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Felix condujo a los fugitivos por toda Francia hasta Lyon y luego cruzaron Mont-Cenis hasta llegar a Livorno, donde el mercader había decidido esperar una oportunidad favorable para pasar a África. No pudo negarse a sí mismo el placer de permanecer algunos días en compañía de la árabe, que le manifestó el cariño más sencillo y tierno. Hablaban con la ayuda de un intérprete, y Safie le cantaba las celestiales melodías de su país natal. El turco consintió aquella relación y alentó las esperanzas de los jóvenes enamorados, pero en realidad tenía otros planes bien distintos. Le repugnaba la idea de que su hija pudiera casarse con un cristiano, pero temía las represalias de Felix si se mostraba un tanto tibio, porque era consciente de que aún se encontraba en manos de su libertador, ya que podría denunciarlo a las autoridades de Italia, donde se encontraban en aquel momento. Ideó mil planes que le permitieran prolongar el engaño hasta que ya no fuera necesario… y entonces se llevaría a su hija a África. Las noticias que llegaron de París facilitaron enormemente sus planes.

      El gobierno de Francia estaba furioso por la fuga del reo y no reparó en medios para descubrir y castigar al liberador. El plan de Felix se descubrió rápidamente y De Lacey y Agatha fueron encarcelados. Tales noticias llegaron a oídos de Felix y lo despertaron de su placentero sueño. Su padre, anciano y ciego, y su dulce hermana se encontraban ahora en una maloliente mazmorra, mientras él disfrutaba de la libertad y de la compañía de su enamorada. Esta idea lo atormentaba. Acordó con el turco que, si este último tenía la oportunidad de huir antes de que Felix pudiera regresar a Italia, Safie podría quedarse en calidad de huésped en un convento de Livorno; y después, despidiéndose de la encantadora árabe, se dirigió apresuradamente a París y se puso en manos de la ley, esperando de este modo liberar a De Lacey y a Agatha.

      Pero no lo consiguió. Permanecieron presos durante cinco meses antes de que tuviera lugar el juicio, y el fallo del mismo les arrebató su fortuna y los condenó al exilio perpetuo de su país natal.

      Encontraron un refugio miserable en una casa de campo en Alemania, donde los encontré. Felix supo que el turco traicionero, por el cual él y su familia soportaba aquella incomprensible opresión, al averiguar que su liberador había sido de aquel modo reducido a la miseria y a la degradación, había traicionado la gratitud y el honor, y había abandonado Italia con su hija, enviándole a Felix una insultante cantidad de dinero para ayudarle, como dijo, a conseguir algún medio para subsistir en el futuro.

      Tales eran los acontecimientos que amargaban el corazón de Felix y que lo convertían, cuando lo vi por vez primera, en el miembro más desgraciado de su familia. Él podría haber soportado la pobreza; y si esta humillación hubiera sido la vara de medir su virtud, habría salido muy honrado de ello. Pero la ingratitud del turco y la pérdida de su adorada Safie eran desgracias más amargas e irreparables. Ahora, la llegada de la árabe infundía nueva vida en su alma.

      Cuando ella tuvo noticia de que Felix había sido privado de su riqueza y su posición, el mercader ordenó a su hija que no pensara más en su enamorado y que se preparara para regresar a su país natal con él. El generoso carácter de Safie se indignó ante aquella orden. Intentó protestar ante su padre, pero él la despidió furiosamente, reiterando su tiránico mandato.

      Pocos días después, el turco entró en los aposentos de su hija y apresuradamente le dijo que tenía razones para creer que se había difundido que se encontraban en Livorno y que podría ser entregado rápidamente al gobierno francés. Por tanto, había alquilado un barco que lo llevaría a Constantinopla, y hacia esa ciudad zarparía en breves horas. Intentó dejar a su hija al cuidado de un criado, para que partieran más adelante y con más tranquilidad, junto a la mayor parte de sus riquezas, que aún no habían llegado a Livorno.

      Safie pensó mucho y a solas qué podría hacer en aquella terrible situación. La idea de vivir en Turquía le resultaba odiosa; su religión y sus sentimientos también se oponían a ello. Por algunos documentos de su padre que cayeron en sus manos, supo del exilio de su enamorado y memorizó de inmediato el lugar en el que vivía. Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero al final tomó una resolución. Llevando consigo algunas joyas que le pertenecían y una pequeña suma de dinero, abandonó Italia con una criada natural de Livorno que sabía árabe, y partió hacia Alemania. Llegó sin más inconvenientes a una ciudad que se encontraba a unas veinte leguas de la granja de los De Lacey; entonces, su criada cayó gravemente enferma. Safie se ocupó de ella con todo el cariño, pero la pobre muchacha murió, y la árabe se quedó sola, sin conocer la lengua del país e ignorando absolutamente de las costumbres del mundo. En todo caso, cayó en buenas manos. La italiana había mencionado el nombre del lugar al que se dirigían; y, tras su muerte, la mujer de la casa en la cual habían estado se tomó la molestia de asegurarse de que Safie llegara sana y salva a la granja de su enamorado.

      CAPÍTULO 6

      Tal era la historia de mis queridos granjeros. Me impresionó profundamente. Y a partir de la descripción de la vida social que dejaba entrever aprendí a admirar las virtudes y a despreciar los vicios de la humanidad. Y, del mismo modo, consideraba el crimen como un mal alejado de mí; siempre tenía delante la bondad y la generosidad, animándome a desear convertirme en un actor en el alegre escenario donde se desarrollaban y se mostraban tantas cualidades admirables. Pero al dar cuenta de los avances de mi inteligencia, no debo omitir una circunstancia que aconteció a principios del mes de agosto de ese mismo año.

      Una noche, durante mi acostumbrada visita al bosque cercano donde recolectaba mi propia comida y desde donde llevaba a casa leña para mis protectores, encontré en el suelo una bolsa de cuero con varias prendas de vestir y algunos libros. Inmediatamente me hice con el botín y regresé con él a mi cobertizo. Los libros afortunadamente estaban escritos en la lengua y con las letras que había aprendido en la granja; eran el Paraíso perdido, un libro con las Vidas de Plutarco y las Desventuras de Werther. La posesión de aquellos tesoros me proporcionó un extraordinario placer; podría estudiar y ejercitar constantemente mi intelecto en aquellas historias cuando mis amigos estuvieran ocupados en sus labores cotidianas. Apenas puedo describiros el efecto de esos libros. Produjeron en mí una infinidad de imágenes e ideas, que algunas veces me elevaban hasta el éxtasis pero más frecuentemente me hundían en la más profunda desolación. En las Desventuras de Werther, además del interés de su sencilla y emocionante historia, se proponían tantas opiniones y se arrojaba luz sobre lo que hasta entonces habían sido para mí asuntos completamente ignorados, que encontré en ese libro una fuente inagotable de reflexión y asombro. Las costumbres amables y hogareñas que describía, unidas a los delicados juicios y sentimientos que se expresan sin ningún egoísmo, se acomodaban perfectamente a mi experiencia con mis protectores y a las necesidades que siempre habían estado vivas en mi corazón. Pero yo pensaba que el propio Werther era el ser más maravilloso que yo hubiera visto o imaginado jamás. Su carácter no era pretencioso, pero dejó una profunda huella en mí. Las disquisiciones sobre la muerte y el suicidio parecían pensadas para asombrarme completamente. Yo no pretendía juzgar los pormenores del caso; sin embargo, me inclinaba por la opinión del protagonista, cuya muerte lloré sin comprenderla del todo. Mientras leía, sin embargo, comparaba las historias con mis propios sentimientos y con mi situación. Descubrí que era parecido y, sin embargo, muy distinto a aquellas personas de los libros, de cuyas conversaciones yo era solo un observador. Simpatizaba con ellos y en parte los comprendía, pero mi intelecto aún era inmaduro; yo no dependía de nadie, ni estaba relacionado con nadie. «El camino de mi partida estaba abierto», y no había nadie que lamentara mi muerte. Mi aspecto era repugnante, y mi estatura, gigantesca. ¿Qué significaba aquello? ¿Quién era yo? ¿Qué era yo? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Me hacía aquellas preguntas constantemente, pero era incapaz de darles una respuesta.

      El libro de las Vidas de Plutarco que yo tenía relataba las historias de los primeros fundadores de la antigua república. Este libro tuvo un efecto sobre mí bastante diferente al de las cartas de Werther. De las imaginaciones de Werther aprendí el abatimiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó los nobles ideales: me elevó sobre la miserable esfera de mis propias reflexiones, para admirar y amar a los héroes de las épocas pasadas. Muchas de las cosas que leía sobrepasaban con mucho mi entendimiento y mi experiencia. Adquirí una idea muy confusa de los reinos y de las extensiones de los países, de los poderosos ríos

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