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o no, nos escandaliza nuestra indigencia. Es el motor que nos lanza a la aventura, a salir en busca de lo que carecemos. Pero, paradójicamente, la contingencia que nos exilia de nosotros mismos, a su vez, nos hace vulnerables frente a lo exterior. Somos seres instalados en la precariedad e indefensos en un mundo inhóspito.

      Entonces la gran trampa es buscar lo que realmente no somos. El poder, la reputación, la soberbia o la avaricia nos hacen olvidar por unos instantes cuán débil es nuestra naturaleza. Una imagen falseada de nosotros mismos, un instinto ególatra, maquilla nuestras deficiencias y nos hace vivir bajo el engaño de una ilusoria autoconfianza.

      El amor propio se convierte en el centro de gravedad de nuestra existencia. Todo cuanto ocurre pasa a estar en función de nuestros intereses particulares. La búsqueda deja de ser un «salir de» para rebajarse a un simple deseo de apropiación. Este es el efecto más perverso de esta dinámica. Nos distrae del sentido genuino de la búsqueda. Desvía nuestra atención. En vez de partir de lo real, de los problemas que acarrea nuestra condición limitada, el punto de referencia es una percepción distorsionada de nosotros mismos. Sin vivir en verdad, toda búsqueda es en balde. Sin alcanzar el conocimiento de quiénes somos, jamás encontraremos el alivio a nuestras penurias.

      El enaltecimiento ególatra nos hace despreciar la potencialidad de una realidad imperfecta. El espejismo de lo impecable desfigura la grandeza de lo cotidiano. Cautivos de una mentira, desdeñamos lo auténtico cuyo valor, a pesar de sus deficiencias, supera el de cualquier quimera.

      Hay que aprender a buscar. Por más natural que sea esta inclinación humana, precisa ser purificada. Cuanto menor sea el lastre, tanto más lejos llegaremos en nuestra marcha. El caminante debe renunciar a fardos inútiles para avanzar en su recorrido. Asimismo, el desprendimiento aligera nuestra mente y nuestro corazón. Sin cargas, resulta más fácil acoger; sin ruidos, escuchar; sin prejuicios, valorar; sin ideas preconcebidas, entender... La búsqueda es una preparación. Puede ser una práctica que nos centre en nosotros mismos alimentando el afán de dominación, o bien nos puede descentrar y abrirnos a lo que aún no conocemos.

      Una búsqueda purificada nos orienta casi sin darnos cuenta hacia una esperanza. Conforme nuestros intereses mezquinos dejan paso a las aspiraciones más profundas, se abre la posibilidad del encuentro. El hallazgo no es el final de la búsqueda, sino su fruto.

      Entonces atisbamos una Realidad mayor que la mayor de nuestras expectativas; una Realidad sólida que sostiene y dota de significado nuestra existencia. Desde esta suave certeza entendemos nuestra indigencia, no como un defecto, sino como una oportunidad. Intuimos que nuestra limitación solo cobra sentido insertada donde no hay límite. Por ello, la finitud nos espolea hacia lo Infinito, la contingencia ansía el Absoluto y tenemos fundamentadas razones para sospechar que el riachuelo de la condición mortal acaba desembocando en el océano de lo Eterno.

      Y esta Realidad sin límite, infinita, absoluta, eterna... no solo se deja buscar, sino que nos busca. Este es el mensaje que tantos exploradores de la existencia han captado en los textos bíblicos y en la persona de Jesús de Nazaret. Buscamos al que nos busca. Nuestra búsqueda es una respuesta a la intuición de sentirnos buscados.

      BÚSQUEDA Y NECESIDAD

      Un ser necesitado

      Como hemos visto, buscar es una actividad característica del ser humano. Es connatural a nuestra condición. Vivir, en el fondo, es buscar. No nos conformamos con lo que tenemos a nuestra disposición. Siempre vamos más allá, anhelando lo que se nos escapa, comprometidos a no resignarnos con nuestra situación.

      Sin embargo, los otros seres vivos también buscan. Las plantas crecen en la superficie guiadas por la luz solar y, en lo profundo, las raíces se adentran en la tierra para hallar el agua que las vivifica. Los animales buscan comida, seguridad y parejas con las que dar cumplimiento a la función reproductora.

      Todo sujeto busca alimento, calor, reposo, aire puro, protección contra la violencia, alojamiento, vestido, higiene, cuidados en caso de enfermedad... Se trata de necesidades vitales, de requisitos que nuestra dimensión biológica reclama. Tal vez algunas de ellas sean más sofisticadas que las de los animales, porque a estos la propia naturaleza les deja cubiertas algunas necesidades a través de su cuerpo: la piel, el caparazón, el colmillo o las garras. En cambio, el ser humano tiene que recurrir a su ingenio para satisfacer un mínimo de requisitos que le permitan sobrevivir en un entorno determinado.

      Ahora bien, a diferencia de los animales, cuanto menos en términos generales, la condición humana se caracteriza por otras necesidades que no atañen a su fisiología, sino que se desprenden de su mundo interior. Es lo que Simone Weil definió como las necesidades del alma1. Conciernen a la vida moral. Son tan terrenas como las necesidades físicas, porque, inscritas en la inmanencia, no es posible prescindir de ellas. Esto quiere decir que si no se satisfacen, el individuo queda prostrado en un estado de atonía que lo aboca a la muerte.

      Así, analizar las necesidades del alma nos puede ayudar a entender cuáles son los objetivos de nuestra búsqueda. Buscamos lo que necesitamos. Explicitar nuestras necesidades es una manera de precisar la meta de nuestros anhelos y, en consecuencia, de calibrar nuestros esfuerzos y de replantear nuestras estrategias para alcanzar tales fines.

      «Analizar las necesidades del alma».

      Simone Weil, al final de su vida, reflexionó sobre esta cuestión para especificar las obligaciones del ser humano. En un momento en que se planteaba elaborar la declaración de los derechos humanos, advertía de la inutilidad de proclamar unos derechos sin aceptar previamente unas obligaciones que, a su vez, se desprenden de las necesidades humanas. El derecho a no pasar hambre, por ejemplo, tiene que ir parejo a la obligación de satisfacer una necesidad vital: dar de comer al hambriento.

      La autora, para enmarcar la relación entre derecho, obligación y necesidad, insiste en diferenciar este último concepto de otro que se asemeja: el deseo. No es lo mismo una necesidad que un deseo, un capricho o un vicio. La necesidad es real; el deseo se gesta en la fantasía. Por ello la necesidad responde a unos límites y el deseo, en cambio, puede ser desmedido. Las necesidades están asociadas a cierta mesura. No ocurre lo mismo con los deseos.

      Esta distinción resulta de gran relevancia cuando abordamos la cuestión de la búsqueda. Así, un avaro nunca tiene dinero suficiente. La gula nos lleva a comer desaforadamente, mientras el hambre propiamente dicha llega un momento en que queda saciada. Si la necesidad nos impele a buscar, el deseo nos condena a buscar compulsivamente, sin acabar nunca de encontrar lo que nos sacia. Ese es el gran espejismo de la búsqueda.

      Para sortear dicho peligro, conviene entender que las necesidades se ordenan por parejas de contrarios y deben combinarse en equilibrio. Por ejemplo, todo individuo necesita alimentarse, pero también un intervalo de ayuno para digerir la comida. Lo mismo podríamos decir del calor y del frescor, del reposo y del ejercicio... Eso que nos sucede con las necesidades físicas nos tendría que ayudar a entender cómo afrontar lo que Weil denomina las necesidades del alma. A su vez, analizar este paralelismo puede contribuir a orientarnos en nuestra búsqueda. Es decir, la enumeración de dichas necesidades nos permite identificar lo que estamos buscando.

      Orden

      Como seres racionales, necesitamos percibir un orden. El caos y la incoherencia nos desconciertan. Para sentirnos seguros, buscamos una lógica que ordene la realidad. Nos inquietan la desorganización y el desbarajuste. Nos desestabiliza no entender el sentido de los acontecimientos. El desorden nos produce desasosiego. No saber a qué atenernos nos abruma. Lo aleatorio nos desorienta y genera intranquilidad. Un accidente es lo contrario al orden.

      «Lo aleatorio nos desorienta».

      Nos sentimos más cómodos cuando todo está bajo nuestro control, cuando sabemos el porqué de las cosas e intuimos el orden que subyace tras la apariencia caótica de la sucesión de incidentes. Necesitamos conocer el guion que articula las diferentes escenas de la historia.

      Por eso contemplamos con fascinación el universo. En palabras de Weil, una infinidad de acciones mecánicas

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