón, y el bastardo Ramiro fue agraciado con el condado de Aragón. El reparto no gustó por razones de envidias y cuestiones fronterizas y enseguida empezaron las tensiones entre los hermanos que acabaron con la muerte de Gonzalo entre otros escándalos. Aquel error, que debía haber servido de ejemplo, lo repitió Fernando I (1016?-1065), el primer rey de León y Castilla, quien cometió la equivocación de segregar sus tierras entre sus hijos. A Sancho, el mayor, le tocó en suerte Castilla; a Alfonso le correspondió el reino de León, y García, el tercero, se hizo cargo de Galicia. La herencia también incluía la recaudación de los tributos (parias) de los reinos musulmanes de Zaragoza, Toledo, Albarracín, Badajoz y Sevilla que rendían vasallaje a los reinos cristianos con el fin de evitar sus ataques.

      Pero este reparto no se ajustaba al derecho castellano porque los bienes territoriales repartidos por Fernando I –sobre todo los correspondientes a Castilla– formaban parte indisoluble de su patrimonio y según el derecho en vigor, esas tierras le correspondían a su primer hijo Sancho. Además la cuestión jurídica era muy complicada en este caso porque Fernando I hizo muy bien al entregar el reino de Castilla a Sancho porque era patrimonio propio y así debía ser según la ley; y tal vez pensó que los otros territorios, los de León y Galicia, que los había recibido de su matrimonio con Sancha –aunque él fuera el rey efectivo de todos ellos– los debía entregar a sus otros hijos, seguramente por razones defensivas y militares. Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) cronista y arzobispo de Toledo, autor de la Historia de los hechos de España, explicó muy bien este conflicto en sus escritos:

      “ningún poder admite ser compartido y como los reyes de España deben a la feroz sangre de los godos el que los poderosos no soporten a nadie igual ni los débiles a nadie superior, con bastante frecuencia las exequias de los reyes se empaparon con la sangre de la herencia entre los godos”.

      Por eso, la distribución territorial realizada por Fernando I no fue del agrado de sus hijos que aguantaron la furia mientras vivió la reina madre, Sancha, fallecida en 1067. Fue entonces cuando se desataron las hostilidades; Sancho –que con razón se consideraba el único rey de Castilla y León– atacó a Alfonso en Llantada (1068), cerca de la raya fronteriza formada por el río Pisuerga, con un resultado dudoso que no alteró los límites de ambos reinos. Más tarde, el pusilánime García sería despojado de su territorio por sus hermanos quienes se repartieron el reino de Galicia, seguramente con un mal acuerdo porque al poco tiempo ambos se enfrentaron de nuevo, esta vez cerca de la localidad palentina de Carrión de Campos por donde ya empezaban a pasar los primeros peregrinos de camino a Santiago. Y digo lo de un mal acuerdo porque resultaba muy complicado ejercer el control de Galicia desde Castilla estando por medio el territorio del reino de León. Aquella batalla, conocida con el nombre de Golpejera (1072), se saldó con la derrota de Alfonso, detenido y posteriormente desterrado al reino musulmán de Toledo en donde entabló una gran amistad con el prestigioso y hospitalario rey Ismail al-Mamún. Se desconoce la causa por la que Sancho dejó en libertad a su hermano cuando lo normal en esos casos era matar o dejar inválido (ciego) al oponente para que no pudiera gobernar, aunque fuera un familiar. Tal vez la petición de clemencia hecha por su hermana Urraca y por el influyente abad de Cluny, san Hugo, hicieron cambiar de parecer a Sancho II. El caso es que los territorios de León y Castilla volvieron a unirse bajo el cetro de Sancho II, pero un hecho aparentemente ocasional cambió el rumbo de la historia que se estaba escribiendo en ese momento.

      Al parecer los deseos expansionistas de Sancho fueron más allá y ahora pretendía la conquista de la ciudad de Zamora, señorío de su hermana Urraca y bien defendida por sus robustas murallas, orilladas por el Duero. No se sabe muy bien cómo ocurrió, el caso es que un caballero zamorano, de nombre Vellido Dolfos (Vellido Adolfo según la Primera Crónica General de Alfonso X) consiguió abandonar la villa y llegar hasta el campamento de Sancho II a quien le pidió su protección. Una vez ganada su confianza, el resto de la operación resultó sencilla. El falso desertor aprovechó un momento de soledad del monarca para atravesarle el pecho con una lanza, provocándole la muerte. Otras opiniones indican que el traidor, aprovechándose de la amistad de Sancho, le explicó la manera de entrar en la ciudad a través de un portillo. El confiado rey se acercó a la muralla y en un descuido fue apuñalado en el costado (7 de octubre de 1072) por el caballero zamorano. El traidor pudo escapar del acoso de la guardia real a través de una pequeña puerta del recinto que durante mucho tiempo se llamó Portillo de la Traición y ahora es conocido como de la Lealtad. Es probable que aquel incidente fuera un hecho organizado por los defensores de Zamora, nobles gallegos y leoneses favorables al desterrado Alfonso quien había cedido la ciudad a su hermana Urraca, o bien a una decisión personal del audaz caballero, tal vez un noble, que empujado por el cerco de las tropas de Sancho II decidiera acabar con la vida del rey en un momento crítico para los asediados por la escasez de víveres y moral. El caso es que la hazaña le salió bien: penetró en las líneas enemigas, alcanzó el objetivo, consiguió destruirlo y finalmente volvió sano y salvo a la ciudad. Una proeza al alcance de muy pocos que aprovechó el exiliado Alfonso para recuperar el trono de León y las tierras de Castilla. Para asegurarse el total dominio del reino, encarceló a su hermano García para el resto de su vida en el castillo de Luna, en la montaña leonesa, donde murió después de dieciocho años de cautiverio.

      A partir de estos acontecimientos, la fantasía popular y la tradición inventaron diferentes finales para el protagonista del magnicidio. Para algunas fuentes el héroe zamorano se perdió por tierras de moros sin dejar rastro gracias a la ayuda de Urraca; para otras murió descuartizado por cuatro caballos, vengado por Diego Ordoñez, primo del rey muerto, y por último hay quien opina que el tal Vellido vivió tranquilamente al norte de Zamora como héroe y dueño de amplias tierras. Este episodio histórico del cerco de Zamora, cierto y documentado, fue el origen de la primera leyenda negra atribuida a Alfonso VI, el primer interesado en recuperar el control de León y Castilla y por ello fue acusado de participar en la muerte de su hermano a pesar de encontrarse lejos del lugar del suceso, en la corte de Toledo. Uno de los jóvenes militares que acompañaron a Sancho II en la toma de Zamora fue Rodrigo Díaz, alférez real y magnífico caballero que durante el asedio hizo gala de su destreza en el manejo de las armas al enfrentarse en solitario a quince soldados enemigos a los que puso en fuga menos a uno que resultó muerto y dos más que cayeron heridos. La Crónica Najerense, por su parte, recoge una versión más heroica al indicar que el Campeador luchó contra catorce leoneses de los que trece perdieron la vida. La propia leyenda indica que fue Rodrigo el primero en dudar de las verdaderas intenciones de Vellido Dolfos y que, después del vil asesinato, le persiguió a caballo sin conseguir alcanzarlo por muy poco.

      Según la tradición, Rodrigo, tras la muerte de su señor, al que había acompañado desde sus tiempos mozos, quiso saber la verdad de los acontecimientos y hasta qué punto eran ciertos los rumores que corrían por la corte sobre la participación de Alfonso en la muerte del rey. Posiblemente en representación de todos los caballeros y nobles castellanos, se autoproclamó defensor de la memoria de su señor y obligó a su

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