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cuanto se hubo marchado, una evidente sensación de decepción pareció apoderarse de todos los presentes y Robert, en parte a su pesar, sintió cierta admiración por la anciana señora. No era poco meritorio conseguir arrebatarle el protagonismo nada menos que a una heroína ultrajada.

      —¿No tiene inconveniente en permitir que la señorita Kane vea las partes relevantes de la casa, señorita Sharpe? —preguntó Grant.

      —Por supuesto que no, pero antes de seguir adelante me gustaría declarar ahora lo que pretendía decir antes de que trajera a mi casa a la señorita Kane. Me alegra que ella esté presente para poder oírlo. Es lo siguiente. No había visto a esta joven en toda mi vida. No la he llevado en mi coche a ninguna parte, jamás. Ni mi madre ni yo la hemos traído a esta casa y menos aún ha permanecido aquí encerrada. Me gustaría que eso quedara claro.

      —Muy bien, señorita Sharpe. Comprendemos que su actitud es la de negar por completo la historia de la muchacha.

      —La niego rotundamente, de principio a fin. Y ahora, ¿quieren ver la cocina?

      3

      Grant y la muchacha acompañaron a Robert y Marion durante la inspección de la casa, mientras Hallam y la agente esperaban en el salón. Cuando llegaron al rellano de la primera planta después de que la joven examinara la cocina, Robert dijo:

      —Según la señorita Kane, el segundo tramo de escaleras estaba cubierto por «algo duro». Sin embargo, la misma alfombra continúa hasta la segunda planta.

      —Solamente hasta donde gira la escalera —dijo Marion—. Lo suficiente para «aparentar». De ahí en adelante no hay más que una simple esterilla. Era un modo típicamente victoriano de ahorrar. Hoy en día, si uno es pobre, se limita a comprar una alfombra más barata con la que cubrir la escalera de principio a fin. Pero en aquellos tiempos aún importaba lo que los vecinos pensaran. De modo que los artículos de lujo llegaban solo hasta donde alcanzaban las miradas indiscretas. Ni un centímetro más.

      La joven también estaba en lo cierto con respecto al tercer tramo de escaleras. Los peldaños que conducían al ático también estaban al descubierto.

      La estancia de tan crucial importancia era una diminuta habitación cuadrada, cuya techumbre se inclinaba bruscamente siguiendo el tejado a tres aguas de esa parte de la casa. La única fuente de iluminación provenía de la pequeña ventana redonda que daba a la fachada delantera, separada del pretil por un breve tramo de tejado cubierto con pizarra. El vano estaba dividido en cuatro, y uno de los cristales presentaba una grieta con forma estrellada. Era evidente que aquel ventanuco no había sido diseñado con la intención de que nadie lo abriera.

      El ático carecía por completo de mobiliario. Se diría incluso, pensó Robert, que estaba anormalmente vacío, puesto que se trataba de una estancia de fácil acceso dentro de la vivienda, idónea para ser utilizada como almacén.

      —Había muchas cosas aquí cuando nos instalamos en esta casa —dijo Marion, como si le respondiera especialmente—, pero en cuanto tuvimos claro que no contaríamos con ninguna ayuda decidimos deshacernos de todo.

      Grant se volvió hacia la joven como si tuviera intención de preguntarle algo.

      —La cama estaba allí —dijo ella, señalando la esquina más alejada de la ventana—. Y junto a ella había una cómoda de madera. En esta esquina, tras la puerta, había dos maletas y un arcón de tapa plana. Y también una silla, pero ella se la llevó cuando intenté romper la ventana —se refirió a Marion sin emoción alguna, como si no estuviera presente—. Justo ahí está el golpe.

      A Robert le pareció que la grieta llevaba ahí mucho más que unas pocas semanas, pero era innegable que allí estaba.

      Grant se acercó a la otra esquina y se agachó para examinar el suelo desnudo, aunque no habría sido necesario. Incluso desde donde estaba Robert, de pie junto a la puerta, se podían ver las marcas de ruedecillas sobre el suelo, donde la cama había estado.

      —Ahí había una cama —dijo Marion—. Fue unas de las cosas de las que nos deshicimos.

      —¿Qué hicieron con ella?

      —Déjeme pensar. Ah, se la dimos a la mujer del vaquero de la granja Staples. Su hijo mayor había crecido demasiado para compartir habitación con sus hermanos y lo trasladaron al desván. Siempre le compramos los lácteos a Staples. No se puede ver su granja desde aquí, pero solo nos separan cuatro parcelas por encima de esa loma.

      —¿Dónde guardan los baúles que no usan, señorita Sharpe? ¿Tienen otro trastero?

      Por primera vez Marion pareció dudar.

      —Tenemos un gran baúl cuadrado de tapa plana, pero mi madre lo utiliza para guardar sus cosas. Cuando heredamos La Hacienda había una cómoda cajonera muy valiosa en el dormitorio de mi madre. Pero la vendimos y por eso usamos en su lugar un baúl con tapizado de cretona. Mis maletas las guardo en el armario del primer rellano.

      —Señorita Kane, ¿recuerda cómo eran las maletas?

      —Oh, sí. Una era de cuero marrón con esa especie de remaches en las esquinas. Y la otra una de esas de estilo americano, con forro de lona a rayas.

      Bueno, la descripción era bastante precisa.

      Grant examinó la habitación durante unos instantes, estudió la vista desde la ventana y se dio la vuelta para salir.

      —¿Podemos ver las maletas del armario? —le preguntó a Marion.

      —Por supuesto —dijo Marion, pero no parecía alegrarse.

      En el primer rellano de la escalera abrió la puerta del armario y se apartó para que el inspector pudiera echar un vistazo. Cuando Robert se hizo a un lado para dejarle paso pudo ver, durante un segundo, la irreprimible expresión de triunfo en el rostro de la muchacha. Alteró de tal modo la expresión tranquila y casi infantil mantenida hasta el momento, que se sobresaltó. Aquella era una emoción salvaje, primitiva y cruel. Y verdaderamente sorprendente viniendo de una colegiala de quien se decía era el orgullo de sus tutores y maestros.

      El armario tenía varios estantes con ropa de cama y en el suelo había cuatro maletas. Dos de ellas eran de fuelle, una de fibra prensada y la otra de piel sin curtir. En cuanto a las otras dos, una era de cuero con protectores en las esquinas y la otra una sombrerera cuadrada de lona con una ancha franja de rayas multicolores en el centro.

      —¿Son estas las maletas? —preguntó Grant.

      —Sí —dijo la joven—. Esas dos.

      —No tengo intención de volver a importunar a mi madre esta tarde —dijo Marion, con repentino enfado—. El baúl de su habitación es bastante grande y de tapa plana, pero ha estado ahí sin excepción durante los últimos tres años.

      —Muy bien, señorita Sharpe. Ahora el garaje, si hace el favor.

      En la parte trasera de la casa, donde los establos habían sido reconvertidos en cochera largo tiempo atrás, el pequeño grupo se detuvo al entrar para contemplar el desvencijado y viejo coche gris. Grant leyó la poco técnica descripción que había hecho la muchacha. Se ajustaba, aunque por otra parte también habría sido perfectamente válida para más de un millar de coches que aún circulaban por las carreteras de toda Gran Bretaña, pensó Blair. No probaba nada. «Una de las ruedas estaba pintada de un tono diferente a las otras y daba la impresión de no pertenecer al mismo coche. Era la rueda delantera del lado en que yo iba sentada», terminó de leer Grant.

      En silencio, los cuatro observaron el gris notablemente más oscuro de la rueda delantera derecha. No había mucho más que añadir, al parecer.

      —Muchas gracias, señorita Sharpe —dijo Grant por fin, cerrando su cuaderno y guardándolo en el bolsillo—. Muy amable, su colaboración nos ha sido de gran ayuda. Le doy las gracias. Quizá necesite llamarla en algún momento por teléfono durante los próximos días.

      —Oh sí, inspector. No tenemos intención de irnos a ninguna

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