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por ejemplo, en la legislación sobre indígenas o en aquello que ha sido denominado indigenismo. Del mismo modo, deberíamos considerar en conjunto con la legislación y con aquel campo indigenista, las prácticas concretas del Estado, así como las definiciones e interacciones sociales, propias y ajenas, que son condición de lo indígena.

      Detrás de estas definiciones está la idea de que la política y las identidades indígenas son históricas y de que dicha historia es necesariamente, aunque en el margen, la historia del Estado que ha contribuido a trazar aquellos “regímenes de alteridad” (López, 2017, p. 4). Se vuelve necesario, por lo mismo, aclarar la perspectiva que utilizo para estudiar el fenómeno estatal.

      Lejos de pensar el Estado en los términos con que sus agentes continuamente lo definen (un ente autónomo, homogéneo, coherente), me sitúo al respecto desde la antropología del Estado (Sharma y Gupta, 2006; Corrigan y Sayer, 2007) y, por lo mismo, no parto del supuesto de que existen modelos ideales y prácticas más o menos alejadas de ellos, sino de la idea de que el Estado es un artefacto cultural e histórico: existe en sus prácticas cotidianas, realizadas siempre localmente y en un entramado de intereses, relaciones y subjetividades, de manera desigual en el territorio sobre el que pretende su soberanía, así como existe en las representaciones realizadas por o sobre él. Por lo mismo, al abordar el estudio del Estado se vuelve fundamental la decisión respecto del lugar desde dónde se estudiará.

      A partir de las definiciones de la microhistoria (Ginzburg, 1999), los estudios de frontera (Grimson, 2000; Sahlins, 1991) y la historia regional, de larga data en la tradición historiográfica, se entiende que la elección de este lugar se realice descentrando la mirada o, en otros términos, que pretenda en este capítulo ir al margen para hablar del centro, algo particularmente provocador en un país que se ha construido en torno al centralismo (López Taverne, 2014) y particularmente provechoso por ser precisamente en los márgenes donde el Estado se reconfigura y donde aparecen con mayor claridad sus contradicciones (Rubin, 2003; Das y Poole, 2008).

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      Considerando todo lo que he adelantado, resulta necesario que ahora volvamos la vista específicamente a Chile y Chiloé, en el entendido de que la elección de un buen caso de estudio resulta fundamental para la obtención de resultados, siguiendo la perspectiva propuesta.

      Existe cierto acuerdo en torno al carácter liberal que adoptara tempranamente el Estado-nación chileno, lo que podría apreciarse en el hecho de que este Estado fue oficialmente ciego a las diferencias de su población, construidas como étnicas o raciales durante prácticamente todo el siglo XIX (Loveman, 2014, p. 81), en la homologación de nacionalidad y ciudadanía (p.e. en la Constitución de la República de Chile de 1833) y, por lo tanto, en el significado específicamente político de la nación que sirvió de eje a la República de Chile en sus primeras décadas de vida (Wasserman, 2009; Cid y Torres, 2009). Y, sin embargo, como es conocido, la ciudadanía en Hispanoamérica se montó sobre el vecinazgo español (Guerra, 1999), de donde procede, en buena medida, el llamativo contraste entre la temprana abolición en Chile del tributo indígena y de las denominaciones socioétnicas del periodo monárquico, y la continuidad de las jerarquías sociales y aun de los paradigmas raciales propios de la sociedad del reino de Chile. A pesar de la poca literatura respecto de la historia racial del Chile decimonónico (Lepe-Carrion, 2016), me parece que este contraste en parte fue velado a través de una política de asimilación interna y mediante un proceso de territorialización de lo indígena en la Araucanía histórica (aunque muy probablemente siguiendo un uso dieciochesco). A partir de la Independencia y, más aún, de la consolidación del proyecto liberal-conservador que triunfa en 1830, la Araucanía histórica será el eje gravitacional de todo discurso posible sobre lo indígena (Pinto, 2000; Stuven y Cid, 2013; Vergara y Foerster, 2005). En otros términos, será el único espacio reclamado como propio por el Estado-nación chileno en el cual el mismo ente reconocerá la existencia de una identidad distinta a la del ciudadano chileno. Independiente de que pueda explicarse este reconocimiento por la autonomía de la población mapuce de la Araucanía histórica, ejercida hasta 1860-1881, esta “territorialización” de lo indígena en Chile será fundamental para comprender los regímenes de alteridad en el Chile republicano y aun los modos en que se articularon las identidades indígenas y la política indígena a lo largo de los siglos XIX y XX.

      Esta “territorialización” de lo indígena en Chile, por otra parte, encubre fenómenos acaecidos en territorios al norte del Biobío y al sur de Valdivia, como ha mostrado en parte el profesor Jorge Vergara (2005) y como puede apreciarse por la inexistencia casi absoluta de estudios que aborden la relación entre población indígena y República de Chile durante el siglo XIX o entre el liberalismo y la población india, que no basculen en la Araucanía histórica.5 Y esto, a pesar de la abundante bibliografía al respecto para otras partes de Hispanoamérica6 y aun a pesar de que es común encontrar referencias a población “india” e “indígena” en la documentación estatal de las administraciones locales al norte del Biobío y al sur de Valdivia, y aun en los discursos escritos (prensa, relatos de ficción, etcétera) de prácticamente todas las provincias chilenas.

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      Chiloé, frontera austral de Chile y del Wajmapu (el país mapuce), ciertamente tiene mucho que decir al respecto. En primer lugar, por la composición de su población. Para 1840, según el prefecto general de las misiones de la República de Chile, en Chiloé existían 19.991 indios o un poco menos de la mitad de la población local (Unzurrunzaga, 1840, p. 10). De manera semejante, para la década de 1780 según informes de los franciscanos del colegio de Santa Rosa de Ocopa y del intendente de la provincia, resulta que vivían en la provincia de Chiloé entre 11 y 12 mil quinientos indios, así como entre 10 y 16 mil españoles (Hurtado, 1785; Hurtado [?], 1789; Agüero, 1787). Quedándonos exclusivamente con los porcentajes, resulta probable que al menos el 40% de la población de Chiloé, pongamos por caso que, en 1826, fuera calificada por sus paisanos (y quizá por ellos mismos) como india, aunque no sea claro al presente qué significaba ser indio en el Chiloé del año 1826.

      Sabemos que los Estados-nacionales no se crean por decreto. Así como sabemos que cambian con mayor facilidad las culturas que las identidades. Tengo la certeza, por lo mismo, de que la historia de aquella población indígena de Chiloé, de sus organizaciones políticas en el siglo XVIII, del tránsito que vivieron de la monarquía a la República, de su “desindianización” decimonónica y de sus procesos de etnificación en el siglo XX, su historia, como digo, nos habla no solo de sus afanes concretos ni de la historia regional chilota. La historia de aquella población indígena, en los márgenes de Chile y del Wajmapu (el país mapuce) nos habla también del modo en que se construyó el Estado-nación chileno. Y esto, principalmente, porque su historia pone en evidencia lo que al norte del Biobío aparece, generalmente, de manera velada: las nuevas formaciones de alteridad (republicanas) y las políticas indígenas (ciudadanas).

      En la historia de Chiloé, de todos modos, existen cuatro momentos fundamentales para estudiar estas políticas indígenas y regímenes de alteridad, que son los que abordaré a continuación. En primer lugar, el proceso de organización política de la población indígena de Chiloé en el siglo XVIII y la configuración de una identidad indígena definida en torno a la fidelidad monárquica y católica. En segundo lugar, el proceso de desmantelamiento de la república de indios, así como el proceso de creación de un primer régimen de alteridad en la República de Chile. En tercer lugar, el desarrollo de la organización política conocida como “Recta Provincia” o “República de la Raza” en las décadas centrales del siglo XIX. Y, en cuarto lugar, los procesos antagónicos que coinciden temporalmente en la primera mitad del siglo XX: la etnificación mapuce de ciertos indígenas chilotes o su “mapuchización”, y la etnificación nacional-regional del ciudadano de Chiloé o la fundación de la identidad chilota.

      Antes de continuar, aclaro muy sumariamente, que aquel contingente de población categorizada como “india” a fines del siglo XVIII estaba compuesto en su mayoría de población hablante de mapuzugun, que, por influjo de la historia contemporánea de aquella población, podríamos denominar como mapuce. Este grupo se dividía, en términos políticos,

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