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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
Читать онлайн.Название 100 Clásicos de la Literatura
Год выпуска 0
isbn 9782380374124
Автор произведения Луиза Мэй Олкотт
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
CAPÍTULO 4
Me apresuro ahora a narrar la parte más conmovedora de mi historia. Relataré sucesos que grabaron sentimientos en mí que, de lo que era, me han convertido en lo que soy.
La primavera adelantaba rápidamente; el tiempo ya era muy agradable, y los cielos estaban despejados. Me sorprendió que lo que antes estaba desierto y oscuro ahora estallara con las flores más hermosas y con tanto verdor. Mil perfumes deliciosos y mil escenas maravillosas gratificaban y animaban mis sentidos.
Ocurrió uno de aquellos días, cuando mis granjeros habían hecho una pausa en su trabajo —el anciano tocaba la guitarra y sus hijos lo escuchaban—; observé que el rostro de Felix parecía más melancólico que nunca: suspiraba constantemente; y entonces el padre dejó de tocar, y por sus gestos supuse que preguntaba por la razón de la tristeza de su hijo. Felix contestó con un tono alegre, y el anciano volvió a tocar la canción, cuando alguien llamó a la puerta.
Era una dama montada a caballo, acompañada por un campesino que hacía de guía. La dama venía vestida con un traje oscuro, y se cubría con un tupido velo negro. Agatha hizo una pregunta; la extranjera solo contestó pronunciando, con un dulce acento, el nombre de Felix. Su voz era muy musical, pero no se parecía nada a la de mis amigos. Al oír aquella palabra, Felix se levantó y se acercó rápidamente a la dama, quien, al verlo, retiró el velo y mostró un rostro de belleza y expresión angelicales. Tenía el pelo muy negro y brillante, como el plumaje del cuervo, y curiosamente trenzado; sus ojos eran oscuros, pero dulces, aunque muy vivos; sus facciones eran regulares y proporcionadas, y su piel maravillosamente blanca, y las mejillas encantadoramente sonrosadas.
Felix pareció sufrir un arrebato de alegría cuando la vio, y cualquier rastro de pena se desvaneció en su rostro, que inmediatamente brilló con un éxtasis de alegría, del cual apenas lo creía capaz; sus ojos centellearon, y sus mejillas enrojecieron de emoción; y en aquel momento pensé que era tan hermoso como la extranjera. Ella parecía dudar entre distintos sentimientos; secándose algunas lágrimas en aquellos ojos encantadores, le tendió la mano a Felix, que la besó apasionadamente, y la llamó, por lo que pude distinguir, su dulce árabe. Ella pareció no comprenderle bien, pero sonrió. Él la ayudó a desmontar y, despidiendo al guía, la condujo al interior de la casa. Él y su padre intercambiaron algunas palabras; y la joven extranjera se arrodilló a los pies del anciano, y habría besado su mano, pero él la levantó, y la abrazó cariñosamente.
Pronto me di cuenta de que aunque la extranjera emitía sonidos articulados, y parecía tener un lenguaje propio, ni los granjeros la entendían ni ella los entendía a ellos. Hacían muchos gestos que yo no entendía, pero vi que su presencia llenaba de alegría toda la casa, disipando la pena como el sol disipa las brumas de la mañana. Felix parecía especialmente feliz, y siempre se dirigía a su árabe con sonrisas radiantes. Agatha, la siempre dulce Agatha, besaba las manos de la encantadora extranjera; y, señalando a su hermano, hacía gestos que querían decir que él había estado triste hasta que ella llegó, o eso me parecía a mí. Transcurrieron así algunas horas; por sus rostros se entendía que estaban contentos, pero yo no comprendía por qué. De repente me di cuenta, por la frecuencia con que la extranjera pronunciaba una palabra ante ellos, que estaba intentando aprender su lengua; y la idea que se me ocurrió instantáneamente fue que yo podría utilizar los mismos métodos para alcanzar el mismo fin. La extranjera aprendió cerca de veinte palabras en la primera lección, la mayoría de ellas, en realidad, eran aquellas que yo ya había aprendido, pero me aproveché de otras.
Cuando llegó la noche, Agatha y la árabe se retiraron pronto. Cuando se separaron, Felix besó la mano de la extranjera, y dijo: «Buenas noches, dulce Safie». Él se quedó despierto mucho más tiempo, conversando con su padre; y, por la frecuente repetición de su nombre, supuse que su encantadora invitada era el asunto de su conversación. Deseaba ardientemente comprender qué decían, y puse todos mis sentidos en ello, pero me resultó completamente imposible.
A la mañana siguiente, Felix se fue a trabajar; y, después de que Agatha concluyera sus labores, la árabe se sentó a los pies del anciano y, cogiendo su guitarra, tocó algunas canciones tan encantadoramente hermosas que inmediatamente arrancaron de mis ojos lágrimas de pena y placer. Ella cantaba, y su voz fluía con una dulce cadencia, elevándose o decayendo, como la del ruiseñor en los bosques.
Cuando terminó, le dio la guitarra a Agatha, que al principio la rechazó. Luego tocó una canción sencilla, y su voz entonó con dulces acentos, pero muy distintos a la maravillosa melodía de la extranjera. El anciano parecía embelesado, y dijo algunas palabras que Agatha intentó explicar a Safie y mediante las cuales deseaba expresar que le había encantado escuchar su canción.
Los días transcurrían ahora tan apaciblemente como antes, con un único cambio: que la alegría había ocupado el lugar de la tristeza en los rostros de mis amigos. Safie estaba siempre alegre y feliz; ella y yo mejoramos rápidamente en el conocimiento de la lengua, de tal modo que en dos meses comencé a comprender la mayoría de las palabras que pronunciaban mis protectores.
Mientras tanto, también la tierra negra se cubrió de hierba, y las verdes laderas quedaron salpicadas con innumerables flores, dulces para el olfato y para la vista, estrellas de pálido fulgor en medio de los bosques iluminados por la luna; el sol empezó a calentar más, las noches se hicieron claras y suaves; y mis vagabundeos nocturnos eran un inmenso placer para mí, aunque fueran considerablemente más cortos debido a que la puesta de sol era muy tardía y el sol amanecía muy pronto; porque nunca me aventuré a salir a la luz del día, temeroso de que me dieran el mismo trato que había sufrido antaño en la primera aldea en la que entré.
Pasaba los días prestando la mayor atención, porque así podía aprender el lenguaje con más rapidez; y puedo presumir de que avancé más rápidamente que la árabe, que comprendía muy pocas cosas, y hablaba con palabras entrecortadas, mientras que yo comprendía y podía imitar casi todas las palabras que se decían.
Mientras mejoraba mi forma de hablar, también aprendí la ciencia de las letras, mientras se las enseñaban a la extranjera; y esto me abrió todo un mundo de maravillas y placeres.
El libro con el cual Felix enseñaba a Safie era Las ruinas de los imperios, de Volney. Yo no habría comprendido en absoluto la intención del libro si no hubiera sido porque, al leerlo, Felix ofrecía explicaciones muy minuciosas. Había escogido esa obra, decía, porque el estilo declamatorio se había elaborado imitando a los autores orientales. A través de esa obra yo obtuve algunos conocimientos someros de historia y una visión general de los diversos imperios que hubo en el mundo; me proporcionó una perspectiva de las costumbres, los gobiernos y las religiones de las distintas naciones de la Tierra. Entonces supe de la indolencia de los asiáticos, del genio insuperable y de la actividad intelectual de los griegos, de las guerras y la maravillosa virtud de los primeros romanos… y de su posterior degeneración, y del declive de aquel poderoso imperio, de la caballería, de la Cristiandad, y de los reyes. Supe del descubrimiento del hemisferio americano, y lloré con Safie por el desventurado destino de sus habitantes indígenas.
Aquellas maravillosas narraciones me inspiraron extraños sentimientos. ¿De verdad era el hombre a un tiempo tan poderoso, tan virtuoso, tan magnánimo y, sin embargo, tan vicioso y ruin? En ocasiones se mostraba como un vástago del mal, y otras veces como poseedor de todo lo que puede concebirse de noble y divino. Ser un hombre grande y virtuoso parecía el honor más alto que pudiera recaer en un ser sensible; ser ruin y vicioso, como ha quedado escrito que fueron tantos hombres, parecía la degradación más ínfima, una condición más abyecta que la de los topos ciegos o los gusanos inmundos. Durante mucho tiempo no pude comprender cómo podía atreverse un hombre a matar a un semejante, ni siquiera por qué eran necesarias las leyes o los gobiernos; pero cuando conocí los detalles de las maldades y los crímenes, ya nada me maravilló, y desprecié todo aquello con asco y repugnancia.
Las conversaciones de los granjeros me descubrían ahora