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confiscaciones de bienes y un profundo debate sobre la propiedad en los distintos estados de la joven república. Así en Virginia, siguiendo las ideas de Thomas Jefferson en sus Notas sobre el estado de Virginia, algunos derechos tradicionales, como el de primogenitura y el de la posibilidad de vinculación de bienes, fueron abolidos desde el año 1776. Las grandes propiedades se fragmentaron al heredar, no sólo el primogénito, sino todos los hijos. En muchos casos, además, estas propiedades se vendieron. El modelo virginiano fue imitado por otros estados como Georgia, Maryland y Carolina del Sur. También la confiscación de las grandes propiedades de los realistas puso tierras en el mercado que habían sido fraccionadas por los estados en lotes de un tamaño que permitía la explotación familiar. Las tierras de la familia Penn, en Pensilvania, y las de los herederos de los Baltimore, en Maryland, salieron a la venta tras su incautación. Además se produjeron muchas otras confiscaciones en Virginia y Nueva York.

      La relación entre las distintas iglesias y los ahora ciudadanos norteamericanos se alteró. En el Sur, la Iglesia anglicana había sido muy fuerte y era lógico que tras la independencia se produjeran cambios. Por un lado, siendo su cabeza visible el rey de Inglaterra, era una profunda contradicción para los nuevos estados reconocer esta jefatura religiosa. Por otro, además, la cultura política republicana se oponía a las estrechas relaciones entre Iglesia y Estado y también a los privilegios de un credo frente a los otros. Entre 1784 y 1789, en una serie de reuniones, la Iglesia anglicana de Estados Unidos se organizó en la Iglesia episcopal protestante de América. Se adoptó una Constitución y en el Libro de la plegaria común se suprimió toda referencia a Gran Bretaña y al rey de Inglaterra. Además, los presbiterianos norteamericanos rompieron con Escocia. Entre 1785 y 1786, la Iglesia presbiteriana de los Estados Unidos se dotó de nuevas normas. Este proceso de nacionalización de los credos no sólo afectó a las iglesias controladas desde Gran Bretaña. También se nacionalizó la práctica de los seguidores de la Iglesia reformada holandesa y de distintas comunidades reformadas vinculadas a Alemania. Existió, a su vez, una dura pugna entre los escasos católicos norteamericanos. En Estados Unidos existían veinticuatro sacerdotes católicos romanos asentados en Pensilvania y en Maryland y dependientes de la diócesis de Londres que negociaron directamente con Roma. El papa Pío VI les permitió crear un obispado con sede en Baltimore.

      Estas rupturas y, sobre todo, este proceso de creación de nación en todos los ámbitos, permitió suprimir privilegios que, la Iglesia anglicana había mantenido en algunos estados. Así la Constitución de Carolina del Sur decretó la libertad religiosa, en 1778, concluyendo con todas las prerrogativas anglicanas. En Virginia, Thomas Jefferson introdujo, lo que para él fue uno de los grandes logros de su vida: el Estatuto de la Libertad religiosa, aunque las legislaturas virginianas no lo pusieron en vigor hasta 1785. Sin embargo en tres de los estados de Nueva Inglaterra: Massachusetts, Connecticut y New Hampshire los privilegios de los congregacionistas permanecieron hasta el primer tercio del siglo XIX. Las distintas congregaciones puritanas se habían comprometido profundamente con el proceso de independencia. Existieron pastores, como el reverendo Thomas Allen, que dirigieron acciones militares seguidos de gran parte de sus feligreses en los primeros años de la guerra y se vinculó, de nuevo, a la fe puritana con el igualitarismo revolucionario. Nadie alzó la voz en contra de los privilegios congregacionistas. En las colonias intermedias y también en Rhode Island la libertad religiosa y la falta de privilegios era un hecho antes de la revolución.

      Pero no sólo se rompieron vínculos religiosos y culturales. Pasar de ser colonias a estados independientes supuso una quiebra del comercio y de la producción de materias primas y de manufacturas norteamericanas. Mientras fueron colonias inglesas, los granjeros y también los artesanos tenían un mercado seguro para sus productos. La independencia y la dificultad para firmar tratados con las otras potencias europeas entorpecían la vida económica americana. Los norteamericanos no tenían garantizado el mercado para sus productos. Además, se había producido un gran desequilibrio monetario. Al concluir la guerra, el papel moneda emitido por el Congreso –llamado dinero continental– había perdido tanto valor que ya no circulaba. Lo mismo había ocurrido con el papel moneda que emitían cada uno de los estados de la Confederación. La existencia de deudas contraídas durante la guerra y también en los primeros años de posguerra, ocasionó un incremento en los impuestos de los distintos estados. Las innumerables protestas se iniciaron porque la mayoría de los ahora ciudadanos no podía afrontar, con la incertidumbre económica, esta presión impositiva. En muchos estados se exigió la emisión de papel moneda y las consecuencias fueron graves. En Rhode Island se acuñó papel moneda y a pesar de la depreciación se obligó a los acreedores a aceptarlo. La mayoría huyó del Estado para evitar la medida. En Massachusetts se acataron otras normas. No se emitió papel moneda pero se elevó mucho la presión fiscal y además los impuestos se debían pagar en moneda, algo casi imposible para la mayoría de los granjeros del estado. Los que no podían pagar perdían sus granjas y podían terminar en la cárcel por deudas. Existía un profundo malestar y una inmensa tensión en los estados.

      En el otoño de 1786 muchos granjeros se unieron al veterano de guerra Daniel Shays. En total 1.200 hombres se dirigieron al arsenal federal de Springfield. Poco después la rebelión fue sofocada por las milicias de Massachusetts pero este conato de revolución, conocida como la Rebelión de Shays, preocupó mucho al congreso de la Confederación que se sentía inerme y sin competencias para hacer frente a este incremento de las revueltas y del descontento que inundaba Estados Unidos.

      Pero todavía la situación podía empeorar en Estados Unidos. Las dificultades internas fueron aprovechadas en las acciones indirectas iniciadas por las naciones europeas. Tanto Inglaterra como España atosigaron a la Confederación, que casi no tenía competencias, con la finalidad de conseguir satisfacer sus intereses territoriales y comerciales. Las estrategias de las dos naciones fueron similares. Buscar alianzas con las naciones indias de la frontera de Estados Unidos –en el caso de Inglaterra, la frontera norte y en el de España, la occidental– para evitar el avance de los colonos norteamericanos; y aprovechar los distintos intereses de los estados miembros de la Confederación para sembrar conflictos entre ellos y debilitar así la política común. La única diferencia entre la política británica y la española es que España quería cerrar un tratado con los Estados Unidos para limar las diferencias. Por lo tanto, mientras el primer representante diplomático español en Estados Unidos, el comerciante bilbaíno Diego Gardoqui negociaba con John Jay, nombrado secretario de Estado por la Confederación, el contenido de un posible tratado, España presionaba a través de acciones indirectas controladas por sus autoridades coloniales en Luisiana y las Floridas. Además, el tratado que España proponía, también sembraba la discordia entre los estados de la Confederación. La Monarquía Hispánica defendía la firma de un tratado comercial ventajoso pero que era bueno sólo para algunos de los estados. Lo que España ofrecía a Estados Unidos era, por un lado, un tratado comercial, que entusiasmaba a los estados mercantiles y artesanales del Norte; pero mantenía su negativa a libre navegación del Misisipi, que era una vieja reivindicación y también una auténtica necesidad para los territorios del Oeste. Estaba claro que los debates iban a ser intensos entre el Norte y el Oeste en el seno de la Confederación. Esta situación se agravó con la firma, por parte de España, de tratados con los indígenas como forma de crear una barrera entre lo que España entendía eran sus fronteras, una vez recuperada Florida, y Estados Unidos. Muchos asentamientos del Oeste, sobre todo en la región de Kentucky y de Tennessee, comenzaron a considerar que la Confederación no podía defender sus auténticos intereses y que le faltaba voluntad política al estar más atenta a los intereses de los Estados históricos.

      También Gran Bretaña hacía peligrar la nueva Confederación de Estados. Tras la independencia prohibió a Estados Unidos comerciar con sus posesiones de las Indias occidentales, y se negó a iniciar conversaciones para firmar un tratado comercial con sus antiguas colonias. Además, siguió ocupando fuertes, a lo largo de la frontera de Canadá, en territorio que los Artículos preliminares de paz habían señalado como de Estados Unidos. Desde allí también firmó, como había hecho España, tratados con los indígenas, en este caso, del valle septentrional del Ohio, para frenar la expansión de los colonos estadounidenses. Los ingleses además defendían su postura. Estados Unidos no había cumplido con su promesa de devolver las propiedades confiscadas a los realistas norteamericanos.

      Los

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