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fuertes y los orgullosos; no os inquieten los felices, que no pondrán sobre vosotros jamás su mano, pues nada necesitan. Temed a los pequeños, a los infelices. Temed a los débiles. Temed a todos aquellos a los que la vida se les atraganta. Temed a los que han sido heridos y no han podido olvidarlo. No son las existencias favorecidas; son las vidas envenenadas las que amenazan con envenenar y aniquilar las otras.

      Ahora bien, precisamente por ser lo que es (la virgen impotente y desfavorecida), la prima Bette necesita aliarse con un contrario poderoso si quiere hacer añicos a los bellos, buenos y felices, y este contrario suyo no es otro que esa ramera burguesa, casada y de lujo llamada Valérie. Ahí está la espantosa meretriz, como una mantis al acecho; la prima Bette será quien conduzca a su guarida uno tras otro los bichitos masculinos para que se los coma, incluido su querido conde polaco, pues la familia Hulot se lo ha arrebatado de las manos tal como el rico que tenía mil rebaños arrebató el cordero único al pastor pobre. O así lo piensa Bette.

      Por lo demás, el conde Steinbock es un joven escultor que sucumbe demasiado pronto a las tentaciones que acechan siempre la existencia del artista: el conde posee grandes talentos, pero ninguna constancia; tiene grandes ambiciones, pero ningunas ganas de trabajar de firme. Wenceslas es en La cousine Bette lo que Lucien era en las Illusions Perdues: el contrario interno del artista verdadero, ese animal feroz que no suelta nunca su presa, ese monomaníaco que lo desprecia todo excepto una sola cosa. El artista auténtico es un látigo despiadado restallando cada día en un taller, en un escritorio, en un antro cualquiera. El artista genuino es ese para quien la palabra «mañana» no existe, pues la urgencia de la obra dice siempre ahora, hoy, ahora. El artista no es simplemente un individuo que tiene grandes talentos, sino, sobre todo, quien posee la energía y la determinación para lo grande. Lucien, Steinbock y los demás ven en su cabeza el objetivo, pero carecen del arrojo y el coraje necesarios para ponerlo en obra.

      Así pues, para consumar su venganza de Adeline, que le empañó la niñez, y de Hortense, que le quitó su consuelo polaco, la virgen se alía con la cortesana burguesa, lo cual no solo da rienda suelta a su odio inveterado, sino que además le procura una bonita renta, pues (Balzac lo sabe bien) la Virtud viste andrajos y el Vicio púrpuras, la Probidad duerme en las chabolas y la Indecencia en los palacios. ¡Esto es París!, le dice la cantante a un Hulot en bancarrota, destructor de su propia familia, tres veces asesino, corrupto, lascivo y malversador, cuyo nombre no es sino una cruel ironía (Héctor nunca traicionaría a Andrómaca). ¡Esto es París, una nueva Nínive, una nueva Babilonia!

      Pero Balzac no pierde el tiempo preguntándose por qué tiene el Vicio que ser rico y la Virtud pobre; no parece quejarse demasiado porque la Belleza resulte ser una horrible cortesana y la Fealdad una erinia enloquecida, pues lo suyo es un estudio fidedigno (el «documentado y estremecedor estudio de las costumbres parisinas»), y además, según parece, ya tiene las respuestas. Horace Bianchot, el médico ubicuo, afirma que «ese mal tan enraizado» viene de «la carencia de creencias religiosas y de la invasión de las finanzas, que no son sino la consolidación del egoísmo. Antaño, el dinero no lo era todo; se admitía que existían cosas superiores y se les concedía prioridad. Se valoraban la nobleza de carácter, el talento y los servicios prestados al Estado; pero, hoy en día, la ley ha convertido el dinero en el patrón de cuanto existe». La sociedad lo perdonará todo; perdonará la ingratitud, perdonará la mendacidad, el robo y el asesinato, siempre y cuando el capital haya crecido lo bastante para comprar un asiento de prestigio entre los poderosos.

      Así es «la moralidad de la época»; así es «el orden social de nuestro tiempo». Así es París, donde quien más y quien menos mataría a su madre por un puñado de perlas, y no porque las perlas le importen mucho en sí mismas, sino porque esa es la manera de quedar por encima de la rival de turno. Así es el mundo que Balzac ausculta como un médico ausculta el pecho sibilante de un tísico: no hay nada que esté por encima del dinero. El dinero es el síntoma y es la enfermedad, y el diagnóstico del médico resulta del todo inequívoco: ese mundo en el que campan a sus anchas los corruptos y los sobornados, la concusión y el lenocinio, ese mundo ya está muerto, y lo único que queda todavía por hacerle es firmar el certificado y empezar la autopsia. Y para eso, naturalmente, se necesita dureza, se necesita frialdad, pero no la dureza de una Bette que se resarce arruinando a su familia, lo cual no es más que la forma postrera de la degradación (quien sufre al calor de la desgracia es noble todavía, quien se ha vuelto ruin porque ha sufrido es otra criatura abyecta arrojada al vertedero que compone el mundo), sino la frialdad del que ha sufrido mil penas, mil catástrofes y mil desilusiones sin haberse vuelto por ello infame y mezquino.

      Vanity Fair deja claro desde el primer momento que Becky Sharp es una mujer tan inteligente como sinvergüenza: fascinante, seductora, irreverente, encantadora, astuta, quizá también malvada. Sea como sea, lo cierto es que empezamos la lectura (en la medida en que no tenemos conocimiento previo de la trama) con la curiosidad despierta: deseamos saber cómo se producirá (si se produce) la condena moral de la protagonista, pues si Vanity Fair se presenta en efecto como A Novel without a Hero, no es porque en ella no haya un héroe definido, sino porque los candidatos a héroes no están a la altura, y Becky Sharp no es obviamente una heroína.

      No es una heroína. Becky avanza flamante por la ruta de la estafa y la frivolidad, aventajando en astucia y villanía a todos los que la rodean, hasta tal punto que su marido —militar, jugador, duelista y pendenciero— parece un santo a su lado. Pero no nos engañemos. La sátira no recae sobre Rebeca; la sátira recae sobre la sociedad en su conjunto. Rebeca es simplemente el pez que mejor nada en esas aguas ponzoñosas que forman la charca (la feria) de las vanidades. La feria misma es la auténtica protagonista, la verdadera heroína de la novela de Thackeray, y, evidentemente, hablar en términos de feria ya es satirizar. Por eso si Rebeca es una harpía, una oportunista y una depravada —y nadie duda ni un instante que sea todas estas cosas—, entonces una harpía es la reina indiscutible en este mundo de vanidad.

      Ahora bien (y esto es importante), Becky no podría ser jamás la figura dominante de la feria si no fuese por la propia mezquindad y la propia vanidad de los participantes. Son las propias faltas, las manías, las obsesiones y las ambiciones de la gente que pulula a su alrededor eso que Rebeca explota hábilmente para lograr sus fines. La presunción de Sir Pitt, la flaqueza de Lady Jane, la boba admiración de su marido no son debilidades suyas, son las debilidades de la gente, y lo que hace Becky es poner todo eso a su servicio. Porque así son las cosas. Después de lamentar con alguna trillada frase hecha la muerte de la vieja tía de turno los personajes llenan sus estómagos con asado de cordero y vino de clarete. Nada perturba su apetito. Nada les impide dormir. Así que si Becky es inmoral, por lo menos es divertida, mientras que los habitantes de la feria no solo son inmorales, también son insulsos y fariseos, tal como demuestran (el novelista lo demuestra) sus jamás perturbadas ganas de comer y de beber a las correspondientes horas, pase lo que pase y muera quien se muera.

      Cuando Rebeca le descubre a Amelia quién era realmente su marido (sin andarse por las ramas, sin emplear palabras dulces) no podemos dejar de pensar: bien dicho. Es divertido que el narrador nos permita reírnos de esa pobre niña tonta llamándola al final de la novela «tierno y dulce parásito». Porque Becky podrá ser una mujer falsa y sin escrúpulos, podrá ser una víbora astuta, pero es con Becky con quien preferiríamos pasar la tarde o la noche; es con ella con quien preferiríamos reírnos, de ningún modo con sus víctimas (no con la insípida y simple Amelia), que además parecen estar pidiendo a gritos ser descuartizadas. Nadie se libra de la sátira. Ni siquiera el mayor Doblin, quien tiene sin embargo las dos cosas, tanto corazón como intelecto, puede evitar ser el blanco de la crítica, pues en el fondo es tan hipócrita y tan vano como los otros, por más que en la novela se diga que no recurriría jamás a la mentira aun cuando le beneficiase.

      Becky no es la condenada, sino el mecanismo del que la novela se sirve para condenarlo todo. Es ella quien permite que la caricatura sea tanto más mordaz, la sátira tanto más merecida. No en vano el novelista la retrata no solo como una mujer inteligente y bien informada de la realidad del mundo en el que vive, sino también como una gran actriz, una gran imitadora cómica (los estudiantes alemanes se ríen de sus imitaciones). Ella es el alma misma de la novela, su espíritu satírico y ridiculizante. Por eso no

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