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ella sentimos la presencia de algo análogo a la sabiduría que desearíamos poseer para saciar nuestro deseo de orden.

      Descubrimos la equilibrada combinación de innumerables fuerzas ciegas que concurren en una unidad en virtud de algo que anhelamos sin comprender y a lo que denominamos «belleza». Si nos dejamos llevar por esta idea, seremos como aquel individuo que camina de noche sin guía, pero sin dejar de pensar en la dirección que desea seguir. Buscamos lo bello, porque nos evoca el orden.

      Ahora bien, la búsqueda impulsiva del orden nos puede conducir a un perfeccionismo enfermizo. Obcecados por la norma, podemos acabar comportándonos de manera anormal y la escrupulosidad nos puede ofuscar de tal modo que perdemos la sensibilidad para gozar de la hermosura.

      Además, el orden también nos puede constreñir. Cuando todo está regulado y encaja en un plan previo, no hay espacio para la improvisación ni para la creatividad. Buscamos el orden, pero tiene que combinarse con cierta dosis de descontrol. Si todo queda encasillado en estructuras rígidas, nos sentimos asfixiados. Necesitamos abrir caminos, proponernos explorar rutas nuevas, salir de las aguas tranquilas del orden para surcar mares desconocidos y escuchar lo inaudito, saborear lo insólito, gustar de lo inédito, acoger lo imprevisto.

      Buscamos tanto la seguridad del orden como la seducción de la aventura. Descubrimos la belleza en la regularidad del canon y en el destello de lo excepcional. Satisfacemos nuestro anhelo de orden al captar la grandeza de lo ordinario, pero también la importancia de lo extraordinario.

      Igualdad

      Para Weil, la igualdad consiste en conceder el mismo grado de atención, dignidad y consideración a todo ser humano. Por inevitables que sean las diferencias entre los individuos jamás deben implicar un grado de respeto distinto.

      Buscamos ser como los demás o, como mínimo, ser tratados como los otros. Incluso cuando hacemos gala de cierta originalidad, en realidad estamos haciendo méritos para despertar el interés en el resto. Nadie quiere ser excluido, marginado o aislado. Necesitamos ser aceptados y reconocidos.

      Sin embargo, un énfasis excesivo en esta igualdad conduce al uniformismo. Entonces caemos en la monotonía del colectivo. Los matices se difuminan y todo acaba impregnado de un tono grisáceo que oscurece la vida. Nadie puede destacar, ni tomar la iniciativa ni tampoco discrepar de la opinión mayoritaria.

      La igualdad que ansiamos se refiere al respeto y la igualdad que ignora las diferencias es una copia triste de la primera. Por eso, del mismo modo que buscamos la igualdad, necesitamos descubrir la singularidad de cada cual, aquello que le es propio. Cada individuo goza de unas peculiaridades que, a su vez, enriquecen al grupo.

      Nuestra búsqueda se orienta hacia estos dos polos. Buscamos ser aceptados, pero sin renunciar a nuestra idiosincrasia. Si nos centramos en la primera dimensión, podemos acabar esclavizados por el conformismo, diluirnos en un colectivo que pierde humanidad para asumir un comportamiento mecánico, formal, protocolario, sin corazón. En cambio, el énfasis en el segundo polo –la diferencia– sin tener en cuenta el primero –la igualdad–, nos conduce irremediablemente a la extravagancia –esto es, a vagar fuera de los caminos– y, en consecuencia, a una soledad infecunda. El gregarismo puede condenarnos a desparecer en la masa; el personalismo exacerbado, a aislarnos de nuestros semejantes. La búsqueda debe conjugar estas dos dimensiones.

      Libertad

      Uno de los principales objetivos de la búsqueda de cualquier ser humano es la libertad. Para Weil consiste, en sentido estricto, en la posibilidad de elección. Ahora bien, en una vida en sociedad resulta inevitable que las reglas impuestas para el bien común limiten esta capacidad. También está constreñida por el margen de acción que dejan las fuerzas de la naturaleza. Además, solo es aplicable a los actos inocentes; en nombre de la libertad no se puede considerar lícito ningún atisbo de criminalidad. La naturaleza no nos exime de nuestra responsabilidad.

      El ser humano sin libertad pierde uno de sus rasgos característicos. La naturaleza o la comunidad delimitan su espacio de maniobra, incluso pueden tender a anularla. Pero en el interior humano subsiste la voluntad de gobernar el propio destino, por adverso que resulte.

      El poeta inglés William Ernest Henley (18491903) padeció a los doce años una enfermedad que le afectó a los huesos y, años más tarde, los médicos se vieron obligados a amputarle una pierna. Su amigo, el escritor Robert Louis Stevenson, se inspiró en él para crear el personaje del capitán Long John Silver en La isla del tesoro. Henley escribió el poema Invictus mientras debía permanecer postrado en la cama de un hospital. Es un canto a la libertad interior a pesar del acecho de las contrariedades.

      Más allá de la noche que me cubre,

      negra como el abismo insondable,

      doy gracias al Dios que fuere

      por mi alma inconquistable.

      En las azarosas garras de las circunstancias

      nunca he llorado ni pestañeado.

      Sometido a los golpes del destino

      mi cabeza está ensangrentada, pero sigue erguida.

      Más allá de este lugar de cólera y lágrimas

      donde yacen los horrores de la sombra,

      sin embargo, la amenaza de los años

      me encuentra, pero me encontrará sin miedo.

      No importa cuán estrecho sea el camino,

      cuán cargada de castigos la sentencia,

      yo soy el amo de mi destino:

      Soy el capitán de mi alma.

      Un siglo más tarde, este poema acompañó a Nelson Mandela mientras permanecía recluido en una cárcel de Sudáfrica por su compromiso en la lucha contra el apartheid. Las palabras de Henley le ayudaron a sobrellevar la vida en prisión, confinado en una pequeña celda. Luego, le sirvieron de inspiración para conducir a la población negra de su país hacia una libertad política que requería previamente haber asumido la libertad interior.

      Solo desde esta decisiva experiencia es posible vivir libremente. Pretender superar cualquier limitación externa es un deseo vano que nos puede conducir a la frustración cuando no, al desastre. Es la lección del mito de Ícaro, el hijo del arquitecto Dédalo, el constructor del laberinto. Pertrechado con unas alas de plumas sujetas con cera, pensó que no había techo para su vuelo. No atendió los consejos de su padre, se acercó demasiado al Sol, la cera se derritió y acabó desplomándose.

      La búsqueda de la libertad tiene que ir unida a la búsqueda de la responsabilidad, la aceptación de un marco de reglas a las cuales nos debemos adecuar. Ahora bien, tal adecuación no implica sumisión ni servilismo. Es un acto que conlleva la reconciliación con la realidad. Implica el consentimiento, la conformidad, el reconocimiento de los límites de la propia libertad. Pero de ningún modo debe suponer la connivencia con la injusticia que subyace en estructuras y en costumbres.

      La responsabilidad comporta la renuncia a la quimera de la libertad para construir un marco de convivencia justa. Mandela es uno de los grandes referentes en la defensa de los derechos humanos, pero primero tuvo que aprender a ser dueño de sí mismo para poder conducir a otros por las sendas del libre albedrío. Luchaba por mantener su libertad interior en un entorno opresivo. El fruto fue un alto grado de responsabilidad que le permitió guiar a todo un pueblo hacia una forma de organización respetuosa con la libertad de cada individuo.

      Por otro lado, la responsabilidad, cuando nace de nuestra fantasía, nos puede abrumar. Entonces podemos sacrificar nuestra libertad en aras de una misión imaginaria que nos resta fuerzas y nos devora. Libertad y responsabilidad deben ir coordinadas. Buscar una sin la otra nos aboca a la bancarrota moral.

      Verdad

      Weil vivía preocupada por el efecto de la propaganda política de su época, en particular por los estragos realizados en las conciencias por parte del nazismo. Por eso, para defender la necesidad

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