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del pueblo de Israel. La proyección hacia lo sobrenatural constituye parte activa de su ser. Ha estado siempre en su memoria colectiva, y debe tenerse en cuenta para comprender la actuación de las generaciones judías pasadas y actuales. Aunque sea por rechazo, afecta a su modo de vida.

      La Alianza con Yahvé quedó sellada de camino a Canaán, donde Moisés recibió de Dios en el monte Horeb (Sinaí) las Tablas de la Ley, la Torá, la «Enseñanza», diez preceptos dirigidos a ordenar las relaciones entre la divinidad y los seres humanos y estos entre sí. Esa entrega a Moisés de una Ley como concreción de la voluntad divina es un hito fundamental en la historia israelita: ninguna autoridad supera la de Yahvé, de quien procede cualquier poder terreno. Conocer la Torá, sendero que todo israelita debe recorrer, es imprescindible por tanto para penetrar en la historia secular judía. Por proceder directamente de Yahvé y condensar la Alianza, los rabinos afirmarán su validez eterna.

      El Éxodo recoge un segundo código legislativo (Ex 20,22-23,19) en el que Yahvé revela a Moisés disposiciones sobre el culto divino, destacando el monoteísmo como rasgo distintivo frente al politeísmo de los demás pueblos orientales: «No pongáis junto a mí dioses de plata ni dioses de oro; no os los fabriquéis». La renovación de la alianza (Ex 34,14-26), que hacen Yahvé y Moisés de nuevo en el Sinaí, vuelve a insistir en el monoteísmo: «No te postres ante un dios extraño, pues Yahvé se llama Celoso, es un Dios celoso». El Pentateuco, sin embargo, deja constancia de las repetidas veces en que el pueblo fue infiel a su promesa. Pero sus textos también confirman los continuos perdones de Yahvé.

      Se piensa que cerca del oasis de Cades, en régimen seminómada, los israelitas vivieron su estancia más larga en el desierto. Durante este tiempo las tribus forjaron su identidad común, mientras se desarrolla el culto según las órdenes que Yahvé dio a Moisés, referencias constantes que reafirman una y otra vez el origen divino de las instituciones religiosas de Israel. Desde Cades y por disposición de Yahvé, Moisés envió a unos cuantos hombres a explorar Canaán. A su vuelta contaron al Patriarca las excelencias de aquella tierra, aunque la mayoría manifestó su temor, porque «el pueblo que habita en el país es poderoso; las ciudades, fortificadas y muy grandes [...]. El amalecita ocupa la región del Negueb; el hitita, el amorreo y el jebuseo ocupan la montaña; el cananeo, la orilla del mar y la ribera del Jordán.» Excepto Caleb y Josué, de las tribus de Judá y de Efraín respectivamente, los demás exploradores desconfiaron en la victoria y desacreditaron la tierra de Canaán ante el pueblo, que se rebeló contra Yahvé. La intercesión de Moisés ante Yahvé en favor de su gente, conversando de tú a Tú, muestra gran familiaridad entre ambos.

      Yahvé castigó a la mayoría de los israelitas a morir antes de entrar en Canaán, pero gracias a la mediación del patriarca sí lo hicieron quienes creyeron en la promesa divina, así como toda la generación siguiente. Falta el contexto que ayude a explicar con claridad porqué ni Moisés ni Aarón entraron en la tierra prometida. Sin embargo sí se especifica su pecado y la consiguiente decisión de Dios: «Dijo Yahvé a Moisés y Aarón: “Por no haber confiado en mí y reconocido mi santidad ante los israelitas, os aseguro que no guiaréis a esta asamblea hasta la tierra que les he dado”.» Aarón fue el primero en morir y lo hizo en el monte Hor, en la frontera del país de Edom.

      Aunque hubo intentos de entrar en la tierra prometida por el sur, finalmente los israelitas «partieron del monte Hor, camino del mar de Suf, rodeando el territorio de Edom» y de Moab. El propósito era entrar en Canaán desde Transjordania, su flanco oriental. Para conseguirlo hubo que luchar contra los amorreos, contra las gentes de Basán y contra los madianitas. Todos fueron derrotados. A pesar de ello, el contacto con pueblos de la zona influyó en los israelitas hasta el punto de que muchos fueron inducidos por las mujeres moabitas a dar culto a sus dioses, despertando según la Biblia la ira de Yahvé y mereciendo el consiguiente castigo.

      Gracias a las victorias sobre los pueblos allí asentados, esa zona de Transjordania tan rica en pastos pudo repartirse entre las tribus de Rubén, Gad y varios miembros de la de Manasés. Todos, sin embargo, se comprometieron con Moisés a colaborar con el resto de las tribus en la conquista de la tierra prometida, para cumplir la voluntad de Yahvé. El Deuteronomio, redactado a modo de introducción a los libros que narran la vida de las tribus en Canaán, recoge solemnes discursos pronunciados por Moisés en Moab poco antes de entrar en la tierra prometida.

      En ellos Moisés repasa la historia del pueblo desde la estancia en el Sinaí; anima a luchar para conseguir la posesión de Canaán; estimula al pueblo a cumplir la Ley; exhorta a ser fieles al pacto con Yahvé, el único Dios; enumera las normas que por voluntad divina ha recibido Israel; insiste en la conveniencia de observarlas e indica las bendiciones o maldiciones que el pueblo recibirá según su cumplimiento o no. El libro termina refiriendo los últimos momentos de la vida de Moisés: elección de Josué para que guíe al pueblo en su llegada a la tierra prometida, cántico de acción de gracias, bendición de las tribus y muerte del profeta.

      A partir de ese momento, la entrada efectiva en Canaán se convirtió en aspiración común de las tribus de Israel, unidas antes por una alianza con Yahvé de la que parece olvidarse el teólogo protestante alemán Hans Joachim Kraus cuando escribe:

      «En las historias de los patriarcas, migración y asentamientos son presentados como destinos de familias o de grandes familias unidas por lazos de parentesco, conscientes de pertenecer a agrupaciones más amplias, también fundadas en el parentesco: así, en las historias de los patriarcas aparecen Lot y Labán como pertenecientes a una tribu mayor. Pero de estos antiguos relatos se deduce que las familias o las gentes, por usar un término latino, se separaban ocasionalmente del complejo tribal, persiguiendo sus propias metas, sin olvidar, sin embargo, su pertenencia a este complejo más amplio.

      «Por el contrario, las tribus no se formaron de un origen común, sino de la unión de diversas familias y gentes, unas y otras con destinos históricos comunes; el motivo de esta fusión puede haber sido una migración común, una ocupación de tierras o la necesidad de defenderse de fuerzas enemigas. La “emigración aramea” atrajo a numerosas familias y gentes que entraron a formar parte del gran movimiento de Oriente y Occidente. Donde se fundían grupos más numerosos se constituía una tribu. Así, las tribus de Israel debieron surgir a través de varias fases históricas en tiempos y lugares distintos, alejados el uno del otro».

      Estas palabras, en cualquier caso, sirven también para iluminar el pasado: quizá las tribus se formaron de la unión de distintas familias y «gentes» y no existió un requisito de consanguinidad, pero sí la coincidencia en unos «destinos históricos comunes». Es cierto que Kraus no menciona la Alianza con Yahvé, aunque sí una «migración común». Y preguntamos nosotros: ¿pudo ser esta migración ―con independencia de su carácter violento o pacífico― otro episodio más de un «plan divino» concreto, según expresan los textos bíblicos?

      Los libros Josué, Números y Jueces narran las vicisitudes que atraviesan las tribus en su esfuerzo por conquistar la tierra de la promesa. Josué, sucesor de Moisés, dirige hacia fines del siglo XIII a.C. la entrada en Canaán. El libro que lleva el nombre del nuevo guía describe los enfrentamientos entre los israelitas y los pueblos ―algunos enemigos entre sí― asentados en esa tierra. Israel asume la conquista del territorio cananeo como parte de un plan divino y Josué alimenta sin cansancio esa idea. Josué se presenta a su gente no sólo como elegido de Dios, sino también como un jefe guerrero y un excelente estratega que exhorta y convence, consiguiendo unir a todas las tribus contra el enemigo. Gracias a ello la tierra cananea quedó progresivamente en poder del pueblo israelita, que se repartió lo conquistado poco antes de morir Josué. Las tribus beneficiadas fueron, como era de esperar, las que no se habían establecido en la frontera oriental cananea y precisaban tierra para asentarse.

      El éxito final que supuso la posesión de la tierra de Canaán demostró según la Biblia la fidelidad de Yahvé, que cumplió así la promesa hecha a Abrahán. La interpretación teológica de la ocupación se recoge en el capítulo 24 del libro de Josué, añadido durante el Destierro o poco después, aunque basándose en una tradición antigua. Según ese texto, terminada la conquista de Canaán Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén, lugar repetidamente visitado por varios patriarcas. Allí, tras recordar distintos favores de Yahvé

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