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al-Rahman no sólo se rodeó de hombres fieles que le protegieran, sino que también sintió la necesidad de poseer un poderoso ejército que causara temor entre sus enemigos e impidiera las veleidades de los gobernadores de las provincias más alejadas de rebelarse contra su emir.

      De esta forma, Abd al-Rahman llevó a cabo una profunda reforma del ejército a cuya cabeza se puso él mismo. Organizó uno de hasta 40.000 hombres con carácter mercenario, pues sus miembros recibían mensualmente una paga por combatir. Eligió sus tropas, principalmente, entre cristianos, bereberes y eslavos, y a su mando puso oficiales sirios que le fueran fieles. Esto le permitió enfrentarse de tú a tú al más poderoso soberano de la Europa cristiana: el rey de los francos, Carlomagno, que por aquella época estaba extendiendo sus dominios constantemente.

      El motivo para la intervención de Carlomagno en la Península se lo daría una de las insurrecciones que tuvieron lugar en Zaragoza contra el Omeya en el 776. Los sublevados pidieron la ayuda del rey franco para resistir a las tropas del emir, y aquel se la prometió. Así que se puso al mando de su ejército y atravesó los Pirineos. Pero cuando llegó a la ciudad del Ebro, la facción que había solicitado su ayuda había sido ya expulsada del gobierno de la villa, y el nuevo gobernador nombrado por Abd al-Rahman no estaba dispuesto a rendirse ante el soberano franco.

      Carlomagno puso sitio a Zaragoza con la intención de conquistarla, pero cuando comprobó la firme determinación de sus defensores por resistir, y se enteró de que las tropas del emir marchaban en ayuda de los sublevados, se lo pensó mejor y decidió levantar el cerco y regresar, de nuevo, tras la protección de los Pirineos, luego de asolar Pamplona como muestra de su venganza.

      Con lo que no contaba Carlomagno era con que los indómitos vascones lo estaban esperando, apostados en las alturas del desfiladero de Roncesvalles. Cuando pasó el grueso del ejército carolingio no se atrevieron a atacarlo, dada la diferencia de fuerzas, pero cuando apareció la retaguardia, los vascones cayeron sobre ella aniquilándola.

      Este hecho daría lugar a uno de los cantares de gesta más importantes de todos los tiempos, La canción de Rolando o Cantar de Roldán (Chanson de Roland), que sería la primera obra escrita en francés, pues Roland (Rolando, o Roldán, en castellano) era el nombre del jefe de la retaguardia carolingia que acabaría muriendo en la batalla.

      Carlomagno había aprendido la lección y, mientras vivió Abd al-Rahman no se atrevió a volver a enfrentarse con él, a pesar de las continuas escaramuzas y provocaciones en la frontera.

      Abd al-Rahman no sólo creó un poderoso ejército al que respetaban hasta sus más poderosos enemigos, también se preocupó por aumentar el nivel cultural y económico de sus territorios, emprendiendo obras muy notables con el objeto de embellecer la capital del emirato de Córdoba, que acabarían por convertirla, dos siglos más tarde, en la ciudad más grande y hermosa del mundo.

      Hacia el 785, se iniciaron las obras de la que, con el paso del tiempo, se convertiría en uno de los templos más famosos de todos los tiempos, la Gran Mezquita Aljama de Córdoba. Para ello, el emir llegó a un acuerdo con la, por entonces, comunidad cristiana de la ciudad. Le propuso la compra de la basílica de San Vicente, y aunque al principio se decidió compartir el lugar de culto, finalmente se llegó a un acuerdo y la basílica fue derribada para convertirla en una de las mezquitas más bellas del islam. Estas primeras naves permitieron que en su interior pudieran tener cabida unos cinco mil fieles orando. Se sabe que el monto de las obras ascendió a unos 80.000 dinares, que equivalen a unos 340 kilos de oro, lo que al precio actual supone aproximadamente unos catorce millones de euros.

      Abd al-Rahman también inició las obras de lo que se convertiría con el tiempo en el alcázar o palacio de los posteriores emires y califas cordobeses.

      Para reclutar un ejército con las proporciones antes descritas y para iniciar las costosas obras artísticas y de remodelación urbana de Córdoba, Abd al-Rahman tuvo que contar con un elevado nivel de ingresos que le permitiera acometer estos gastos. Para ello, el emir llevó a cabo una profunda y eficaz reorganización de los impuestos y la Hacienda.

      Existían cinco tipos principales de impuestos. El zakat o diezmo, que se pagaba, según el Corán, para dar limosna a los pobres; el hasd, destinado a subvencionar los gastos militares; la gabala (de donde se derivaría posteriormente la palabra castellana alcabala o ‘impuesto’), que se aplicaba a todo tipo de compraventa de productos y mercancías; la yizya o chizya, un impuesto personal o por cabeza; y el jaray o jarach, que era una tasa de tipo territorial.

      En una primera etapa, la chizya y el jarach solo se aplicaban a aquellos contribuyentes que no habían abrazado la religión musulmana, y a los que para permitirles libremente cualquier otro tipo de credo o de religión se les obligaba al pago del mismo. Sin embargo, y por circunstancias que veremos posteriormente, estos impuestos se acabaron extendiendo a toda la población independientemente de cuál fuera su credo.

      No solo se reestructuró todo el sistema fiscal, sino que incluso la administración de Abd al-Rahman se permitió el lujo de reducir el porcentaje de contribución que hasta época visigoda se había pagado. Se ha calculado que, en aquel momento, los grandes señores visigodos cobraban al campesinado bajo su control entre un cincuenta y un ochenta por ciento de lo que producían. Abd al-Rahman redujo este porcentaje a solo el veinte o el cincuenta por ciento según los casos.

      Esto tampoco quiere decir que la Hacienda cordobesa fuera particularmente generosa con los contribuyentes, en absoluto, estos seguían siendo exprimidos onerosamente por el fisco, pero en menor medida que lo que hasta entonces habían sido.

      Pero a cambio, la productividad de la tierra se incrementó gracias a una serie de innovaciones técnicas relacionadas con el regadío, mientras que probablemente la población comenzaba a crecer, con lo que también aumentaba el número de contribuyentes.

      A modo de ejemplo, se ha calculado que solo la campiña existente en los alrededores de la ciudad de Córdoba, producía por término medio anualmente unas 16.000 toneladas de trigo y unas 22.000 de cebada. Eso permitió incrementar los ingresos derivados de los tributos hasta los 600.000 dinares anuales en oro, es decir, unos 2.550 kilos de oro, lo que equivale actualmente a más de cien millones de euros.

      Para hacer más eficaz este sistema contributivo, se fijó la emisión de tres tipos de monedas. Los dinares de oro, con algo más de cuatro gramos de peso (es decir equivalentes a unos 170 euros actuales por su peso en oro), los dirhems de plata, con una pureza de metal del 99%, y los feluses de bronce, que eran la moneda de uso corriente entre las clases populares.

      El sistema financiero ideado por el emir fue tan eficaz que cuando el propio Carlomagno quiso también reorganizar sus finanzas, se basó en la estructura tributaria que poco antes se había llevado a cabo en al-Andalus.

      La infatigable labor reformadora del primer Omeya no solo se limitó a las grandes finanzas o a espectaculares realizaciones artísticas, sino que también se plasmó en otros pequeños detalles, menos importantes sin duda, pero no por ello menos significativos.

      Así, en un mundo donde las redes de transporte y las comunicaciones eran cada vez más deficientes desde la desaparición del Imperio romano, al-Andalus contó con un excelente (para aquellos tiempos) sistema de correos, mediante la utilización de palomas mensajeras. La colombicultura fue una gran aportación para mejorar la comunicabilidad en el territorio andalusí.

      En otro orden de cosas, fue en esta época cuando se introdujo la palmera en la Península. Según una tradición, la primera palmera de la que supuestamente descienden todas las que ahora existen en el suroeste de Europa, la mandó traer Abd al-Rahman de Arabia y la plantó en el jardín de su palacio, para que le recordara la tierra de donde procedía. Muchos otros productos llegarían a continuación, incrementando el número de alimentos para una población en crecimiento.

      Pero donde sin duda más destacó la labor reformadora del primer Omeya cordobés fue en el campo de la organización del Estado. Abd al-Rahman, descendiente de una antigua familia de gobernantes, conocía a la perfección, a pesar de su juventud, las claves para una correcta administración del territorio que controlaba. Para ello lo dotó de una serie de cargos y de instituciones que le permitieron a él

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