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pobladores norteamericanos también se unieron al ejército real. Cuando se les dio la oportunidad de elegir, los esclavos del Sur se integraron masivamente en el ejército británico. Durante la guerra más de 50.000 esclavos –un diez por ciento– dejaron las plantaciones, y de ellos unos 20.000 fueron evacuados por el glorioso ejército de Su Majestad británica. Tras la derrota británica, los antiguos esclavos se exiliaron. Unos a Nueva Escocia, otros a Quebec, y otros a Londres. Muchos, sin embargo, formaron parte de una nueva nación integrada por antiguos esclavos británicos: Sierra Leona en la costa occidental africana. También los tories, de origen europeo, se marcharon. Unos 35.000 se instalaron en Nueva Escocia formando allí la provincia de New Brunswick, en la década de 1780. Otros 8.000 se dirigieron a Québec fundando la provincia de Upper Canada, más tarde Ontario. Otros más fueron a las Indias occidentales y también a Florida. Y muchos abandonaron América y se dirigieron a Inglaterra.

      Como en todas las guerras civiles existió un gran dolor y una gran división familiar y regional. En la revolución norteamericana se exiliaron treinta de cada mil habitantes, mientras que en otras revoluciones de finales del siglo XVIII o de principios del XIX, como la Revolución francesa sólo se marcharon 5 de cada mil. Además esta marcha produjo muchas divisiones familiares. Los integrantes del ejército británico no pudieron regresar a sus hogares para recoger a sus familias porque les hubiera costado la vida. Nunca existió el perdón para ellos. El hijo de Benjamin Franklin luchó con el ejército británico y después se exilió en Inglaterra. También el cuñado de John Jay tuvo que abandonar a su familia en las colonias al huir primero a Quebec y luego a Londres. Su hijo Peter Munro Jay fue educado por los revolucionarios John Jay y su mujer Sarah Livingston Jay.

      Aquellos que apoyaron sin tapujos al Congreso Continental y al nuevo ejército en su guerra contra Inglaterra fueron llamados Patriotas, whigs, e incluso yankees. De ellos sólo unos 18.000 formaron parte del ejército.

      Además, muchos europeos se involucraron en esta guerra que suponía una ruptura con el pasado y prometía la llegada de un orden nuevo. El francés marqués de Lafayette, el prusiano Von Steuben, los polacos Pulaski y Kosciusko contribuyeron con su experiencia a la mejora del ejército americano. Pero está contribución personal no era suficiente. Desde el estallido de la guerra los americanos sabían que debían buscar apoyo diplomático y estaban convencidos de que tanto Francia como su aliada en la Guerra de los Siete Años, España, podrían querer resarcirse de la debacle sufrida en la Paz de París de 1763. Y tenían razón. Francia quería frenar el avance político de Gran Bretaña. Y España, sobre todo, deseaba recuperar territorios importantes que había perdido a lo largo del siglo XVIII y que estaban controlados por Gran Bretaña. Gibraltar, Menorca y las Floridas eran sus prioridades. La situación, sin embargo, era muy distinta para las dos potencias borbónicas. En las dos reinaban monarcas de las Casa de Borbón y en las dos se afrontaban reformas ilustradas. Pero mientras que Francia había perdido su imperio colonial en América en la Guerra de los Siete Años, España seguía siendo la gran potencia colonial del continente americano. Una guerra independentista americana era desde luego un pésimo ejemplo para todas las colonias españolas en América. El Congreso Continental entró pronto en contacto con las cortes de París y de Madrid. Arthur Lee, comerciante americano en Francia enseguida inició conversaciones con el secretario de Estado francés el conde de Vergennes. Desde muy pronto Francia y España ayudaron de forma indirecta a los rebeldes norteamericanos. Pero estaban expectantes. Querían asegurarse que las colonias estaban decididas a romper con una metrópoli como Gran Bretaña.

      “Tiempos como este ponen a prueba el alma de los hombres”, escribió Thomas Paine sobre el primer año de la guerra de Independencia de Estados Unidos, en su texto La crisis. Y tenía razón. El inicio de la guerra fue desolador para los antiguos colonos. Los ingleses habían reforzado su ejército, con más de 30.000 hombres, y habían trasladado el centro de la contienda desde Massachusetts a Nueva York. George Washington fortificó Brooklyn Heigths pero fue derrotado por sir William Howe en la batalla de Long Island. Tuvo que trasladarse primero a Manhattan, después a Nueva Jersey y más tarde a Pensilvania. Los ingleses, tras este impresionante inicio, pensaron que la guerra concluiría en 1777. Prepararon una ofensiva que creyeron definitiva para aislar a los estados de Nueva Inglaterra de los demás. El general John Burgoyne descendería desde Montreal por el río Hudson; el general St. Leger se dirigiría desde el lago Ontario, también hacia el Hudson, y el general Howe desde la ciudad de Nueva York ascendería, también por el gran río, hacia el norte del Estado. La finalidad era capturar la ciudad de Albany. Si lo lograban quedaría efectivamente aislada Nueva Inglaterra y el ejército británico se dirigiría hacia el Sur y conquistaría el resto de las colonias. Pero la estrategia inglesa fracasó. Las tropas de Leger tuvieron que retroceder de nuevo hacia Canadá por la resistencia del ejército norteamericano. Howe decidió, en lugar de ascender hacia el norte de Nueva York, dirigirse primero hacia Filadelfia y enfrentarse con George Washington. Si bien conquistó casi toda la ciudad, los americanos lograron resistir en Brandywine y en Germantown imposibilitando a los ingleses abandonar la ciudad y dirigirse hacia Albany para ayudar al ejército de Burgoyne. Cuando éste logró llegar a Saratoga, al norte de Albany, fue rodeado y derrotado por fuerzas norteamericanas dirigidas por el general patriota Horatio Gates, el 17 de octubre de 1777. Esta victoria del ejército rebelde fue esencial para el futuro de la guerra. Estaba claro que los británicos habían vuelto a despreciar la capacidad de sus antiguas colonias. Además, por primera vez, las potencias borbónicas vislumbraron no sólo que las colonias estaban resueltas a lograr su independencia sino que además existía una posibilidad de triunfo.

      Efectivamente, Francia, nada más conocer la victoria de los estadounidenses en Saratoga, firmó dos tratados con Estados Unidos. Uno de amistad y comercio, y otro de alianza defensiva y cooperación. Ninguna de las partes “dejaría las armas hasta que la independencia de Estados Unidos esté formal o tácitamente asegurada por el tratado o tratados que finalicen la guerra”, rezaba uno de los textos. También se aseguraba que si la guerra estallaba entre Francia y Gran Bretaña, los dos nuevos aliados –Francia y Estados Unidos– lucharían juntos y ninguna de las partes firmaría una paz sin el consentimiento de la otra. Los tratados con Francia llegaron a la sede provisional del Congreso Continental, en York, Pensilvania, el dos de mayo de 1778. Dos días después el Congreso los ratificaba. La firma de los tratados no sólo implicaba que las antiguas colonias pudieran ganar la guerra, sino también algo que, para Estados Unidos, entonces, era más importante. Por primera vez una nación reconocía la soberanía de las antiguas colonias al firmar acuerdos bilaterales. Estados Unidos aparecía ya como una nación en el concierto de naciones. Además, estaba claro que la alianza con Francia traería tarde o temprano la de España. La nueva nación sabía que la política exterior borbónica estaba vinculada por los Pactos de Familia. La primera flota francesa llegaba a Estados Unidos en julio y con ella el primer representante diplomático de Francia en Estados Unidos.

      España tardó más en entrar en guerra. El rey Carlos III y sus ministros estaban indecisos. El conde de Aranda era el representante de la corte española en París y desde el principio mantuvo buenas relaciones con los enviados americanos. Pensaba que la independencia de las colonias inglesas era inevitable y que sería bueno para la Monarquía Católica implicarse. Pero el secretario de Estado español, conde de Floridablanca, valoraba otros problemas. Sabía que esta guerra, aunque podría mejorar estratégicamente la situación territorial de España en América, políticamente era un enorme problema. Sin duda, la población criolla de las colonias españolas en América estaba atenta a los sucesos de sus hermanas del Norte. Nada más saber la Corte de Madrid que Francia había dado la mano a los rebeldes y entrado en guerra en América del Norte la diplomacia española no paró de debatir. En 1779 España se decidió. Primero, en abril, el secretario de Estado español firmó con Francia la secreta Convención de Aranjuez. Según el pacto, las dos naciones debían luchar contra Inglaterra y también firmar juntas la futura paz. La restauración de Gibraltar; del río y fuerte de la Mobila; de Penzacola, con toda la costa de la Florida; la expulsión de los ingleses de la bahía de Honduras y la revocación de su derecho a explotar el palo campeche así como la recuperación de Menorca eran las condiciones exigidas por Floridablanca para finalizar la contienda con Gran Bretaña. También si Francia conseguía Terranova, España podría pescar en sus bancos.

      España

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