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primeros doce meses en el cuerpo he visto al menos una decena de casos mucho más increíbles. Parece no haber límite para las extravagancias de la conducta humana.

      —Estoy de acuerdo. Pero la extravagancia es igualmente aplicable a la conducta de la muchacha. Después de todo, esto ha empezado por ella. Es ella quien ha estado desaparecida durante…

      Hizo una pausa a modo de interrogante.

      —Un mes —respondió Grant.

      —Durante un mes. Mientras, por otra parte, no hay nada que sugiera que la rutina en La Hacienda haya variado en lo más mínimo en todo ese tiempo. ¿No posee la señorita Sharpe ninguna coartada para el día en cuestión?

      —No —dijo Marion Sharpe—. Se trata, según el inspector, del día 28 de marzo. Ya ha pasado mucho tiempo y nuestros días no varían demasiado, si acaso lo hacen en absoluto. Nos resultaría imposible recordar qué fue lo que hicimos el 28 de marzo… Y más improbable aún me parece que alguien más vaya a hacerlo.

      —¿Su asistenta, quizá? —sugirió Robert—. Los criados tienen maneras de ordenar la vida doméstica a menudo sorprendentes.

      —No tenemos asistenta —dijo ella—. Nos resulta difícil conservarlas, pues La Hacienda está muy alejada de todo.

      El instante amenazaba con convertirse en un momento incómodo, por lo que Robert se apresuró a cambiar de tema.

      —Esta chica… No sé cómo se llama, por cierto.

      —Elisabeth Kane. Conocida como Betty Kane.

      —Oh, sí, es cierto. Me lo había dicho. Lo siento. Esta muchacha… ¿Sabemos algo de ella? Imagino que la policía la habrá investigado antes de aceptar la supuesta veracidad de su historia. ¿Por qué vive con sus tutores y no con sus padres, por ejemplo?

      —Es una huérfana de guerra. Fue evacuada al distrito de Aylesbury cuando era pequeña. Era hija única y fue acogida por los Wynn, que ya tenían un niño cuatro años mayor. Unos doce meses después los dos progenitores resultaron muertos en el mismo «incidente», y los Wynn, que siempre habían querido una hija y le habían cogido mucho cariño, decidieron adoptarla. Para ella son como sus padres, ya que apenas puede recordar a los verdaderos.

      —Ya veo. ¿Y su historial?

      —Excelente. Una niña tranquila, según todos los que la conocen. Buena en la escuela, aunque no brillante. Nunca se ha metido en problemas, ni en la escuela ni fuera de ella. «De una inmaculada honestidad», fue la frase que empleó su última maestra.

      —Cuando por fin regresó a casa, tras su ausencia, ¿había aún alguna evidencia de los golpes que dice haber recibido?

      —Oh, sí. En efecto. El médico de los Wynn la examinó a la mañana siguiente y afirmó que había sido brutalmente golpeada. De hecho algunas magulladuras aún eran evidentes tiempo después, cuando se presentó en la jefatura a prestar declaración.

      —¿No tiene historial de epilepsia?

      —No. También consideramos esa posibilidad durante el inicio de la investigación. Me parece necesario añadir que los Wynn son gente muy sensata. Han pasado por momentos muy difíciles pero nunca han tratado de exagerar la situación ni han caído en dramatismos. Tampoco han permitido que la chica se convirtiera en objeto de interés o piedad. Han llevado todo el asunto admirablemente.

      —Por lo que, en lo que a mí se refiere, también tendré que esforzarme en llevar todo esto con admirable frialdad —dijo Marion Sharpe.

      —Comprenda mi posición, señorita Sharpe. La muchacha no solo ha descrito la casa en la que fue detenida, también a sus dos habitantes. Y lo ha hecho con gran precisión. «Una anciana delgada, de cabello blanco, sin sombrero y vestida de negro; y otra mujer más joven, alta y delgada y morena como una gitana, sin sombrero y con un pañuelo claro de seda cubriendo su cuello.»

      —Oh, sí. No se me ocurre ninguna explicación, pero comprendo su posición. Y ahora creo que deberíamos hacer entrar a la muchacha. Aunque antes me gustaría decir…

      La puerta se abrió entonces sin emitir ruido alguno y la anciana señora Sharpe apareció en el umbral. Tenía el cabello erizado en algunas partes alrededor de la cabeza, tal como la almohada los había dejado, y más que nunca su aspecto hacía pensar en el de una bruja.

      Cerró la puerta tras de sí y contempló la reunión con malicioso interés.

      —¡Vaya! —exclamó, emitiendo un sonido que recordaba al chillido gutural de una gallina—. ¡Tres desconocidos!

      —Permite que te los presente, madre —dijo Marion, mientras los tres se ponían en pie—. Este es el señor Blair, de Blair, Hayward y Bennet. El bufete que tiene ese hermoso edificio casi al final de la calle High.

      Mientras Robert hacía una pequeña inclinación, la anciana lo escrutaba con sus ojos de gaviota.

      —Les hace falta renovar todos esos azulejos —dijo ella.

      Y era cierto, aunque no era ese el tipo de saludo el que él había esperado.

      Lo reconfortó el hecho de que la bienvenida que le dedicó a Grant fuera aún menos ortodoxa. Lejos de parecer inquieta o impresionada por la presencia de Scotland Yard en el salón de su casa aquella tarde de primavera, se limitó a responder con tono cortante:

      —No debería estar sentado en esa silla. Pesa usted demasiado.

      Cuando su hija le presentó al inspector local, la anciana se limitó a lanzarle una mirada oblicua y, tras inclinar levemente la cabeza, se abstuvo de hacer el menor comentario. Hecho que Hallam, a juzgar por su expresión, pareció considerar particularmente desagradable.

      Grant observó inquisitivamente a la señorita Sharpe.

      —Te explicaré lo que ocurre, madre —dijo esta—. El inspector desea que veamos a una joven que está ahora mismo sentada en un coche aparcado a las puertas de la casa. Desapareció de Aylesbury durante un mes y cuando volvió a aparecer —en condiciones bastante lamentables— dijo que había sido retenida por unas mujeres que querían obligarla a ser su sirvienta. Cuando se negó la encerraron, la golpearon y casi la matan de hambre. Describió el lugar y a esas mujeres con gran detalle y resulta que tú y yo nos ajustamos perfectamente a tal descripción. Y también nuestra casa. Al parecer estuvo encerrada en la habitación de la ventana redonda del ático.

      —Muy interesante —dijo la anciana señora, mientras se sentaba con gesto algo teatral en un sillón estilo Imperio—. ¿Y con qué la golpeamos?

      —Con una fusta para perros, por lo visto.

      —¿Tenemos una fusta para perros?

      —Tenemos uno de esos chismes para llevarlos. Puede servir de fusta, llegado el caso. En fin, lo importante es que al inspector le gustaría presentarnos a la chica, para que pueda identificarnos como la gente que la retuvo, o no.

      —¿Tiene usted alguna objeción, señora Sharpe? —preguntó Grant.

      —Al contrario, inspector. Ya lo espero con impaciencia. No todas las tardes una se acuesta a dormir la siesta siendo una vieja aburrida y se despierta convertida en un monstruo en potencia.

      —Entonces, si me permiten, iré a buscar a la…

      Hallam hizo un leve gesto, ofreciéndose a ir en su lugar, pero Grant negó con la cabeza. Era obvio que quería estar presente en el momento en que la chica atravesara las puertas.

      Mientras el inspector salía, Marion le explicó a su madre el motivo de la presencia de Blair allí.

      —Ha sido algo extraordinariamente amable de su parte venir tan rápido y sin previo aviso —añadió.

      Y Robert sintió una vez más el impacto de aquella mirada pálida y brillante de la anciana. No le cabía la menor duda de que, por su dinero, la vieja señora Sharpe era más que capaz de golpear sin pestañear a siete personas diferentes, entre el desayuno y la

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