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en una picota, o su cabeza en una jaula colgando de la puerta de una ciudad. La política de la cuerda tirante se empleó para que las levas de vagos tuvieran éxito, para que los gitanos tuvieran miedo y no intentaran huir de los arsenales, para que, en fin, los amotinados escarmentaran ante la horrorosa visión. La pena en la horca, o en el garrote, de tantos desgraciados convivió en toda Europa con las nuevas ideas ilustradas sobre la justicia y el castigo, siguiendo la estela de Beccaria, mientras la política real era prácticamente la misma que en la Edad Media. Así lo veremos cuando Aranda pida la pena de muerte contra los que habían perdido La Habana, recurriendo nada menos que a la Ley de las Partidas, o cuando la pida Campomanes para un inocente empresario de ópera, Niccolò Setaro, al que hundieron los curas de Bilbao valiéndose del corregidor, celebrando de paso que Aranda salía para París y ya no podría proteger a los artistas, como recordó luego con amargura Leandro Fernández de Moratín. Con Setaro en la cárcel, acusado falsamente de nefando, curas y frailes todavía se alegraron más de la marcha del impío conde. Hubieran querido también deshacerse de Campomanes, a quien los pasquines llamaban cruel, sanguinario, corrosivo, pero no lo conseguirían con él, sino con otra víctima, uno de sus amigos, don Pablo de Olavide y Jáuregui, que estaba más desprotegido y más lejos del rey. Cuando supieron que don Pablo estaba en la cárcel secreta de la Inquisición, lo celebraron con más euforia, lo mismo que hicieron cuando el catedrático de la Universidad de Salamanca, Ramón Salas, un segundo Olavide, fue reo de la Inquisición en 1795 y estuvo también encarcelado.

      Y, sin embargo, mantenemos que hubo Ilustración en España y que los logros fueron muchos y en todas las esferas. En la actualidad, si nos atrae tanto el XVIII es porque hubo un proyecto político sólido, potenciado sin pausa a lo largo del siglo, que señaló los grandes problemas de una sociedad que quería y no podía, que se apocaba ante la represión y los grandes poderes, que no supo resolver el trampantojo de la monarquía absoluta y paternalista y los ministros despóticos, pero que lo intentó en todos los frentes. Comenzó con la práctica de muchas ideas que desgranó Feijoo, en apariencia con poquedad y distancia, pero que se vieron robustecidas cuando Campomanes las hizo suyas en la Noticia que escribió para poner prólogo a la edición de las obras del padre maestro tras su muerte, en 1764, cuando el fiscal asturiano comenzaba sus años plenamente reformistas. En ese proyecto político, con altibajos, hay una línea que separa los dos partidos políticos: por una parte, el de los constructores del Estado, ministros de baja extracción social, como mucho hidalguillos medrados; y el otro partido, el bando contrario que Teófanes Egido llamó partido español, o de los españoles. Los dos partidos se notan más cuando los grandes se ven más arrinconados: en tiempo de Felipe V, por los vizcaínos; con Fernando VI, por los ensenadistas y los colegiales; con Carlos III, por los golillas; con Carlos IV, por Urquijo, Jovellanos, Saavedra, incluso por un inclasificable Godoy.

      Feijoo lo vio todo y se metió en política, como intentaremos demostrar: por eso, le hemos elegido para abrir este libro y que nos guíe en alguno de los puntos políticos del programa reformista durante la primera mitad del siglo. En la segunda mitad, el elegido es el golilla Campomanes, también nacido en cuna humilde, pero pagado de su hidalguía, pues fue el más representativo de una praxis política, despótica al principio, moderada luego, finalmente muy conservadora. Campomanes fue la inteligencia del siglo y dio prueba de que solo se podía llegar hasta donde las reformas tropezaran con los pilares del régimen, la Iglesia y la nobleza: era en definitiva lo que ya había dicho Feijoo y lo que acabará diciendo Jovellanos, que murió pensando que atacar los obstáculos de frente solo contribuía a reforzarlos.

      Tener al rey al lado —a veces la firma del rey por las particulares condiciones de Felipe V y Fernando VI— era un objetivo político fundamental de cualquiera de los dos partidos. Afortunadamente, como vio Feijoo con claridad, con los Borbones del XVIII, todos adiestrados por Isabel Farnesio en el peligro que representaban los nobles, los ministros reformistas plebeyos tuvieron campo libre, aunque hubo momentos en que mudó la fortuna. No hay que decir que las víctimas que presentamos son el fruto del juego político de ambos partidos, que siempre miraron hacia el arcano regio, el que daba y quitaba. Al fin y al cabo, estamos en la plenitud del absolutismo y el rey es siempre el botón rojo. «Sin la firma del rey nada valdría», había dicho Ricardo Wall cuando esperaba la llegada de Carlos III junto al lecho del moribundo Fernando VI. La firma del rey es clave incluso cuando Carlos IV, en Bayona, permite con la suya el fin de su propia dinastía.

      De todo esto hablo en este libro, uno más que doy al público amante de la historia hecha por historiadores. Ese público lleva años esperando más libros así —creo yo—, menos relatos de periodistas y novelas históricas de literatos, y más historia con responsabilidad y método, siempre fieles a la máxima crucial del historiador: el que afirma, prueba. A ese público no le hace falta un copioso aparato crítico lleno de citas bibliográficas y referencias de los archivos. Con todo, como casi todo lo que aparece en este libro es fruto de estudios previos que han sido publicados en revistas o expuestos en congresos a lo largo de más de treinta años, el lector interesado no tiene más que ir a mi página web, www.gomezurdanez.com, y buscar las publicaciones digitalizadas —casi todo lo que he publicado está ahí en formato PDF— donde encontrará las referencias necesarias. Puede hacerlo aún más fácil: buscar en Google la frase entrecomillada que le interese y seguramente le llevará directamente al párrafo o a la cita al pie de alguno de mis artículos. Y más aún, pues cuando este libro vea la luz crearé un grupo en Facebook para mantener debates y resolver dudas con los lectores, en público y sin restricciones. Este es un libro de la nueva época digital y, por eso, utilizamos la maravillosa herramienta que tanto va a cambiar la historia y ya ha cambiado nuestra vida.

      Pero, cuidado, es tiempo de falsificaciones y nuevos «errores comunes», así que diremos bien alto con Marc Bloch: dilexit veritatem, el lema al que se aferraron nuestros ilustrados, víctimas y victimarios, desde Feijoo a Jovellanos, pasando por Goya que también pensó en «desterrar vulgaridades perjudiciales» y en dar «testimonio sólido de la verdad».

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      Lo que vio Feijoo: la Política

      No se ha dicho lo suficiente, pero Feijoo reflejó nítidamente en su obra el proyecto político del reformismo ilustrado de la primera época. Precisamente, la fecha de su muerte, 1764, coincide con el reforzamiento de la concepción política probada durante décadas, en parte heredera del programa desgranado ampliamente por el padre maestro en su obra y que siempre reflejó la dialéctica de los dos partidos políticos en pugna, los dos que era posible observar en su tiempo y cuyo origen se remonta a la guerra de la sucesión. Por una parte el partido castizo, el que Teófanes Egido llamó partido español, o de los españoles, dominado por los grandes y sus valets, pacientes sufridores del desdén de Isabel Farnesio, que nunca confió en ellos, temerosa de su posible coaligación. Por otro, el que nació en las secretarías de despacho borbónicas ocupadas por ministros plebeyos, por el partido de los vizcaínos, el origen del ensenadismo —Ensenada llegó al ministerio en 1743 como un vizcaíno más—, o del partido ensenadista, una alternativa política sólida contra los grandes que continuaron luego los golillas Grimaldi y Floridablanca —que como veremos llegaron a confesarse hechuras de Ensenada—, basada en servir al rey y a lo que intuían ya que era el Estado, al que a veces, por incluir al pueblo, llamaban nación, un término muy utilizado por Campomanes para fundamentar la base jurídica de la política.

      La oposición entre los dos partidos recorrió el siglo y se hizo más nítida con la caída de Ensenada por la conspiración urdida por el duque de Alba en julio de 1754; luego, ya muerto Feijoo, rebrotó en la trama montada por el conde de Aranda contra los golillas, primero contra Campomanes en 1771-1773, y luego contra Grimaldi en 1775-1776. El partido de estos aristócratas, cada vez más xenófobos, ocupaba los primeros puestos solo en ocasiones, pero era omnipresente al lado del rey, haciendo figura como mayordomos o caballerizos, y desde luego en el cuarto del príncipe, el lugar más favorable para su actividad conspiratoria, como demostró Aranda en su intento de utilizar al futuro Carlos IV para sus planes. Desde Feijoo, fueron duramente criticados por su vagancia y su falta de luces,

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