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la costa noreste de la Isla Grande.10 Pero hay una cuestión que estaríamos obviando: aquellos viajeros y funcionarios definían lo indígena de manera diversa a cómo había sido definido en el periodo monárquico y, muy probablemente, de manera diversa al modo en que los chilotes decimonónicos concebían las razas.

      Aquellos viajeros y funcionarios utilizan, sin embargo, un concepto central para abordar las políticas asimilacionistas chilenas: hablan de “indios civilizados” para denominar a aquellos indios supuestamente “mezclados” (aunque no sean explícitos en definir esta mezcla) que habitaban toda la provincia (y no solamente las zonas donde vivían “indios puros”), cuya ambigüedad los habría vuelto susceptibles de ser moldeados, nacionalizados y que, entre otras cosas, justificaban que no se aplicara en Chiloé la legislación nacional que protegía la propiedad indígena (por ejemplo, la ley de 11/1/1893). Es por este motivo que he usado, en otra parte, la metáfora de los kalewce (gente que se transforma) para denominar a los indígenas que habitaron Chiloé en el siglo XIX, ya utilizada en este sentido por Pandolfi (2016).

      Para comprender estos cambios, junto con el concepto de “indios civilizados”, debiéramos considerar que operaron al menos dos herramientas, fundamentales en el proceso de desindianización, que aún no han sido estudiadas en profundidad: la milicia y la división de la propiedad comunal indígena.

      En el caso de la milicia, pareciera que su expansión, luego de la incorporación a Chile, viene a mostrar con claridad que la República de Chile se realizó en su frontera austral montándose en las instituciones y conocimientos de la República de españoles. Hasta 1826, la milicia era un espacio reservado a los españoles de la provincia (a excepción de Calbuco, en donde los indios reyunos formaron milicias al menos en las décadas de 1780 y 1790). En Chiloé, decir miliciano durante el siglo XIX equivalía a decir “criollo español nacido y domiciliado en la provincia” (Cavada, 1914, p. 276). Y, sin embargo, a partir de 1826 ser ciudadano chileno y residir en Chiloé significaba, en la práctica, formar parte de alguna de las muchas compañías de milicianos que poblaban aquella provincia. El vicio de esta institución, en términos relativos y absolutos, queda en evidencia con la siguiente tabla:

      Tabla 1. Miembros de los cuerpos cívicos en las provincias australes, provincia de Santiago de Chile (1835-1977)

Chiloé Llanquihue Valdivia Santiago Chile
1835 7.340 1.471 9.101 29.403
1848 8.980 1.576 11.810 65.982
1858 9.002 2.199 6.533 38.049
1868 6.518 2849 1.654 5.823 50.518
1977 625 900 675 1.721 18.071

      Fuente: Memorias del Ministerio de Guerra de los años 1835, 1848, 1858

      El funcionamiento de esta abundante milicia estaba normado en lo fundamental por la costumbre chilota. Una costumbre que puede datarse en el siglo XVIII, a pesar de que muchos chilotes del siglo XIX pensaban que era “inmemorial”. Que la costumbre rigiera aquella institución no es de extrañar si consideramos la continuidad que consagró el Tratado de Tantauco (1826) en varios aspectos del gobierno chilote. Por lo mismo, que la milicia fuese por sobre todo una especie de cantera de mano de obra gratuita para obras públicas, tampoco debiera extrañarnos: era el principal rol que desempeñaban los milicianos en los tiempos del rey. Hasta qué punto la milicia obró como una institución de socialización e identificación nacional, así como la pregunta por las pretensiones de los españoles de Chiloé que ocuparon la jefatura de aquellos cuerpos durante los primeros cincuenta años de existencia, es materia que todavía está en discusión, ¡o que al menos debiera estarlo! (Catepillan, 2018, pp. 394 y ss.). Es una buena conjetura, de todos modos, pensar que la movilidad que pudo haber provocado el término del tributo indígena (en 1826) fue en parte compensada por la sujeción de todos los ciudadanos a determinado batallón de milicianos.

      A diferencia de la milicia, la división de la propiedad comunal de la tierra sí responde a un proyecto liberal, pensado en el centro de Chile. La propiedad de la tierra, una de las bases materiales de la antigua República de Indios, fue modificada en Chiloé entre los años 1829 y 1837 en virtud del decreto o senado consulto, de 10 de junio de 1823. Este disponía la individualización de la propiedad indígena y el remate de la tierra sobrante. Aunque fue pensado para los pueblos de indios ubicados al norte del río Biobío, la zona central y el Norte Chico, se aplicó sobre todo en la provincia de Chiloé. Si bien esta reforma es fundamental en la comprensión de la historia de Chiloé, el rol específico que tuvo en la desindianización de la provincia todavía está por probarse y ello por dos cuestiones en las que cabría ahondar. En primer lugar, la propiedad familiar en el Chiloé de 1830 era solo parte del sustento económico local. En buena medida la economía provincial giraba en torno a la explotación de los recursos pesqueros y madereros ubicados en tierras de uso público, disponibles para todo aquel que pudiera explotarlas (bosques, corrales de pesca y recolección de mariscos). En segundo lugar, la atomización de la propiedad que derivó de la aplicación del decreto de 1823 no minó la importancia de las capillas, que siguieron fungiendo como centros sociales y ceremoniales de los pueblos de indios y de españoles. Las capillas, con sus tradiciones, con sus celebraciones religiosas, siguieron convocando a la población local, sirviendo como puntales de la política estatal, aunando a los vecinos para empresas comunes y, sobre todo, desempeñando un rol identitario (Catepillan, 2018, pp. 366 y ss.).

      No deja de ser curioso, si estoy en lo cierto, que tuviera mayores efectos asimilacionistas un mecanismo tradicional que además reforzaba la clase alta local (la milicia), que un proyecto asaz moderno, de directa inspiración liberal (la “desamortización”). Y no deja de ser curioso este contraste, toda vez que la provincia de Chiloé sería el lugar donde con mayor claridad se habría aplicado la política asimilacionista chilena previo a los explícitos procesos de chilenización llevados adelante en las tierras arrebatadas por las armas a los mapuce, al Perú y a Bolivia.

       6

      El tercer “laboratorio” en que pueden estudiarse las políticas indígenas y los regímenes de alteridad, corresponde temporalmente a las décadas centrales del siglo XIX. Se trata del desarrollo de la organización política conocida como Recta Provincia o República de la Raza, que ha sido tematizada exclusivamente como una organización de brujos. En un artículo publicado recientemente (Catepillan, 2019) propuse que esta organización, en cambio, debería ser comprendida como un experimento político de la población mapuce de Chiloé, orientado a aunar tres dimensiones aparentemente incompatibles: a) las experiencias y conocimientos derivados de la antigua República de Indios, b) la comprensión mapuce de la sociedad y el bienestar corporal y c) la política liberal de la República de Chile, con la cual los dirigentes indígenas de Chiloé parecen haber estado comprometidos, a pesar de que los funcionarios de la República de Chile no lo percibieran de tal modo. Perseguida penalmente en 1880-1881, es probable que la organización propiamente tal dejara de existir en las décadas finales del siglo XIX (no así las prácticas y conocimientos que aquella organización intentaba normar). Como fuere, no deja de ser una conjetura con poco sustento documental (aunque atractiva) la propuesta que hice en aquel artículo a partir de la biografía de Cosme Damián Antil, un habitante

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