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que informara al DEA de que Belov ha partido en viaje de trabajo a Tobolsk.

      —No me gustan mucho estos trucos —respondió Alski— , pero si a usted le parece completamente oportuno, le haré el favor, como excepción.

      —Camarada Alski, las excepciones aquí no tienen nada que ver, simplemente Belov ha robado joyas por valor de un millón.

      —¿Cómo? —exclamó Alski—. ¡Eso es imposible!

      —Sabe, bastante me estalla ya la cabeza con la verdad, así que no tengo fuerzas para inventarme nada, aparte de que mi profesión no me lo permite.

      —¿Quién lo ha tasado?

      —Hemos llevado a Petrogrado las alhajas para no meter en este asunto a su gente del DEA.

      —¿Pone en duda a todo un colectivo por culpa de un solo rufián?

      —¿Dónde ha visto usted un colectivo?

      —¿Y Shelejés? ¿Y Pozhamchi? ¿Alexándrov? Y, por último, Levitski, el viejo maestro y especialista que trabaja tan bien.

      —Aparte de los camaradas citados, allí trabaja mucha más gente. Y tengo una petición que hacerle: sería conveniente que tres de los nuestros se introdujeran allí, como si fueran trabajadores. ¿Cómo lo ve?

      —Negativo —respondió Alski—. ¿En serio cree que no somos capaces de poner orden nosotros solos? Solicitaré una inspección, mandaré especialistas de verdad, ¿por qué considerar al DEA una cueva de ladrones?

      —Mire… No tengo derecho a inmiscuirme en sus privilegios, pero pienso informar a Félix Edmúndovich.

      ___________

      EL PRINCIPIO DE LOS PRINCIPIOS

      —Vsévolod y su brillo son insustituibles en una conversación con los bailarines de polca —dijo Félix Edmúndovich Dzerzhinski—. La juventud de Vsévolod, su elegancia y dulzura nos permitirán comprender con precisión a Stepansky: es perro viejo, tratará de jugar con nuestro muchacho. Y, más pronto o más tarde, todo juego acaba descubriendo al agente, sus intenciones reales. Y negarse a contactar con Stepansky sería poco razonable: tiene acceso a Londres, París y Berlín.

      Vsévolod se encontró con Stepansky en un despacho de tabaco en la calle 3.ª Meschánskaia. Tras observar de pies a cabeza y con tenacidad a su interlocutor, el polaco dijo:

      —Me agrada que hayamos quedado y comprendo dónde nos encontramos usted y yo. Sin embargo, le pediría que la parte de ajuste de nuestra conversación la mantengamos en la calle, donde nadie vaya a escucharnos. Si nos comprendemos bien «en libertad» —sonrió—, creo que es así como hablan ustedes de «no estar en la cárcel», entonces continuaremos la conversación aquí, donde, como presumo, cada una de mis palabras será audible para al menos dos de sus colegas.

      Vsévolod miró alegre a Stepansky, lo tomó del brazo y dijo:

      —No voy a ocultarle que no estoy más cansado porque no puedo, así que un paseo no me vendrá mal, sobre todo con un interlocutor tan interesante.

      Mientras iba al encuentro del polaco, ya sabía por el servicio de vigilancia exterior que Stepansky vendría solo. Cierto que, por si acaso, se había puesto unas gafas ahumadas con cero dioptrías; pertenecía a esa clase de gente a la que unas gafas le hacían cambiar muchísimo.

      Iban por una acera empedrada a través de la que ya había empezado a brotar hierba fresca, como podada a la manera inglesa, pasaban junto a unas casas pequeñitas, y desde fuera parecían dos camaradas dando un paseo.

      —Entonces, ¿qué es lo que le ha traído hasta mí? — preg untó Vsévolod.

      —Hasta usted no me ha traído nada. Yo he venido a ver a la Checa.

      —Loable. A mí como individuo, y a nosotros como colectivo, nos gusta que venga a vernos gente interesante…

      —¿Necesita que me presente?

      —¿Cómo?

      —¿Rango, operación, enlaces?

      —A grandes rasgos, ya lo sabemos.

      —¿Saben que soy teniente general del espionaje polaco?

      —Me parece que recordaremos mejor los detalles si los formula por escrito, ¿no?

      —¿Cree usted que voy a ponerme a escribir?

      —Lo hará. Si ha tramado algo en contra nuestra, tendrá

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