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reconocen que algunos de sus conceptos, que dominan los estudios sobre los mayas, llegan a su fin: sitios como Tikal, Palenque o Copán, dejan de ser consideramos como meros “centros ceremoniales” a los cuales confluye la población campesina los días de fiesta religiosas y de mercado. “El predominio de esta visión durante muchos años –puntualizan ambos–, acotó las vías de análisis, distorsionó la imagen histórica de los mayas y los aisló artificialmente de su contexto cultural mesoamericano, inhibiendo en buena medida las comparaciones con sus contemporáneos”. Eran, se decía con insistencia, los creadores de una civilización única. Pero hoy, “se desmorona por fortuna la idea de un mundo monolítico, excepcional y aislado, con lo cual se potencian las perspectivas de estudio y los mayas recobran su fisonomía humana”.

      Así pues, el mundo maya a pesar de su aislamiento físico territorial (selva, montaña, costa y planicie, en las tres regiones geográficas ya conocidas) se extiende por todo el sudeste de México hasta Centroamérica, la región sur donde conviven con “los no mayas”. La frontera sur mesoamericana es eminentemente maya y son pocos los que cultural y lingüísticamente no pertenecen a ella.

      El Clásico maya que hace las “envidias” de los especialistas de otras áreas de Mesoamérica, queda cronológicamente establecido “con una impresionante exactitud”, apuntan Austin y Luján, pues sus fechas “límites” se fijan a partir de los años extremos que registran las inscripciones calendáricas de Cuenta Larga en los monumentos de piedra. Según esta fórmula de fecha absoluta, el Clásico se inicia en 292, concluye en 909 (estela de Toniná, en Chiapas), y está dividido en Temprano y Tardío por un hiato en el registro cronológico. Pero esta “supuesta precisión” queda en desuso con el reconocimiento del carácter gradual de los cambios históricos; por eso algunos mayistas prefieren cerrar en ceros para dar al Clásico Temprano una temporalidad que va aproximadamente de 250 a 600, y al Tardío una duración de 600 a 900. Estiman que la división que se establece en el 600 “no es artificial” pues se basa en dos hitos fundamentales: la interrupción temporal de la práctica político-religiosa de erección de estelas y dinteles, y la notable diferencia de los vestigios arqueológicos pertenecientes a cada una de estas mitades.

      Con otras palabras, en la primera fase temprana del Clásico hay influencia teotihuacana y se impulsan los elementos culturales más característicos de los mayas. Durante la segunda época tardía del Clásico, sin el ascendente del centro de México, crece el índice demográfico, hay grandes concentraciones en las zonas urbanas y se produce un notable florecimiento económico, político y cultural. El fin del Periodo Clásico (o Terminal, de 800 a 900) en el territorio maya se inicia con el “colapso” que provoca la decadencia de numerosas capitales mayas, como veremos.

      Incomparable serenidad

      La estela y el trono son los símbolos materiales que expresan en la monarquía maya “la inmutabilidad y permanencia del poder real”. Además de esos dos elementos, los mayas dejan para la historia (casi siete siglos) abundantes y bellas estelas para glorificar a sus gobernantes. Miguel Rivera Dorado alude a las palabras de Burckhardt en su visita al Ramsés II de Abu Simbel a comienzos del siglo XIX, al comparar las esculturas mayas donde se representan a sus reyes: “incomparable serenidad y placidez propia de un dios”.

      Las estelas son grandes bloques de piedra labradas que tienen forma de laja. El grabado puede ocupar el frente, el lado o la parte posterior. La técnica básica es el relieve y la incisión, con algunos casos de figuras casi exentas. Salvo en zonas de Copán o Quirigua, donde el material es más duro, la estela-altar maya es de piedra caliza. Pueden pesar hasta cincuenta toneladas de peso y medir de dos a diez metros de alto, por uno o dos metros de ancho. Debido a las condiciones climáticas, algunas de las estelas de piedra calizas se han deteriorado con el tiempo. Las estelas más antiguas se levantan en la costa del Pacífico y las tierras altas de Guatemala, pocos siglos antes del inicio de la era.

      Según Rivera Dorado, en las Tierras Bajas estos monumentos se remontan a finales del siglo III y llegan hasta un siglo antes de la conquista española.

      La estela 29 de Tikal tiene la fecha más temprana de las Tierras Bajas: 8. 12. 14. 8. 15 (292 d.C). Hasta el año 435, únicamente se levantan estos monolitos en las cercanías de aquella ciudad, en sitios como Uaxactún, Balakbal y Uolantún, “pero en las décadas siguientes la costumbre se extendió con rapidez, y cuando, en el 475 d.C. se dedicó la primera estela en Oxkintok, en el norte de Yucatán, el inmenso territorio quedó integrado en la participación de las creencias y valores que tal práctica entrañaba”.

      Las estelas reflejan la historia de los mayas en esta época: todos los rasgos del monumento, la forma, las proporciones, los motivos accesorios y los colores que rematan la obra tienen significado. No hay nada superfluo. Sus símbolos son necesarios para darle contexto a la historia narrada, explica Rivera Dorado en Los mayas, una sociedad oriental. Así, la estela maya “da idea de la unidad y extensión de esa cultura”, pero sobre todo es la representación gráfica “de una ideología social”. Los textos privilegian las historias dinásticas según Austin y Luján y constituyen grandes apoyos místicos y propagandísticos a la ideología del poder. Es la expresión plástica, talladas las estelas a intervalos regulares de tiempo, de un tiempo cósmico, “en el marco de un culto cronológico que absorbía las capacidades intelectuales de los sacerdotes astrónomos”. Por tanto, la veneración de las estelas se justifica porque en ella reside el poder “y cada monolito quedaba convertido en una profecía”. Vista así, la construcción de monolitos es un procedimiento “mágico, un rito recurrente destinado a romper, suavizar o asumir el fatalismo inextricable de todo momento histórico”.

      Bien, la estela representa el árbol cósmico.

      El glifo emblema

      Las estelas reflejan la historia oficial de los mayas. Pero no ha sido fácil llegar a tal conclusión. Los últimos estudios arqueológicos sobre ella, se complementan con los aportes de la epigrafía que redondea toda la evolución de la sociedad antigua maya. La identificación de los “glifos emblema”, o símbolos asociados a sitios específicos, refuerza con mayor intensidad el entorno de los centros de poder. Esta aportación original del “glifo emblema” se debe a Heinrich Berlin, que descubre en 1958 que hay un glifo exclusivo de cada ciudad maya. Tatiana Proskouriakoff estudia a su vez la zona de Piedras Negras en 1960 y confirma a Berlin. Y así, otros se añaden a la lista de investigadores hasta conseguir los “mensajes revelados” de las piedras labradas.

      Estos “glifos emblema” lo integran un signo o elemento principal que resulta ser único para cada sitio. El signo va acompañado del prefijo ah pop (antes ben ich, equivalente a “señor” o “señor de la estela”) y de un prefijo “del grupo del agua” que se traduce como “precioso” o “en la línea de descendencia”. La estela es siempre, entre los mayas, uno de los signos principales de poder político. Así, un glifo emblema puede referirse a un nombre o título dinástico, o bien, como apunta Antonio Benavides Castillo, a algún topónimo particular. En el caso del glifo emblema de Quiriguá, por ejemplo, la lectura podría ser “en la línea de los señores de la estela de Quiriguá” o bien “señor de la dinastía de Quiriguá”. En todo caso, estos glifos emblema revelan una parte de la historia política de las ciudades mayas. Hasta ahora se conocen 35 glifos emblema, la mayoría del sur y del centro del territorio maya.

      Los mayas aplican la escritura jeroglífica que tanto cuesta descifrar y así convierten “en un arte el diseño de estos jeroglíficos” que van desde los más simples escritos con pincel sobre papel a los tallados en piedra.

      Morley y Thompson

      Los dos grandes arqueólogos mayistas, Morley y Thompson, bloquean con sus tesis, el estudio de las estelas, a las que consideran el papel de marcadores temporales y no, como se afirma en época reciente, la muestra de una trayectoria histórica, en el contexto de su época. Para Austin y Luján, Morley y Thompson creen que la escritura maya se usa únicamente para fines religiosos, calendarios y astronómicos, quedando muy lejos de los temas de carácter político y cotidiano. Con su postura, los arqueólogos del siglo XIX y mediados del XX, las consideran sólo como “ídolos”, jefes o sacerdotes. Morley cree improbable que los mayas hubieran narrado jamás acontecimientos

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