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gobierno Mahmud Ahmadineyad (2005-2013) afirmó, entre otras frases, que «Israel debe ser borrado del mapa»; y su sucesor Hassan Rouhani ha reiterado la hostilidad de Irán contra el «régimen sionista» israelí.

      Prueba de la inestabilidad de algunos países árabes es su dificultad para adaptarse a prácticas democráticas que equilibren sus gobiernos y amortigüen sus tendencias sociales más violentas. Ese autoritarismo político, reflejo del escaso dinamismo que tiene la sociedad civil en algunas naciones musulmanas, se ha interpretado ya como una muestra de debilidad. Por ejemplo el egipcio Nazih Ayubi, especialista en el mundo árabe contemporáneo, ha escrito: «Que el estado árabe sea un estado autoritario, y que se muestre tan reacio a la democracia y resistente a sus presiones, no debe interpretarse, evidentemente, como un signo de fortaleza, sino todo lo contrario.»

      En los últimos años se ha intentado determinar la responsabilidad de los estados árabes cercanos a Israel que, de alguna manera, no han prevenido con la «debida diligencia» las actividades terroristas que desestabilizan la vida en el estado judío. Ante hechos de este tipo, la legislación internacional se encontraba en una disyuntiva que resolvió con un criterio general ―la obligación de prevenir actos terroristas contra otros estados o contra sus nacionales― que habría de aplicarse a los casos particulares. Así lo explica Joaquín Alcaide, profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales:

      «Después de 1945, la determinación de la responsabilidad de un estado por la violación de esta obligación es más problemática porque, además de exigirse obviamente la prueba de la negligencia del estado territorial, debe tenerse en cuenta la incidencia de la distinción que el Derecho Internacional contemporáneo traza entre actos terroristas y actos de resistencia de los pueblos en ejercicio del derecho a la libre determinación (por ejemplo, la situación en Oriente Próximo, en particular los actos de violencia que se organizan en el Líbano y se cometen en Israel).

      «No obstante, la Asamblea General de las Naciones Unidas consagró de modo general en su Resolución 2625 (XXV) que los estados están obligados a cooperar en la prevención de los actos terroristas en otro estado: “todo estado tiene el deber de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar [...] en actos de terrorismo en otro estado o de consentir actividades organizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos, cuando los actos a que se hace referencia en el presente párrafo impliquen el recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza” y “todos los estados deberán [...] abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro estado [...].»

      En Oriente Próximo la diversidad religiosa complica lo que es, sin embargo, un problema fundamentalmente político de consecuencias también económicas. Los judíos consiguieron un estado tras el impacto que la ignominia del Holocausto causó en la comunidad internacional. Pero los palestinos, dados sus escasos recursos propios, aún carecen de medios suficientes ―a pesar de las cuantiosas donaciones internacionales― para ejercer con autonomía todas las competencias de un estado.

      Estrechamente relacionados con la cuestión anterior hay temas de obligada negociación entre palestinos e israelíes. Algunos problemas surgieron del proceso que llevó a la existencia del estado judío; otros atañen al control de Israel sobre los territorios palestinos (bloqueo de la Franja de Gaza y ocupación parcial de Cisjordania), sumidos en una grave crisis económica por la falta de recursos y la ineficacia de su administración. Los palestinos de Cisjordania (2,72 millones en 2013 y previsiones de 2,93 en 2016, según la Oficina Central de Estadísticas de Palestina) y de la Franja de Gaza (1,7 millones en 2013 y previsiones de 1,88 millones en 2016) disponen de escasa renta per cápita y muchos viven en poblaciones con infraestructuras básicas insuficientes, hacinados en viviendas pequeñas de mala calidad.

      La economía de los territorios palestinos, además, depende en parte de Israel, porque muchos productos comprados y vendidos ―en concreto, en Cisjordania― proceden de intercambios con empresas israelíes y porque el estado judío puede amenazar con cerrar las fronteras. Esto último ha sido una práctica habitual de Israel desde que en 2007 Hamás se hiciera con el control de la Franja de Gaza y comenzara su prolongada campaña de ataques armados sistemáticos al estado judío.

      En concreto, los bloqueos israelíes a la Franja de Gaza conllevan el cierre de los cinco pasos fronterizos entre el territorio palestino y el israelí y la prohibición de entrada de mercancías, con la excepción de los bienes de primera necesidad aportados por organismos internacionales de ayuda humanitaria. Sorprende sin embargo que, con frecuencia, quienes con razón critican esos bloqueos no insten a los dirigentes de Hamás a esmerarse para evitar que desde la Franja de Gaza se lancen continua e indiscriminadamente proyectiles contra la población de Israel, incluidos ancianos y niños.

      Si en los territorios palestinos hay cierre de fronteras forzado por las autoridades israelíes pronto se desabastecen los mercados palestinos, crecen los precios y aumenta el desempleo. El paro, a su vez, reduce la liquidez de las familias palestinas y frena el consumo de los escasos productos industriales fabricados en la Franja de Gaza y Cisjordania. Todo ello provoca el estancamiento de la economía, incapaz de librarse de la dependencia de la ayuda internacional y del sector primario. ¿No podrían los países más ricos del mundo, incluyendo las opulentas naciones árabes que flotan sobre yacimientos de petróleo, coordinar planes de ayuda más ambiciosos que contribuyan eficazmente a la autonomía productiva de los territorios palestinos?

      Otro problema de Oriente Próximo es la penuria de agua en Jordania, Israel y sobre todo en los territorios palestinos, que afecta especialmente a la agricultura pero también a otras actividades económicas, al crecimiento de la población y a sus costumbres de vida. Los expertos han llegado a calificar la situación de «estrés hídrico» porque el agua disponible es escasa y su precio alto ―superior para los palestinos de la Franja de Gaza y Cisjordania que para los israelíes― y porque su calidad no es la deseable. Las principales fuentes de suministro de agua, insuficientes para la demanda existente, son el río Jordán y sus afluentes y los acuíferos subterráneos de Cisjordania y la Franja de Gaza. Pero su control por los israelíes, origen de continuos conflictos, requiere también una solución.

      Dadas las condiciones climáticas de Oriente Próximo es preciso que sus habitantes se esfuercen en racionalizar al máximo los recursos hídricos, evitando las pérdidas ocasionadas por la mala gestión y por el uso de técnicas agrícolas despilfarradoras. Para contribuir a remediar su problema Israel ha puesto en marcha el plan de reutilización de aguas residuales más avanzado del mundo y, desde hace años, ha impulsado con eficacia sistemas de riego por goteo y de desalación de agua del mar. Pero también, según informes entre otros organismos de Amnistía Internacional, Israel ha limitado drásticamente el derecho de acceso al agua a la población palestina. En opinión de los técnicos, además, para aliviar la escasez hídrica en la zona es necesario ejecutar un programa de alcance regional que gestione el agua considerando más las fronteras hídricas que los límites nacionales. Y esta es otra cuestión pendiente en las negociaciones palestino-israelíes que, en este caso, afecta también a otros estados como Jordania y Líbano.

      Una de las cuestiones más complicadas en las negociaciones palestino-israelíes concierne a la soberanía de Jerusalén, ciudad santa para judíos, cristianos y musulmanes, miles de millones de personas distribuidas por todo el mundo. Dado el carácter especial de esa urbe la Asamblea General de la ONU, en su Resolución 181 (II) de 29 de noviembre de 1947, decidió que «la ciudad de Jerusalén será constituida como corpus separatum bajo un régimen internacional especial, y será administrada por las Naciones Unidas».

      Según dicha resolución el Consejo de Administración Fiduciaria, en dependencia directa de la ONU, redactaría un estatuto para la ciudad que contendría sus normas esenciales de funcionamiento: designación de un gobernador, que no podría ser ciudadano de los estados árabe y judío que pensaban formarse al finalizar el Mandato británico; elaboración de las leyes por un consejo legislativo elegido «por sufragio universal y votación secreta» por los adultos residentes en la ciudad, reservándose al gobernador el derecho de vetar las leyes incompatibles con el estatuto; poder judicial independiente; y para garantizar el orden público y la protección

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