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deja un par de sedantes en un platillo. Al verlos he comprendido que quería decirme que no había discusión, o que esta ya había terminado.

      —¿Qué es eso de que has vuelto a casa esta mañana? ¿Qué haces por las noches? ¿Dar vueltas en autobús? Deja la taza. Si quieres más café, dilo, pero no juegues con la comida fría.

      —Era muy sencillo, señora Castle… Me parecía sencillísimo, pero he armado un lío tremendo. Tengo una amiga que se llama Renata. No es italiana, a pesar del nombre. El caso es que quería abortar, así que le conseguí la dirección y fui con ella. Por cierto, no se lo diga a madre. Todo esto fue el viernes. Al día siguiente, o sea, ayer, me llamó para decirme que me necesitaba, que le contase a Philippe cualquier excusa, que le dijera que iba a una fiesta o algo por el estilo. La cuestión es que la persona implicada, el responsable, o sea…

      —Te aseguro, sin miedo a equivocarme, que no quiero saber nada. Shirl, ¿qué pintabas tú ahí, para empezar?

      —¿Que qué pintaba yo? Nada. Pero dijo que me necesitaba. Y es que había intentado suicidarse. No con mucho ahínco, pero en fin…, habría podido salirle bien, para su sorpresa. No podía contarle nada a Philippe porque aquí el aborto es un asunto grave. Basta con que lo sepas para buscarte la ruina. Lo último que quiero es que él averigüe que fui yo quien le dio la dirección. Nunca me ha quedado muy claro lo católico que es. Pero lo que sí que sé a ciencia cierta es que Renata le parece una pesada y que cree que desperdicio mi vida y mi tiempo con gente que no vale un comino. Pero ¿cómo se puede saber lo que vale alguien? ¿Cuál es la medida?

      —Todo esto es cosa de tu madre —dijo la señora Castle—. Toda su familia era como tú. Sabe Dios que tu abuelo llevaba a casa al primer holgazán que encontraba por la calle. Siempre había algún zángano comiendo huevos fritos en la cocina de tu abuela. Y ella les leía la Palabra de Dios hasta que no quedase un parado sin cristianizar. Más vale que le cuentes algún cuento al pobre infeliz de tu marido.

      —Más vale que le diga la verdad, antes de que la cosa se complique aún más.

      —No tiene sentido —dijo la señora Castle, con voz tranquila—. Si empiezas con circunloquios y te enrollas, como estás haciendo conmigo, va a quedarse frito. Si quieres que te preste atención, escríbele una carta. Eso siempre conmociona a los hombres. Parece la última palabra. Así podrá llevársela, leerla tranquilamente y reflexionar. Te digo por experiencia que es eficaz, siempre y cuando no se abuse. Y que sea corta. Solo las mujeres que están locas escriben cartas largas. Cuéntale la verdad si suena realista. Si no, invéntate algo mejor. No hay ninguna necesidad de ir por la vida diciendo ridiculeces solo porque dé la casualidad de que sean verdad. Que sea verosímil, pero sobre todo sé escueta.

      —Una fiesta es verosímil. Él cree que siempre estamos por ahí bebiendo y armando jaleo.

      —«Estamos», ¿quiénes?

      —Ah…, los americanos.

      —Yo no soy americana. Y, hasta donde yo sé, tú tampoco naciste en Estados Unidos. Si vas a ponerte así, a olvidarte de tus orígenes, no quiero oír ni una palabra más. Imagino que, siendo católico, estará en contra del suicidio.

      —Eso casi es lo de menos. Philippe está harto de mis amigos y de sus penurias. Cree que uno ha de guardarse sus cosas, a menos que sepa presentarlas como extraordinarias. Philippe no se parece en nada a la familia de madre. De hecho, es justo lo contrario. Prefiero decirle que estaba en una fiesta, y no cuidando de una amiga. Porque es verdad que a veces salgo sin él. Llegó un momento en el que empezamos a vivir así: yo iba a fiestas por mi cuenta porque él se quedaba trabajando hasta tarde o había salido de la ciudad por un encargo. Pero es que, aunque esté aquí, los sábados no sale. Mientras que a mí quedarme en casa un sábado por la noche me parece muy triste. Si te soy sincera, Philippe me da un poco de miedo. Y ahora me aterra tener que ir a casa de mi suegra. Cuando está con su hermana y con su madre, me paso todo el tiempo hecha un manojo de nervios. Tengo la sensación de que me están juzgando por cosas que no entiendo. Si las entendiese, a lo mejor me daría igual.

      —¿Te ha puesto la mano encima alguna vez? —preguntó la señora Castle—. ¿Te ha pegado?

      —¡No! No, por Dios. Él no es de esos, ni mucho menos. Si usted pudiera verlo cuando está con su hermana, comprendería lo que le digo. Desde que iban a la guardería les han inculcado que son mejores que los demás. A nosotros nunca nos dijeron nada parecido, ni una cosa ni la otra, así que no tengo nada en lo que apoyarme para entenderlo.

      —Ya has mandado al garete dos matrimonios —dijo la señora Castle—. ¿Por qué siempre tienes tanta prisa por casarte? Da la impresión de que te casas deprisa y corriendo, y luego corres en la otra dirección.

      —Pete murió, señora Castle.

      —Murió, en efecto. Su madre sí que era americana.

      —No murió por eso —respondió Shirley, viendo su reflejo en miniatura en las gafas de la mujer—. Las cosas se superan… —murmuró de pronto.

      A Shirley, ese «te casas deprisa y corriendo» le parecía muy desacertado. Les había llevado semanas reunir los documentos necesarios para celebrar la boda entre un ciudadano francés y una extranjera. Recordaba, entre la docena de funcionarios impertérritos con los que tuvo que lidiar, a una mujer que se comportaba como si tuviese el poder de dar o quitar la vida a Shirley. Recordaba cómo lamió un sello, lo pegó justo en el borde inferior de una carta, lo firmó con sus iniciales, se sentó y escribió tres palabras a máquina, tomándose su tiempo, antes de mirar al otro lado del mostrador marrón que la separaba del resto de los mortales y sus solicitudes. «¿Es que no puede casarse con alguien de su país, señorita? —le preguntó—. ¿No hay hombres donde usted nació?» Era una víbora rechoncha, con un guardapolvo de nailon grasiento… Y las uñas grises. Cuando Philippe fue a ver a su padrino para preguntarle si podía hablar con alguien para adelantar la boda, aduciendo que Shirley estaba embarazada, el hombre le respondió: «Seguro que es mentira», y no hizo nada. Luego llegó la carta de advertencia de la madre de Shirley: «No olvides que se creen sagrados. Dios vela por ellos. Dios intervino en su nombre a través de Juana de Arco. He oído que en realidad era un hombre, o una lunática, o una hija bastarda del rey, pero nunca he leído ni una palabra que pusiera en entredicho la divinidad de su misión. Ese país está directamente vinculado al Todopoderoso, y los vínculos directos siempre son peligrosos. Lo que digo, querida, es: ¡PIÉNSATELO BIEN!».

      Shirley y Philippe leyeron la carta juntos, se echaron unas risas y un buen día se casaron en el Ayuntamiento del VI Distrito, no en una iglesia. Al día siguiente pusieron rumbo a Berlín en el dos caballos de Philippe, que tenía un encargo en la ciudad: «Un año después del Muro: el grito silencioso». Hubo algunas complicaciones al atravesar la zona Oriental, porque Philippe tuvo que parar continuamente donde no estaba permitido para que Shirley bajase a vomitar. Él tomaba nota de todo, con la intención de incluirlo en el artículo como un toque conmovedor a la par que cómico, pero luego se dio cuenta de que no le serviría. No podía escribir sobre una luna de miel en la que la mujer llevase unas doce semanas embarazada y presentar a Shirley como una persona que se mareaba en el coche la haría parecer tediosa. Al final, decidió eliminarla directamente. El largo relato del viaje en primera persona que se publicó en Le Miroir dejaba claro que Philippe había viajado solo.

      —Tenía prisa por casarme porque Philippe me parecía un regalo del cielo —dijo Shirley de repente—. Me parecía demasiado bueno para mí, que no me lo merecía. Yo tenía veinticinco años y todos los hombres que conocía o bien estaban casados o eran unos inmaduros, unos neuróticos u homosexuales.

      —Eso habría sido lo más prudente —comentó la señora Castle, quizá en referencia a los últimos.

      —No, señora Castle, ni mucho menos. ¿Dónde está la prudencia? Entre dos personas todo es ambiguo.

      —Será todo lo ambiguo que quieras, Shirl, pero te ahorras las náuseas matutinas.

      —Pues mire el príncipe Alberto —dijo Shirley—. La reina Victoria tuvo nueve hijos, y náuseas con todos y cada

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