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de la historia occidental, el disenso, si no quiere pasar a la figura del martirio, debe disciplinarse y permanecer aprisionado en la conciencia del yo individual, de acuerdo con esa convivencia aporética entre la contestación secreta y la aceptación simulada del poder codificada por los pensadores «libertinos» del siglo XVII y resumida en la máxima foris ut moris, intus ut libet (exteriormente como se acostumbra, interiormente como se quiera).

      En sus formas actuales, impropiamente llamadas democráticas, el poder ha cambiado de cara. Ya no reprime el disenso como en el pasado. Actúa simplemente para que no pueda constituirse. No recurre a la represión ni a la tortura, puesto que, en ausencia de cabezas realmente discrepantes y de espíritus rebeldes, ya no es necesario.

      El poder no castiga los cuerpos, se apodera de las almas. Procura que el siempre elogiado pluralismo de las múltiples voces que animan a la aldea global se resuelva en un monólogo de masas que dice siempre lo mismo: todos elogian igualmente —aunque aparenten criticarlo— el orden real y simbólico de la realidad existente, de acuerdo con lo que la Sociedad del espectáculo de Debord define como el «monólogo elogioso» (§ 24) del orden dominante.

      Este anula la posibilidad de que se forme la cogitatio libera (libertad de pensamiento) en la interioridad del individuo a la sombra del poder. El poder absolutus se cumple cuando conquista y administra incluso el espacio mínimo de la conciencia individual como célula genética del disenso. El sistema electoral de las modernas democracias occidentales ofrece, tal vez, la prueba más deprimente de esta pluralidad ficticia en la que la elección es libre y falsa a la vez, puesto que, cualquiera que sea el resultado, sale ganando «la ideología de lo mismo», fragmentada en una multiplicidad organizada.

      Esta es la peculiaridad de la cultura del consumo y su remolino de posibilidades y estilos de vida que confirman siempre y solo la misma sociedad de consumo, prevalece la abstención con respecto a una auténtica elección.

      Esta última no consiste en la opción por el producto x en lugar del producto y, sino en el disenso opositor frente a esa elección predeterminada, en oponerse a un orden que todo lo resuelve con alternativas que no hacen más que reconfirmarlo y que, secretamente, apunta a eliminar toda posibilidad real de elección.

      Contra esta pesadilla parcialmente realizada con los totalitarismos del siglo XX y destinada a hacerse realidad solo en la moderna sociedad de consumo —el único totalitarismo superviviente—, Mill abogaba por una sociedad capaz de dar voz también a las excentricidades extremas y a la espontaneidad creativa más radical.

      Ya Tocqueville, en las páginas de su obra maestra La democracia en América (1835) hablando de los Estados Unidos, había claramente prefigurado una paradoja que solo ahora, en la sociedad de mercado, parece haberse realizado plenamente: somos habitantes de una realidad que es democrática en el sentido peyorativo de democracia de masas, donde solo el dinero funge como el elemento discriminante, capaz de combinar la igualdad formal con las formas más radicales de desigualdad material que jamás se han registrado en la historia. Se da la circunstancia de que, por un lado, dominan las diferencias cuantitativas más macroscópicas (en el marco histórico posterior a 1989, la brecha entre los que poseen lo superfluo y los que carecen de lo necesario ha alcanzado niveles nunca experimentados); y, por otro, se va imponiendo cada vez más radicalmente una igualdad cualitativa de tipo conformista.

      En virtud de esta «igualdad de la irrelevancia», como la llamó Hegel, todos sienten, piensan y quieren del mismo modo: la humanidad se divide en una multiplicidad caleidoscópica de átomos en serie, cualitativamente iguales e intercambiables, sin identidad ni personalidad, cada vez más diferentes uno de otro según su distinto «valor de cambio». El hombre sin identidad se convierte en la nueva figura antropológica hegemónica, coherente con la norma de la valorización ilimitada, del consumismo absoluto y de la homologación planetaria. La precarización de las masas es una etapa esencial, puesto que no solo conduce a la supresión de los derechos que el esclavo conquistó en el pasado con sus luchas —empleando el vocabulario de Hegel—, sino que, además, prepara el nuevo material humano homologado para nuevas y cada vez más intensas formas de plusvalía a favor del amo.

      El hombre flexible debe, por esta razón, ser un hombre sin identidad, sin familia, sin conciencia opositora, desarraigado de la tierra y de sus raíces, sin trabajo estable: debe rebajarse al rango de átomo consumidor single y nómada, incapaz de comprender y contrarrestar la enajenación y la explotación que sufre, siempre dispuesto a migrar en nombre de la deslocalización de la producción. En consonancia con la movilización total provocada por el tecnocapitalismo, la movilidad se convierte en la prerrogativa por excelencia del homo instabilis: estructuralmente «des-ocupado» y nómada, es decir, sin lugar fijo ni estable tanto en lo ético como en lo familiar, laboral y territorial.

      Día a día, los ciudadanos de la democracia de masas perciben como innecesario el uso del libre albedrío y de la voluntad, satisfechos y felices en los perímetros de esta «servidumbre regulada y tranquila» que ha anulado el disenso sin reprimir sus manifestaciones, eliminando simplemente la más mínima posibilidad de que llegue a constituirse.