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del coche.

      —¿Me ayudarás con la mudanza?, ¿me visitarás de vez en cuando? –sus dedos temblaron ligeramente contra mis mejillas, inseguridad.

      —Eso está hecho –avancé para darle un abrazo, y rodeó mi espalda de forma protectora y cariñosa. Me sentía bien, sus abrazos eran de esos que te calmaban con dulzura en vez de anestesia.

      —Gracias por bailar conmigo, aunque creo que ha sido un poco...intenso –soltó una risita contra mi coronilla, sus brazos apretándome más, y me agobié un poco.

      —Pero me ha gustado –le guiñé un ojo al separarme, y caminé de espaldas hacia el coche mientras me despedía silenciosamente de él–. Buenas noches, Kohaku.

      —Adiós, Ari –movió la mano, y solo le hacía falta un sonrojo excesivo para recrear una escena típica de un manga romanticón. Tenía más estrellas en sus ojos que en el cielo contaminado.

      No vi nada a través de los cristales tintados del coche, por lo que abrí la puerta de copiloto y tomé asiento rápidamente, esperando mi sentencia.

      Pasó un minuto en completo silencio, en el que solo se oían sus dedos repiquetear contra el volante. Kohaku miraba en nuestra dirección con la cara inclinada, seguramente pensando en por qué no me iba ya.

      —Creía que estaba de viaje de negocios, Señor Takashi –dije fría, mirando de reojo a Takashi. No parecía contento.

      Cogió mi mandíbula con brusquedad y me hizo mirarle. Me sentí pequeña cuando sus ojos enfadados buscaron algo específico en mi cuello, y se rió amargamente al ver el colgante de plata sobre mis clavículas

      —¿Qu... –

      —Estás castigada.

      15. [manos gucci]

      Areum

      Vaya, se me había pasado la borrachera de repente.

      —¿Por qué estoy castigada? –logré murmurar–. No he hecho nada.

      Me apoyé contra la puerta y le di mi peor mirada. Me había arruinado la noche con mi mejor amigo, ¿y para qué? Era cansino jugar en su tablero y ser su peón.

      —Ni siquiera sé por qué me he subido a tu puto coche –espeté seca, alcanzando el asa para abrir la puerta y largarme. Kohaku seguía confundido en el banco. Había pasado un minuto, y Joji era un conductor excelente y rápido que no se demoraría tanto, Kohaku lo sabía. Comenzaría a sospechar.

      —¿Que no lo sabes, dices? –me hizo gritar al sentir el familiar ardor en el cráneo, y no soltó mi pelo hasta que me tiró sobre sus piernas. No me clavé la palanca de cambios en la espalda de milagro. Le miré con rabia y lágrimas, su mirada siniestra vista desde abajo–. Te has subido en mi puto coche porque sabes qué es lo que te conviene –acarició mi mejilla con cinismo, su sonrisa mostrando sus malas intenciones.

      Noté cómo su muslo se estiró bajo mi cabeza, pisando suavemente el acelerador hasta que el motor ronroneó. Quería levantarme de sus piernas para ver a Kohaku, pero hundió suave los dedos en mi pelo y cerré los ojos involuntariamente.

      De repente ya no me quería mover de ahí, y él sabía perfectamente la magia de la que sus dedos eran capaces.

      —Llego cansado de hacer negocios en el extranjero y ansioso de jugar un poco contigo...¿y qué me encuentro cuando vengo a por ti? –inquirió, su masaje consistente y relajante.

      —¿Hmmn? –le miré a escondidas, concentrado en la carretera a pesar de tener la mandíbula en tensión.

      —Que sigues igual de insolente que siempre –el reflejo rojo del semáforo proyectaba una imagen turbia en su cara–. Zorreando con el primero que pasa y rechazando mis regalos... –el desprecio en su voz me hizo sentir menos–. Tskk...debería haber llamado a Soyeon.

      ¿”Soyeon”? ¡Ese también era un nombre coreano! ¿Era también una de sus sumisas?

      —Eres muy poco original, Takashi –hice el amago de apartar su mano para recolocarme en el asiento de copiloto, pero intensificó el agarre.

      —Cuidado con lo que dices, te recuerdo que sigues castigada. Vacilarme no te va a beneficiar para nada –paseó los dedos por mi piel hasta engancharlos en la cadena de plata de Kohaku–. ¿Dónde está el collar?

      En el bolsillo de mi chaqueta, pero no tenía por qué enterarse de eso.

      —Desde luego, aquí no –espeté entre dientes, y aparté sus dedos anillados de un manotazo para incorporarme. Bajé el dobladillo del vestido al sentarme, y miré los neones que se difuminaban por la velocidad del vehículo–. ¿A dónde vamos?

      No me respondió, y me tuve que resignar a esperar de brazos cruzados durante el trayecto a casa. Acabé dormida con la cara enfadada, y desperté al oír el golpe de una puerta.

      Vi la cara angulosa de Takashi a través de la ventanilla, y abrió mi puerta de copiloto en silencio.

      —¿Dónde estamos? –pregunté de nuevo, mirando el frío aparcamiento afuera.

      —Si no bajas en los próximos diez segundos te puedo asegurar que te arrepentirás –se apoyó contra la puerta, presionándome para que bajase–. Diez...

      Crucé las piernas y los brazos con bravuconería, esperando a que acabase el numerito.

      —Cinco...

      Le miré de reojo solo para ver cómo estaba manejando mi desobediencia, y se me escapó una sonrisa cuando vi su lengua apretada contra su mejilla. Me daba satisfacción darle de su propia medicina, para qué negarlo.

      —Uno... –contó más lento los últimos segundos para crear más expectación–, cero.

      Permanecí en la misma postura, incómoda con su silencio sepulcral. El brillo de su teléfono me cegó cuando me lo acercó a la cara, y eché la cabeza hacia atrás para poder leer la pantalla. Más fotos comprometidas de la discoteca con Kohaku, nada nuevo ni sorprendente pero sí enfermizo.

      Bajé del coche para arrebatarle el teléfono y borrarlas, pero él me atrapó el brazo antes.

      —Te pillé –bajó hasta mi oído, y se posicionó detrás de mí para rodear mi cintura. Me dio un empujón, y tuve que avanzar forzosamente hacia el edificio que se alzaba sobre nosotros–. ¿Te has dado cuenta de que siempre te tengo que hacer chantaje con las fotos del niñato manzana? A lo mejor estoy siendo demasiado benevolente y las tendría que publicar ya.

      —N-no, Señor Takashi –mi espalda se tensó contra su pecho, y agité la cabeza en negación–, no tiene que hacer...–

      —¿Ahora sí soy el Señor Takashi? –un amago de risa irónica arañó mi oído a la vez que me empujaba hacia el lujoso edificio con luces.

      —¿Por qué estamos aquí? –mis piernas no estaban por la labor de obedecer, pero Takashi no me dejaba quedarme quieta en el pavimento.

      —No lo sé, Areum, ¿qué suele hacer la gente a las dos de la madrugada en un hotel?

      Me aferré a la chaqueta para evitar hiperventilar cuando vi el letrero del Four Seasons.

      ...

      Takashi no había pronunciado palabra alguna en el ascensor, y yo disimulaba el temblor de mis manos bajo la chaqueta. A veces metía las manos en los bolsillos, solo para comprobar que no había perdido su collar, aunque tampoco me lo quería poner.

      Sus zapatos marcaron un compás siniestro al avanzar por el pasillo enmoquetado, y seguí sus piernas kilométricas hasta que (muy a mi pesar) se detuvieron frente a una puerta blanca. La abrió con un pitido de tarjeta, y me planteé darme la vuelta y correr por el pasillo.

      Entró en la gran estancia de tonalidades café y sujetó la puerta a mi espera. Había un brillo desafiante en su mirada, y en la mía solo inseguridad e incertidumbre.

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