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Becky representa a Clitemnestra (¡a quién si no!), la despiadada mujer de Agamenón, la esposa sin escrúpulos, la madre-anti-madre, la temible asesina, que no vacila en agarrar el acero con sus manos cuando al pobre varón que tiene por amante le tiembla vergonzosamente el pulso.

      La Gran Farsante es desenmascarada en una repulsiva escena de adulterio en la que el antiguo canalla representa el papel de puro y honesto marido. Como ocurre siempre, la ambición ha llegado al tope de su borrachera; la piel de la rana se ha tensado demasiado, se ha vuelto transparente, y Rebeca termina más o menos allí donde empezaba. Pero la caída no es sino una bufonada, pues es ahora cuando Rebeca es más realmente ella misma: una pícara bohemia y vagabunda, sin amigos ni familia, sin dinero, vestida con un vestido viejo y mucho colorete, pero sin rastro de amargura, sobrellevando su suerte con una carcajada.

      No, pensamos, Thackeray no castiga a esa Calculadora Nata que es Rebeca Sharp, sino que la deja bastante bien situada al final de su novela. No podía ser de otra manera. Becky era la Gran Nadadora, la Gran Seductora, la Gran Feriante, la Reina de esa feria que en realidad es mercado. Pues si comportarse bien —pensaba Becky— depende de tener suficiente dinero en el bolsillo o, en su defecto, crédito suficiente, entonces quizá sea mejor dejar la bondad para otro momento.

      En Der Verschollene el protagonista es transportado de un espacio a otro como si de diversos paneles en un videojuego se tratase. Cada panel tiene un escenario diferente, un ambiente diferente, unos personajes diferentes, pero unas reglas de juego extrañamente similares. Primero, un barco lleno de pasillos en los que Karl está indefenso; sigue el puerto de New York, la casa de su tío, los caminos que se alejan hacia no se sabe dónde, un hotel, un apartamento, Oklahoma. Los paneles se suceden los unos a los otros no exactamente al azar ni exactamente por capricho, sino según una regla que resulta ser la falta misma de regla: la regla del «no-hay-regla», o, si se quiere, la ausencia de regla que es en el fondo la violencia gratuita.

      Karl Rossmann, en principio un sujeto tan libre como cualquier otro, pasa de manera imprevisible y sin quererlo de una situación violenta a otra situación violenta. Kafkiano es por de pronto el hecho de que sea justamente el tío, su único familiar en América, quien lo aleja de sí de esa forma humillante y dolorosa (no me escribas, no contactes conmigo a través de terceros, nada, esfúmate, desaparece). Dos veces pierde Karl la vinculación con la familia por la pura arbitrariedad de sus familiares (¿y quién es su tío sino un rico comerciante con mala reputación que se ha cambiado el apellido?), de modo que ahora, en América, no solamente sus vínculos de origen europeo no valen nada; tampoco sus cinco años de formación europea valen nada; su buena voluntad europea no vale nada, ni siquiera su propio esfuerzo vale nada, todo lo cual no deja de ser en cierto modo una aclaración del hecho mismo de que Karl esté en América, espacio al que viaja no por propia iniciativa, sino porque ha sido expulsado de Europa por sus padres. Como K. en Der Schloss, Karl ha perdido los lazos con su suelo natal, y con ellos la posibilidad de orientación y referencia (allí donde están ahora ni Karl ni K. son capaces de orientarse en absoluto).

      Ya hemos dicho que los paneles kafkianos tienen cada uno una decoración, un escenario, unas reglas de juego. En los paneles de Der Verschollene el fondo es siempre la multitud: la anónima, bestial, frenética, inconmensurable multitud de ese país inconmensurable que es América. El tráfico de New York, el gentío en el restaurante, las miríadas de ascensoristas en el hotel, la muchedumbre que se agolpa en las calles bajo el balcón de Brunelda. Importante en cualquier caso es el extrañamiento entre K. y los paneles. K. como protagonista y el mundo como serie de paneles constituyen algo así como vías que, corriendo en paralelo, no se encuentran nunca. Karl dice: me confundes con otro. El panel dice: eras tú. Así de sencillo. No hay nada que hacer. A diferencia de lo que ocurre en ciertos juegos ordinarios, aquí el héroe no tiene ningún poder específico, ni tampoco capacidad alguna de adquirir poderes. Karl parte de una situación inicial de pérdida y despojamiento (su maleta es objeto de inspección y de saqueo desde el principio), pero incluso en ese despojamiento y en esa pérdida sigue siempre perdiendo y siendo despojado.

      De cada mundo-panel Karl es expulsado habiendo sufrido eso que quizá llamaríamos una vulneración de sus «derechos fundamentales». La invasión de su intimidad es constante, la imposición de normas y espacios extraños (pasillos, puertas, colas, incluso luz y oscuridad son elementos que Karl no controla) es básica; el secuestro; también la agresión física es continuada. Todo es brutalidad, todo es coacción imprevisible. En los paneles no kafkianos la libertad del protagonista consiste en contar con un equipo propio y ciertas posibilidades de hacer uso del mismo; el protagonista no kafkiano cuenta y se encuentra con cosas y es capaz de sacar partido de esas cosas para sus propios fines. En alguna medida esto funciona también en Der Verschollene, pues de lo contrario no habría posibilidad de avance, pero se lo ha reducido al mínimo. Karl se encuentra por ejemplo con una «jefa de cocina» (parte de la pesadilla consiste en el hecho de que las personas hayan desaparecido; lo que hay son en cambio profesionales: taberneras, secretarios, agrimensores, médicos, abogados), encuentro que hace posible transitar de «restaurante-multitud» a «cocina-jefa de cocina» (notemos que «jefa de cocina» no es lo mismo que «cocinera»). El encuentro en la pensión conducía del entorno neoyorkino al «camino a B.», de donde, mediante la mencionada jefa de cocina, Karl va a parar al Hotel Occidental. Reaparece uno de los falsos amigos, lo cual hace posible el cambio (la expulsión) al panel «habitación de Delamarche», y de aquí, finalmente, al encierro en el balcón. (Que no encontremos ningún panel «cárcel» no hace sino reforzar la idea de que todo es aquí cárcel: Karl ha sido prisionero de su tío, de los amigos de su tío, de su trabajo como ascensorista, de sus falsos amigos.)

      Después del desayuno de Brunelda el relato se interrumpe. Como es sabido, Der Verschollene es una novela inacabada, y no solo en el sentido trivial de que Kafka no terminase de escribirla. Kafka mismo dijo (en carta a Felice) que su «historia americana» estaba diseñada para «continuar hasta el infinito». Esto quizá sea importante.

      Por un lado, en las llamadas novelas de Kafka las cosas parecen no acabarse nunca. Después de un camino viene otro, después de un pasillo viene otro, después de un plato de comida viene siempre otro y otro y otro. El problema kafkiano es el no-se-acaba-nunca típicamente moderno. Es por esto que el así llamado detallismo de Kafka no es en manera alguna tranquilidad kafkiana o naturalidad kafkiana; todo lo contrario: es exasperación y crispación kafkiana, es infinitud y desasosiego, es un no-ver-nunca-el-final y un no-acabarse-nunca (a diferencia del antiguo, por ejemplo el griego, el detallismo moderno es angustiante y desesperante). Por otro lado, la ilimitación tanto en la forma como en el contenido tiene que ver con que el relato aparezca como una secuencia de aventuras explorando la vieja fórmula (radicalmente modernizada) «héroe supera fase y cambia a siguiente», solo que aquí el «héroe» no supera sino que más bien es superado. En cualquier caso, los fragmentos que las ediciones reúnen al final de la novela no parecen ser sino variaciones de un mismo patrón: suciedad insuperable de los espacios multitudinarios en los que Karl se encuentra; desorientación; traición; policía y restricción de la libertad de movimiento; deseo de lo más simple: poder acceder en igualdad de condiciones a una vida cualquiera, nada extraordinario, nada exquisito, algo absolutamente corriente, algo a lo que todo el mundo podría aspirar llegado el momento, algo transparente y democrático obtenido según reglas transparentes y democráticas, es decir, justas en vez de injustas, públicas en vez de clandestinas, en suma: reglas en vez de pura y simple arbitrariedad. Esta y no otra es la aspiración del protagonista: poder vivir en paz en algún lugar del mundo (digamos: del gran teatro de Oklahoma), pero justo esto es lo que no puede cumplirse (la lógica de contratación del teatro resulta viciosa), ni siquiera en América.

      Se ha sugerido que los personajes de Kafka son relevantes precisamente por su irrelevancia, su falta de carácter, su anonimato, etcétera. Ahora bien, en la medida en que esto sea cierto, la irrelevancia no podrá ser entendida meramente como obstáculo sino, en cierto sentido, también como meta. Al protagonista de Der Schloss las cosas le van mal porque es un nadie, un cualquiera, y sin embargo, a lo que K. y otros aspiran es justamente a ser en verdad nadie y en verdad cualquiera, así como a recibir el mismo trato que cualquiera sometiéndose a las mismas reglas que cualquiera, pues lo otro no será sino arbitrariedad y despotismo.

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